200 años con Dumas

 

Alejandro Dumas, tanto como Herman Melville o Joseph Conrad, ha corrido la suerte –y al mismo tiempo la desdicha- de haber sido tradicionalmente popularizado por la literatura juvenil. El saldo de este fenómeno, al menos en apariencia, es que las obras de estos tres escritores se conocen, pero se las conoce mal.   

Sobran ejemplos para confirmar este aserto. Pongamos el primero que viene a la mano: Herman Melville y la que es considerada acaso como la novela de mar más prodigiosa de todos los tiempos, Moby Dick. Un Moby Dick abreviado jamás nos privará del goce que significa lanzarnos en una aventura de agua salada en compañía de una ruda tripulación de arponeros por el sur del Pacífico; pero siempre nos impedirá advertir que, más allá de la superficie de las aguas, se agazapa en la prosa de Melville el insondable sentido del mal que presagia la blancura de aquella ballena que le da título a su novela. 

Exactamente lo mismo ocurre con Conrad: un Lord Jim mutilado por la brillantez de los paisajes exóticos donde transcurre la obra deja por fuera el hondo conflicto ético que consagra, dentro de lo mejor de la literatura inglesa moderna, al atormentado Jim y su papel como primer oficial a bordo de aquel infortunado barco llamado El Patna cargado de peregrinos a la Meca. Tal vez por el hecho de que luzcan endeudados con sus propias experiencias personales de largas navegaciones, tanto el caso de Melville como el de Conrad resulten un tanto extremos; pero no faltan referencias en contrario para demostrar que viaje y aventura pueden convertirse en categorías ruidosas y llenas de distorsiones a la hora de juzgar méritos literarios. Es lo que ocurre por ejemplo al hablar de Dostoievski y sus personajes: a cierta edad simplemente no se les conoce, pues por razones de temática, ambiente y paisajes la literatura juvenil jamás ha pretendido acudir en su auxilio (yo, al menos en lo personal, no recuerdo haber visto nunca una estampa del estudiante Rodya Raskolnikov o del viejo libertino Fiodor Karamazof en ediciones ilustradas).  

Conclusión primera: el tema del viaje y la aventura es una categoría fantástica que nos permite maquinar hasta el infinito –sobre todo en edad pueril- pero, obviamente, monopoliza y simplifica el contenido de obras ricas en significados, esencias y verdades. Conclusión segunda: recordar que alguna vez leímos a Melville y Conrad (o, incluso, a Julio Verne) sin haberlos revisitado jamás en nuestra adultez, equivale a limitar nuestro contacto con esos autores a versiones descafeinadas, a no haber superado nunca el primer plano del mero atlas de aventuras que comportan muchas de sus obras o, dicho de otra manera, a dejar de tirar una sonda de profundidad o de abrirle las puertas y ventanas a mensajes cifrados (o no tanto) a las verdades que tales relatos encierran acerca de la condición humana. El viaje y la aventura, como queda demostrado en aquellos autores, es muchas veces la tenue excusa para revelar la verdadera historia que transcurre por lo hondo de la trama.

No es casual entonces que Dumas (1802-1870) forme parte también de esta historia del infortunio a que ha dado lugar su obra dentro de la literatura juvenil. Pero su caso es igual y al mismo tiempo diferente a los de Melville y Conrad. Pues dentro del asombroso cálculo de 257 novelas escritas por el más popular de los autores franceses en la cresta histórica que supuso la edad de oro de la literatura del folletín en Europa, figuran, además de la mezcla de aventura con drama histórico (Los Tres Mosqueteros, Veinte Años Después, El Hombre de la Máscara de Hierro), otros temas como el de la intriga política (La Reina Margot, El Tulipán Negro) o el tema atávico de la venganza (cuyo máximo exponente es, desde luego, la vindicta de Edmond Dantès en El Conde de Montecristo). 

Más aún, si hemos de creerle a la tradición y a ciertas versiones que circulan en torno a su vida, Dumas era considerado tan popular en virtud de sus novelas por entrega en periódicos y revistas (entre ellas en la archifamosa Revue des Deux Mondes y Le Journal des Débats) como hoy podría serlo una estrella de la música pop. Tanto así que cualquier escritor de estos tiempos se estremecería de envidia ante la siguiente anécdota: según se cuenta, una noche de 1867, a los 65 años de edad, al salir Dumas de la representación de una pieza de teatro, la actriz que representaba el papel principal de la obra, una norteamericana de nombre Adah Menken, abrazó al novelista y le dijo a boca de jarro que había leído todos sus libros y que, como prueba de tanta admiración, estaba dispuesta a acostarse con él en el acto. El viejo Dumas aceptó el homenaje y la convirtió en su última amante conocida.


Pero su popularidad llegó a tener también un costado dudoso y polémico, y de eso se habla justamente por estos días cuando Francia se ha aprestado a homenajear al escritor a lo largo de este año del bicentenario de su nacimiento, al punto que el Presidente Jacques Chirac ha dispuesto, entre otros actos previstos para estas efemérides, que sus restos sean trasladados al Panteón de los Inválidos de París (curiosa pasión necrofílica que uno habría creído exclusivamente reservada a nuestro culto ibérico por la muerte y a la veneración de reliquias mortales). 

Pues bien, ese lado oscuro del patriarca del folletín involucra a los 52 (algunos sostienen que hasta 73) colaborados que tuvo Dumas en diversos momentos de su producción literaria, y cuyas relaciones terminaron casi todas de manera tormentosa, especialmente con Auguste Maquet, escritor que nunca sobrevivió individualmente a la fama pero que fue, en cambio, documentalista importante de muchas de sus obras. A Maquet alguien lo llamó alguna vez “el negro indispensable”. Y con razón: fue el co-autor en las sombras de 19 novelas, entre ellas, de El Conde de Montecristo, El Collar de la Reina, y sobre todo del ciclo de Los Tres Mosqueteros. 

Escamotearle méritos a sus colaboradores “negros”, como suponían muchos que era una práctica habitual de Dumas, llevó a que por ejemplo un escritor enemigo publicara en su contra un artículo injurioso bajo el título de “Casa Alejandro Dumas y Cía. Fábrica de novelas” que no tardaría en cobrar estado de polémica pública y seguir camino hacia los fueros judiciales, de donde, como con mucha frecuencia solía hacerlo frente a docenas de querellas por calumnias e injurias, el “fabricante de novelas”, salió airoso. Otro escritor, aún más lacerante a la hora de referirse al carácter industrioso de su prosa y a sus innumerables colaboradores, dijo en una ocasión: “Nadie ha alcanzado a leer toda la obra de Dumas, ni siquiera él mismo”. Incluso el propio Maquet, por obra de desencuentros posteriores con su socio literario, entabló un proceso para reclamar abiertamente la paternidad de Los Mosqueteros y de El Conde, pero el recurso no prosperó jamás. Sin embargo, a la postre, Maquet labraría una venganza más terrenal ante Dumas y –acaso también- ante el anonimato al que se vio condenado; por lo menos murió adinerado y próspero en su castillo de Saint-Mesme, no así Dumas, quien dilapidó la nada desdeñable fortuna que llegó a amasar gracias a sus novelas, complaciendo a sus amigos, amantes y a toda una corte de parásitos que lo asediaba y vivía a sus expensas en su castillo-residencia de Montecristo, en las afueras de París. Para mayor escarnio frente al mal avenido Maquet, hubo una vez en que Dumas se vio precisado a huir de sus deudas refugiándose como incógnito por espacio de dos años en la ciudad de Bruselas.

Tanto como aquella aventura para burlar a sus fieros acreedores, otros datos documentan una vida tan ahíta de hazañas como la de los propios personajes inventados por él. En lo político, por ejemplo, Dumas jamás dudo en tomar partido por el malestar que crecía en la Francia de Carlos X a mediados de 1830, enrolándose como capitán de la Guardia Nacional, que junto a obreros y estudiantes hicieron saltar los adoquines de las calles para convertir a París en una cresta ondulante de seis mil barricadas que terminó conduciendo a la abdicación del rey a favor de Luis Felipe, casualmente el otrora Duque de Orléans a cuyo servicio Dumas se había desempeñado como escribano en épocas anteriores a su fama literaria gracias a la esmerada caligrafía que siempre lo caracterizó. Por si fuera poco, treinta años más tarde y también en los predios de la política, su devoción por la causa de la unidad de Italia lo llevó a participar directamente de las operaciones militares emprendidas por Giu seppe Garibaldi en Sicilia, en 1860. 

Este escritor, que hacía patente en sus facciones las trazas de su origen caribeño, hijo de un oficial francés empobrecido y caído en desgracia ante Napoleón, y nieto a su vez de un noble asentado en Santo Domingo que casó con antillana, jalonó una vida llena de otros imprevistos y aventuras. Aparte de fatigar distancias inverosímiles como viajero y de contraer cólera y librarse milagrosamente de la enfermedad, Dumas se dedicó en algún momento a cuidar museos arqueológicos en Nápoles. Desaprensivo ante ciertos asuntos de la vida que por lo general se resolverían de otra manera, se cuenta que en una oportunidad, cuando sorprendió a su esposa compartiendo la cama con su amigo Roger de Beauvoir, Dumas simplemente se limitó a pedirles a los amantes sorprendidos en plena flagrancia que le hicieran un espacio en el lecho para poder dormir un rato.


A pesar de que Dumas le debe su fama a la “roman feuilleton” o novela de folletín, raras veces se recuerda que fue en el teatro donde se consagraron sus primeros talentos, convirtiéndose bajo la influencia de Shakespeare y del más cercano Schiller en el precursor del drama teatral francés del periodo romántico. De hecho, escribió unas 15 obras de teatro antes de abandonar la literatura para las tablas a favor de las novelas por entrega, y entre las curiosidades que vale la pena anotar acerca de esta etapa despunta el hecho de que Andrés Bello tradujera su drama titulado Teresa, que fue representado por primera vez en español en el atildado Chile “bellista” de 1839. 

Aparte de clubes de fanáticos que se confiesan muy activos por la internet, donde existen innumerables espacios virtuales consagrados a su vida y obra, este prolijo peregrino de la novela de folletín arrastra deudos importantes en la literatura moderna. Sólo por citar dos ejemplos: el de Gabriel García Márquez, quien en diversas entrevistas ha confesado haber leído con fervor a Dumas antes de sentirse atraído por el mito literario de París, y el de Arturo Pérez Reverte, que no sin razón, a causa de la influencia ejercida sobre él por Dumas y su espíritu, es considerado hoy por hoy como el novelista más leído de España. 

Por si fuera poco tanta y tan certificada popularidad, merece agregarse que Dumas ha tragado muchos pies de celuloide en la historia del cine, desde Georges Méliès en 1903 hasta la reciente (y simplista) adaptación de Montecristo del director Kevin Reynolds, en este año de gracia de 2002. Y así como se computan cerca de 200 películas basadas en sus libros, el éxito de la traducción de sus novelas que alcanza a casi todos los idiomas del mundo demuestra que el fabricante de folletines, el protagonista de lances personales y de aventuras políticas, el querellante sin fin en el laberinto de los tribunales, y el sujeto pendenciero y derrochador de una fortuna forjada bajo el resoplido asmático de las imprentas continúa renovando, a dos siglos de su nacimiento, el vicioso circuito de sus lectores, adictos e idólatras.  

Por: Edgardo Mondolfi Gudat
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