En referencia al deceso de Alejandro Dumas

Alejandro Dumas
La Traductora española Emilia Serrano de Wilson conocida con el nombre de Baronesa de Wilson mientras estaba traduciendo Creación y Rédencion se produjo el deceso de Alejandro Dumas el 05 de diciembre de 1870, por lo que al final de esta obra escribe un pequeño homenaje a su amigo Alejandro Dumas en la edición de 1871.

Ha pasado solamente un año desde que el autor de Creación y Rédencion, el amigo querido, el maestro de mis primeros ensayos literarios, me decía en Madrid:

—Hija mía, ya no soy más que ruinas, y poco, muy poco, podrá brotar de mi imaginación cansada y abatida.

Su pronóstico se ha realizado, y Alejandro Dumas ha dejado de existir a los 68 años de edad, acompañado por los consuelos de la religión y por el llanto de su hija María Alejandra, de su hijo Alejandro y de sus amigos más íntimos.

La Ilustración Española y Americana publicó en Mayo la biografía que escribí con los curiosos e ignorados detalles que Alejandro Dumas me dio por entonces, y que hoy reproduzco más extensamente para rendir el último homenaje de cariño y de admiración al que profesaba un afecto verdaderamente paternal.

A dos leguas de la Ferté-Milon, en donde vio la luz primera el clásico Racine, a siete de Chateau-Thierry, cuna del fabulista La-fontaine, en la misma calle en que exhaló el postrer suspiro Demoustier, autor de las Cartas mitológicas a Emilia, y verdadero tipo de la literatura jocosa de siglo XVIII, cerca de París, y en la risueña Villers-Cotteretes, nació el 24 de Julio de 1802 un niño, a quien bautizaron con el nombre de Alejandro, hijo del general republicano Alejandro Dumas, que murió poco después a los 39 años envenenado en las prisiones de Nápoles, en compañía del general Manscour y del sabio Delomieux, y cuando apenas el niño podía comprender la irreparable pérdida que sufría.

La desgraciada muerte de mi padre, ha dicho algunas veces Alejandro Dumas, ha sido causa de mis tendencias al republicanismo y de mi predilección por Garibaldi, cosa que nadie ha comprendido.

La muerte prematura del general dejó a su familia en un estado vecino de la miseria, y aun cuando solo le faltaban sesenta y seis días para que su viuda tuviera derecho a una pensión, le fue negada por Napoleon I, así como la gracia que pedía para que su hijo fuese educado en un colegio, sin duda porque el general Dumas rehusó servir al Imperio.


También tenía derecho a ostentar el título y corona de marqués; pero hacia largo tiempo había renunciado, y su hijo Alejandro siguió su ejemplo, contentándose con el apellido Dumas, que su talento ha hecho tan célebre.

Viéndose tan escaso de recursos, careció de educación hasta los 21 años, época en la cual aprendió el italiano, el griego, el latín, el inglés, y las reglas necesarias para el trato social, y que debía haber aprendido en un colegio.

Esta falta de primera educación tuvo sus ventajas y sus inconvenientes, pues ínterin permanecían dormidas sus facultades morales, se desarrollaron prodigiosamente las físicas.

He sido, me decía, cazador infatigable: andaba quince leguas al día, pasaba la noche bailando, y regresaba a mi casa a la mañana siguiente sin haber tenido un momento de descanso.

Esto hace comprender sus largos viajes a Rusia, África, la vuelta que dio al mar Caspio, mitad a pié, mitad a caballo, y los diez tomos escritos durante ese viaje.

A su regreso entró en las oficinas del duque de Orleans, después Luis Felipe I, porque su letra era preciosa, y como él mismo ha dicho, Antes de vivir con mi pluma, he vivido con mi letra.

Alejandro Dumas no tenía afición ninguna a la literatura nacional, y probablemente no hubiera sido novelista ni autor dramático si no hubiese leído a Walter Scott, Schiller, Shakespeare y a Goethe.

La admiración o el odio impuestos en los colegios le fueron desconocidos, porque sus maestros eran los libros, debiendo su educación a sí mismo, lo que fue causa del total cambio que sufrió la literatura dramática francesa.

Nuestro inolvidable duque de Rivas tradujo su primer drama Enrique III; pero acometido Alejandro Dumas, primero de un profundo desaliento y después del cólera, de cuya enfermedad tardó largo tiempo en reponerse, se dedicó a escribir sus Impresiones de viaje, cuyos primeros tomos obtuvieron un éxito tan brillante, que continuó publicando hasta 50 o 60 tomos.

¡Cuán difícil seria seguir a Dumas en sus múltiples producciones, que inauguraban una nueva era y trasformaban el plan de la novela, obteniendo numerosos imitadores!

Efecto de su atrasada educación, desconocía casi por completo la historia; pero una crítica severa, publicada por Cassanac en el Diario de los Debates, le hizo reflexionar en la necesidad de estudiarla, y empezó su tarea histórica con 20.000 francos que le produjeron La Torre de Nesle, Antony y Ricardo Darlington.

Es preciso advertir que entonces no contaba con destino ni sueldo alguno, pues el primero y los 2.000 francos que ganaba en casa del duque de Orleans los había renunciado al subir este príncipe al trono.

Durante tres años el nombre de Alejandro Dumas cesó de resonar en los círculos literarios, y hasta sus mejores amigos (según su expresión) se felicitaban por su inexplicable apatía, porque temían luchar con aquella pluma incorrecta aun, pero fecundísima, que derramaba a manos llenas los tesoros de su inteligencia, como después ha prodigado los millones que sus obras le han producido.

En sus descripciones históricas le hemos visto seguir senderos risueños, floridos, pintorescos, encantadores y poéticos, porque no aprendió la historia con los historiadores, sino que la buscó en las Memorias secretas de los personajes, en los archivos, en las correspondencias particulares.

Sus primeros ensayos en este género fueron Ascanio, El Caballero de Harmental y El Bastardo de Mauleon, leyéndose poco después con avidez Los tres mosqueteros. La Reina Margarita, La Dama de Monsereau, y Los Cuarenta y Cinco.

Las estocadas, los duelos de sus personajes y el entusiasmo que le causaba el teatro español de capa y de espada, le impulsaron a los estudios anatómicos, que siguió en el hospital de la Caridad, en París.

Sin estos detalles no seria difícil creer que la misma imaginación concibiera y desarrollara Antony, La señorita de Belle-Isle, Pascal Bruno, Caligula, Monte-Cristo, Los compañeros de Jehú y la Historia de mis animales.

La revolución del 48 tuvo singular influencia en la literatura francesa: a Scribe sucedió Sardou, Ponson du-Terrail a Alejandro Dumas, apoderándose del público la más total indiferencia, porque careciendo de fe decae el entusiasmo.

Si Lamennais escribió un libro titulado La indiferencia religiosa, con no menor motivo podría escribirse otro que llevara por nombre El indiferentismo.

La guerra de Crimea, de México, de Sadowa, es decir, la lucha del Austria y de Prusia, hicieron olvidar las discusiones literarias, y el astro radiante de 1830 amenaza extinguirse por completo.

Mi ilustre amigo Lamartine ha muerto; Dumas, el fecundo y popular novelista, ha muerto, minada la existencia de ambos por las decepciones, los desengaños y la ingratitud.

El autor de Las dos Dianas, ¿ha pertenecido a algún partido? No; si bien por amor y respeto filial, profesaba la opinión republicana.

Las luchas de los partidos, ¿consiguieron elevarlo o rebajarlo? No. ¿Hicieron vacilar al coloso? Tampoco; pues en su última novela, Creación y Redención, como han podido juzgar nuestros lectores, y cuya traducción, tal vez como un presentimiento de que era la postrera, me encomendó con singular cariño, se le encuentra más joven, más poético, más original, más entusiasta y apasionado que nunca, sus personajes más interesantes y sus diálogos más animados y llenos de encanto.
Baronesa de Wilson

Alejandro Dumas era franco, generoso, apasionado, impresionable, y su carácter poético se revelaba hasta en los menores detalles.

Era la Providencia de los artistas, quienes encontraban un sitio y un cubierto en su mesa, un corazón dispuesto a participar de sus pesares o alegrías, y algunas monedas en su bolsillo, por lo que Dumas, a pesar de haber ganado millones, se encontraba a veces sin casi lo necesario.

Le conocí hace quince años, siendo yo todavía una niña, y ya entonces empezaba a estar triste, desilusionado, cansado del mundo y anhelando la vida íntima.

Desde la enfermedad que sufrió en el invierno de 1869 presentía su cercano fin.

El tumulto, el ruido, una sociedad numerosa le fatigaban en extremo, y caía en una especie de entorpecimiento; pero en las reuniones íntimas recobraba nueva vida y animación, brotando de sus labios frases chispeantes, ideas profundas, deliciosas descripciones que encantaban a los que le rodeaban.

En su último viaje a Madrid le presenté una noche en casa de mi amiga la inspirada poetisa doña Carolina Coronado, quien ofreció con cariñosa solicitud hospitalidad al grande hombre en su quinta del barrio de Salamanca.

Instalado en ella, me escribía algunos días después de mi regreso a Sevilla:

«Desde su marcha de Ud., mi querida niña, trabajo muy poco: dormito. Me encuentro tan bien en casa de nuestra Carolina, que desearía morir para permanecer siempre en ella.

»Mi epitafio está hecho por Michelet, de modo que me levantarían un sencillo monumento en el jardín, y sería una curiosidad para los extranjeros.»

Sea esta biografía el último tributo de admiración y de cariñosa amistad que me es dado rendirle, concluyendo con dos líneas de una de sus cartas, porque ellas son la fiel expresión de mis sentimientos hacia el que tuvo la felicidad de morir antes de presenciar la desmembración de su patria, de la que era tan entusiasta, y la ruina de París, la capital en donde había obtenido tan larga serie de glorias, y a la cual profesaba tan singular cariño.

«Mi memoria puede olvidar tal vez; pero mi corazón, jamás.»
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