El Rey de los Topos y su Hija Alejandro Dumas Cuento Infantil

El Rey de los Topos y su Hija Alejandro Dumas

I


En la extremidad de un pueblecillo de Hungría, tan pequeño que ni siquiera tiene nombre en el mapa, había en otro tiempo una choza, donde vivía una pobre viuda con su hijo.

La mujer se llamaba Magdalena, y su hijo José.

Un jardinillo con árboles frutales, y al fin de éste un campo, constituían toda su riqueza. Los dos trabajaban con ardimiento, y por la venta de los frutos y la recolección del trigo, ganaban lo bastante para vivir, aunque pobremente; pero ni uno ni otro ambicionaba más de lo que les concedía el Señor en su bondad.

José había sido siempre buen hijo y muchacho piadoso; quería mucho a su madre, cuidabala en su vejez, y no la había ocasionado nunca, al menos con intención, el menor disgusto.

Así había llegado a la edad de los veinte años.

Era entonces un mancebo de 1 metro 64 cm., de estatura media y buenas formas, con hermosos cabellos rubios y rizados, como las láminas del siglo XVI representan a los ángeles de los misales; tenía ojos expresivos, azules como el cielo, dientes muy blancos y un color que, a pesar de la tez curtida, revelaba la frescura de la juventud.

Siempre había tenido el carácter alegre. Los domingos, después de vísperas, corría el primero en pos de los ministriles, para que diesen la señal del baile, y después ya no se iba hasta que el último músico colocaba su arco bajo las cuerdas del violín.

En cuanto a los demás días de la semana, era muy distinto: en el pueblo no se conocía mejor trabajador que él, bien labrase su campo, o ya cavase en su jardín, o ya se ocupara, por último, en podar los árboles o cortar las flores, pues por su manera de arreglar sus horas, siempre le quedaba tiempo para todo, aunque entre los perales, los manzanos y los albaricoqueros, cultivaba muchas plantas.

Con frecuencia, su madre quería ayudarle, aunque no pudiese hacer más que arrancar la mala hierba de las platabandas; pero él, sonriendo, solía decirle:

—Madre mía, bastante os he dado que hacer para venir al mundo, y prometisteis a Dios que, cuando tuviera veinte años el niño que dabais a luz, os entregaríais al descanso. Ya he cumplido esa edad, y, por lo tanto, justo es que reposéis.

Si no os agrada separaros de mí, tanto mejor; sentaos en cualquier sitio, y vuestra vista me inspirará más alientos.

Magdalena complacía a su hijo, sentándose, y miraba con amor a su José, que proseguía su trabajo entonando alguna agradable canción en honor de Hungría y de la reina María Teresa; pues no solamente era buen hijo para su madre, sino para la patria.

Ahora bien: de improviso, el Joven, en vez de marcharse por la mañana cantando, de volver también alegre y de comer con la mejor gana su pedazo de pan seco y negro, dejó de cantar primero, y después ya no trabajó ni comió.

Cierto que aun permanecía en el jardín, pero solamente allí, y era casi imposible inducirle a entrar en la casa.

Por la noche, sobre todo, se le veía sentado é inmóvil y como meditando junto a un pequeño pabellón inmediato a la pared, pabellón que él mismo había construido para que su madre pudiera estar a la sombra y donde la buena mujer leía sus oraciones en el devocionario, único libro que había tenido, levantando la cabeza a veces para ver trabajar a su hijo.

Magdalena comenzó a inquietarse mucho; veía al pobre joven cambiar sensiblemente, aunque no le aquejara ninguna enfermedad; pero esto último le daba más que pensar, pues comprendía que el mal estaba en el corazón.

Algunas veces, al principio, y después casi siempre, le seguía al jardín, y allí se ocultaba detrás de algún hermoso árbol cargado de follaje y de fruta, y veía a su pobre José pensativo, con la vista fija en el suelo, como si esperase ver en éste alguna cosa.

Entonces su madre, sin poder contenerse, acercábase a él, y, con lágrimas en los ojos, le decía:

—En nombre del cielo, querido José, si estás enfermo, confiésaselo a tu madre.

Pero él movía la cabeza, esforzándose para sonreír, y contestaba:

—No, madre: estoy bueno.

Y su boca no se cerraba sin que de ella escapase un suspiro.

Esto animaba a Magdalena para interrogar de nuevo.

—Pero, si no estás enfermo, hijo mío, decíale, te debe faltar una cosa, pues antes no eras así. Habla, querido José, y yo haré cuanto tú quieras, para verte otra vez contento y alegre como en otro tiempo.

—¡Imposible, madre mía! contestaba José. Mi alegría ha huido para siempre, y vuestro amor, por grande que sea, no puede darme lo que yo deseo.

Entonces Magdalena comenzaba a llorar amargamente, porque amaba a su José sobre toda ponderación, y hubiera dado hasta su vida para proporcionarle la cosa que él juzgaba imposible obtener. Al fin, le rogó tanto para que le dijera lo que tenía en el corazón, lloró de tal modo al dirigirle la súplica, y mostróse tan inconsolable, que el joven, conmovido y abrazándola, dejó escapar las siguientes palabras, salidas tan penosamente de su corazón, que se hubiera dicho que éste desfallecía:

— ¡Querida madre, estoy enamorado!

Pero Magdalena, al oír estas palabras, enjugó sus lágrimas. Veía a José con ojos de madre, y no pensaba que hubiese en todo el pueblo una sola joven que no se alegrara de tenerle por esposo.

— ¡Bien! dijo. Si no es más que eso, muchacho, mal haces en desconsolarte. Dime tan sólo quién es la joven que ha tenido la suerte de que la ames, y, aunque sea Berta, la hija del maestro, o Margarita, la hija del baile, iré a pedirla a sus padres.

— ¡Ah! replicó José. No es la hija del maestro, ni la del baile... ¡Oh! Si no fuera más que Margarita o Berta, no me inquietada.

—¡Desgraciado! exclamó la pobre madre. ¿Tienes miras más altas?

— ¡Ay, si! contestó José.

—¿La hija de un noble acaso, hijo mío?

— ¡Si no fuera más que eso!

—¿Estarás enamorado de una baronesa?

—Más alto, madre.

—¿De una condesa?

—Más alto.

—¿De una marquesa?

—Más aún.

—¿De una duquesa?

—Más, más.

—¿De una princesa?

— ¡Madre mía! exclamó el pobre José, dejándose caer sollozando en brazos de Magdalena.

Yo estoy enamorado de la hija del rey de los topos.

Magdalena profirió un grito.

Después, volviendo en si, exclamó: 

—¡Oh pobre hijo mío! ¡Está loco!

—No, madre mía. Por desgracia, no lo estoy, replicó José. ¡Oh! Silo estuviera, sería muy feliz.

—Hijo mío, dijo Magdalena, si quieres, iremos a la ciudad para consultar a un médico.

—Pero, madre mía, no se trata de un médico. Os digo que no estoy loco, y, para probároslo, voy a referir lo que me ha pasado.

La madre movió la cabeza, porque esta afirmación de su hijo no la tranquilizaba en modo alguno, sabiendo muy bien que los peores locos son aquellos que no quieren reconocer su locura.

José, adivinando lo que pasaba en el corazón de su madre y la causa de su temor, se compadeció de ella.

—Escuchadme, madre mía, dijo, escuchadme y lo sabréis todo.

Y, haciendo sentar a su lado a la pobre mujer, cogió sus manos y le dijo:

—Hará unos dos meses, cuando iba a podar los árboles del jardín, observé que la tierra parecía estar levantada por efecto de las topineras; Ya recordaréis, madre, cuánto aborrezco a esos animales, que son la desesperación de los jardineros, y así es que el mismo día les tendí varios lazos; pero trascurrió una semana o poco menos sin resultado alguno. Al fin, una mañana vi un topo hembra cogido.

«—¡Ah! exclamé, cogiendo el azadón. Ahora me las vas a pagar todas.

«—Y levanté el azadón para matar el animal; pero, juzgad cuál sería mi asombro, madre mía, al oír al topo decirme:

«—¡No me mates, José! Lo que he hecho es por ignorancia. Soy muy joven aún, y no sabía al venir a respirar el aire en la superficie del suelo, que te perjudicaba a ti. Si me dejas la vida, te prometo que en lo futuro ni un solo topo trastornará tu jardín, ni tierra alguna que te pertenezca.


»El animal había hablado con acento tan dulce y suplicante, que mi corazón se conmovió, y, dejando al animal en libertad, le dije:

»—Vete en paz y vive.

»—Pues te doy las gracias, repuso, y si quieres verme ven mañana por la noche apenas se deje ver la luna, pues entonces te haré una confidencia.

»Al decir esto, el topo se hundió en la tierra.

«Tuve gran deseo de invitarle a quedarse para hablar algo más; pero experimentaba una especie de terror, pues no había oído decir nunca que los topos hablaban, y el animal desapareció antes de que yo recobrase la tranquilidad.

''Mi intención fue referiros el hecho; pero después pensé que sería mejor esperar al día siguiente para poder deciros alguna cosa más positiva. El topo hembra me había prometido hacerme una confidencia, y veinticuatro horas más o menos importaban poco.

«Al día siguiente, a la hora convenida, fui al jardín, y allí esperé con los ojos fijos en el punto del horizonte donde la luna llena debía aparecer, iluminando el sitio en que el topo había desaparecido en la tierra.

«La luna salió, al fin, pero no el topo.

«Pensé que el animal se habría burlado de mi; y disponíame a entrar en casa, más triste de lo que hubiera podido creer por haberme faltado a la cita un topo, cuando, al dirigir la última mirada en torno mío, vi elevarse en medio de una espesura de rosales, una joven hermosísima, bella como la estatua de la noche.

Llevaba sus largos cabellos sueltos, pero oprimidos en las sienes por una corona de hojas de oro; tenía los ojos negros, suaves como el terciopelo, largas pestañas y magníficas cejas negras.

Su traje consistía en un largo vestido, o más bien una túnica ajustada en el talle por un cinturón de oro, con grandes mangas anchas, que dejaban ver sus brazos bien torneados y blancos como la nieve.

«La luna, que brillaba en aquel momento, iluminaba el rostro de la joven con su dulce y melancólica luz, y permitíame ver hasta qué punto era hermosa.

«—¿Quién sois, le pregunté, y cómo habéis entrado en el jardín?

«—Acabo de salir de la tierra, me contestó sonriendo.

«—¿Que acabáis de salir de la tierra? Y ¿cómo?

«—-Sí: soy el topo hembra a quien ayer perdonaste la vida, y que viene a darte gracias por tu generosidad.

«Yo me quedé como aturdido, y, contemplándola, me parecía soñar.

«— Te dije ayer que deseaba hacerte una confidencia, continuó. ¡Hela aquí!

«Presté atento oído para escuchar a la hermosa joven.

«—Soy hija única y heredera del rey de los topos, dijo, el cual es en realidad un ser humano; pero un perverso mágico nos convirtió en topos, encerrándonos en la tierra, donde vivimos ahora como esos animales; pero a mi me es permitido, en cada plenilunio, recobrar mi forma natural, desde que sale la luna hasta que se oculta. Sin embargo, mi padre no ha obtenido el mismo favor, ni debe recobrar su forma primera hasta el día en que se le devuelva para siempre, porque somos genios y, de consiguiente, inmortales.

»Yo sentía que mi corazón volaba hacia la hermosa joven, y que mi alma estaba como suspendida de sus labios mientras hablaba.

«—¡Oh! exclamé. Si, en efecto, sentís algún agradecimiento por haberos perdonado yo la vida, concededme las pocas horas que se os permite pasar en este mundo bajo vuestra figura natural en todos los plenilunios.

»—No lo desees, contestóme, pues en vez de un favor podría ser una desgracia para ti, porque siempre es peligroso para los hombres tratar con nosotros, pobres seres metamorfoseados.

Créeme: por tu bien rehuso volver. ¡Adiós! ¡No pienses más en mí!

«Y remontó a su topinera, que estaba en el centro de la espesura de rosales, y desapareció lentamente en la tierra.

«Alargué los brazos, pero no encontré más que aire; la visión se había desvanecido, y desde aquel día, o más bien desde aquella noche, no he vuelto a verla.

«He aquí por qué no salgo nunca del jardín, madre mía; he aquí por qué paso las noches fuera, esperando siempre que se aparezca de nuevo; he aquí, en fin, por qué, no viéndola ya, estoy triste. Era tan maravillosamente hermosa, que durante aquella única entrevista me enamoré de ella como un loco.

«Ahora, ya comprenderéis por qué guardo un silencio tan obstinado después de aquella confidencia. Temía que vuestra alma cristiana, querida madre, considerase como un crimen este singular amor.”

—¡Oh José, José! ¿Qué acabo de oir? En efecto, es un acto implo amar a un animal, aunque sea la hija de un rey, pues, en fin, tú no puedes desear una mujer que lo sea realmente una sola noche y tenga la figura de topo durante seis semanas. ¿Quién sabe si en vez de ser lo que dice será alguna emisaria del diablo, enviada por Satanás para tentarte?

—¡Ay de mí, querida madre! contestó José.

Si fuese así habría vuelto ya.

—Vamos, te habrás dormido y has soñado.

—¡Oh! He visto muchas mujeres en mis sueños, y jamás ninguna dejó impresa tan vivamente su imagen en mi mente. No, no: seguramente es la hija del rey de los topos la que yo he visto, y no dudo que amo a una realidad.

—Pues bien: entonces trata de olvidarla, hijo mió, repuso Magdalena. De todos modos, es un sortilegio, y conviene que lo deseches de ti. Ora y trabaja, y, si quieres elegir una mujer, busca entre las jóvenes del pueblo. Tú eres un guapo chico, José, y, aunque no seamos ricos, como tenemos buena reputación, encontrarás una mujer juiciosa y agraciada. Sé piadoso y trabajador como antes, y todo irá bien.

Pero José movió la cabeza, sonriendo tristemente. Bien vela que el consejo de su madre era bueno, y el único que debía seguir; pero faltábale energía para olvidar a la hermosa joven del cintúrón y de la corona de oro.

Acercábase el segundo plenilunio, después de haber visto José a la hija del rey de los topos, y, a medida que se aproximaba el momento en que José esperaba ver a la que amaba, el joven volvía a estar más alegre y trabajaba mejor; mientras que su madre, avisada ya, no le perdía de vista.

Al fin, llegó la noche tan esperada.

Magdalena hizo todo cuanto pudo para obligar a José a entrar en la casa; pero el joven declaró
que no abandonaría el jardín por todos los tesoros del mundo.

—Pues entonces, dijo la madre, permaneceré contigo.

—Muy bien: quedaos, madre mía, repuso José; pero permaneced separada, porque, si viene y la veis, estoy seguro de que estimularéis mi amor en vez de combatirlo.

Llegada la noche, Magdalena fue a sentarse en el pabellón, y José permaneció a diez pasos de ella, apoyado en el tronco de un árbol.

Magdalena lloraba y oraba, sin perder de vista a su hijo. José esperaba, con los ojos fijos en la tierra.

De improviso comenzó a verse la luna llena, elevándose sobre la montaña.

Y en el mismo instante, a cuatro pasos de José formóse una topinera, que, cada vez más voluminosa, presentó, al fin, las dimensiones de una colina de 2,4 a 3 metros de elevación.

Entonces se abrió por la mitad, y, en vez de una hermosa joven, se vio salir de tierra un enorme topo del tamaño de un buey, que se adelantó hacia José.

Magdalena profirió un grito y corrió hacia su hijo para hacerle retroceder; pero éste no se movió: hubiérase dicho que había echado raíces en el suelo.

—Madre mía, dijo, es el rey de los topos.

¿No le reconocéis por la corona que lleva en la cabeza?

Y, en efecto, el monstruoso animal ceñía una corona de oro que brillaba a la luz de la luna.

En aquel momento, el topo estaba muy cerca de la madre y del hijo; se sentó gravemente, y, alargando hacia José su pata colosal, semejante a una mano humana provista de garras, dijóle con voz sorda y terrible:

—Ven conmigo: te doy mi hija, y serás mi yerno. Ven: tu novia te espera.

Y quiso llevarse a José, poniéndole la pata sobre el hombro.

Pero la madre estrechó a su hijo entre los brazos, diciéndole con un acento dulce y suplicante a la vez:

— ¡Oh José, José! ¡Piensa en tu madre, piensa en Dios, y no sigas a ese monstruo!

Y, en efecto, José, espantado por el aspecto de aquel animal, cogió la mano de su madre y quiso huir con ella.

Pero en el momento de dar el primer paso, de la misma topinera salió una mujer maravillosamente hermosa que, como la primera vez, llevaba los cabellos flotantes; y con una voz de inefable dulzura pronunció esta única palabra:

— ¡José!

El joven se detuvo, fascinado: no había medio de resistir a aquella voz y aquella mirada, que parecían unidas para vencer toda voluntad humana; y en vez de huir, permaneció inmóvil.

Pero no bastaba esto: la hija del rey de los topos quería, no solamente que José no huyera, sino que la siguiese.

Y con voz más dulce aún que la primera vez le dijo:

— ¡Ven!

Al oír esta palabra, poseído como de una fuerza irresistible, José, desasiéndose de los brazos de su madre, se precipitó en los de la joven.

Y, en el mismo instante, ambos desaparecieron.

El rey de los topos, a su vez, se hundió lentamente en la tierra, impidiendo a la desgraciada madre que siguiera a su hijo.

Por lo demás, la lucha no fue larga, y, apenas José hubo desaparecido bajo la tierra, Magdalena cayó desvanecida sobre el césped.

II


Cuando la pobre mujer volvió en si, el día comenzaba a despuntar, y los vecinos del pueblo se levantaban ya.

La pobre mujer rompió a llorar y a gritar con tal fuerza, que, aunque la casa estuviese distante, como ya hemos dicho, a un centenar de pasos de las demás, algunos campesinos acudieron para preguntar qué tenía.

Entonces refirió lo que había pasado ante sus ojos, y sus oyentes quedaron poseídos de espanto.

Al pronto no quisieron creerla; mas el relato tenía tal carácter de verdad, y las lágrimas, sobre todo, eran tan sinceras y fraternales, que la convicción penetró en sus corazones, y, viendo a la pobre madre arañar el suelo con sus manos en el sitio donde su hijo había desaparecido, como si hubiera querido desenterrarle, fueron a buscar palas y azadas y comenzaron a cavar la tierra.

Pero socavaban a la casualidad, pues de la inmensa topinera no quedaba el menor vestigio.

En vano trataron de consolar a la pobre mujer, que no quería escucharlos.

— ¡Oh Dios mío, Dios mió! exclamaba. Si mi hijo hubiese muerto, y en vuestra bondad hubierais querido llamarle al cielo, me conformaría, porque era tan bueno, que seguramente se hallaría a vuestro lado; mas ahora vive en la tierra con esos monstruos ciegos, olvida a Dios y a su madre, y tal vez se halle ya convertido también en topo.

Y su dolor era tan violento, que, en vez de calmarse, se exaltaba de tal modo, que los vecinos le dijeron:

—Consolaos: vamos a cavar la tierra hasta que le encontremos.

Y en efecto, la socavaron a tal profundidad, que el agua brotó e impidióles ahondar más; pero no hablan encontrado nada,

Ni a José, ni al rey de los topos, ni a su hija.

Un año transcurrió así: la pobre viuda no dejaba de llorar a su hijo bien amado. El jardín y el campo volvieron a quedar desiertos é incultos, y Magdalena hubiera muerto de hambre si las personas caritativas del pueblo no la hubiesen dado lo que necesitaba.

Cierta noche estaba sentada en su jardín, de tal modo absorta en su mudo pesar, que la oscuridad la sorprendió sin que lo echase de ver.

Precisamente aquella noche había plenilunio. 

El pálido astro acababa de salir, y brillaba radiante en el cielo.

De repente se formó una topinera a pocos pasos de Magdalena, y apareció la hermosa princesa de los topos.

Al verla, la buena mujer comenzó a gritar:

— ¡Ah! ¡Eres tú, desgraciada! ¿Me traes mi hijo?

—Le volverás a ver, contestó la princesa con voz dulce; mas para esto es preciso que nos sigas a nuestro imperio.

—¿Le volveré a ver con seguridad si te sigo? preguntó la viuda.

—-Te lo prometo. ¡Ven!

— ¡Oh! ¡Ahora mismo! exclamó Magdalena.

—Pues, entonces, vamos, dijo la princesa.

Magdalena subió con la princesa a la topinera, y al punto las dos desaparecieron en las entrañas de la tierra.

Durante un minuto, la pobre mujer perdió toda especie de sentimiento de existencia, y cuando recobró los sentidos hallóse en un palacio construido con glebas de tierra sobrepuestas, en medio de las cuales hormigueaban topos de todos tamaños.

La viuda se estremeció como las hojas en el árbol; pero el recuerdo de su hijo le devolvió todo su valor.

— ¡José! exclamó. ¿Dónde estás, mi buen José? Quiero verte.

Entonces se presentó el rey, tocó en una cortina que se descorrió al punto, y el joven se precipitó en los brazos de su madre.

Un solo grito escapó de aquellos dos corazones.

— ¡Hijo mío!

—¡Madre mía!

Y, como si la fuerza les faltase, ni uno ni otro pudieron decir más.

Magdalena fue la que recobró primero el uso de la palabra.

—¡Al fin, te veo! exclamó. Nada nos separará ya, y volverás conmigo allá arriba, a la tierra.
Pero José movió la cabeza tristemente.

—¿Que no? Exclamó Magdalena como aturdida.

Creo que me has contestado negativamente.

—Querida madre, contestó José con acento melancólico, no puedo seguirte, aunque yo quisiera.
—¿Cómo que no puedes? exclamó la madre.

¿Quién te lo impide? ¿Acaso el rey? Pues entonces, le suplicaré que me conceda la gracia de que me acompañes.

En efecto: arrodillóse a los pies del rey de los topos, y le suplicó con las manos unidas.

—¡Señor! exclamó. Devolvedme mi hijo.

Siendo padre, comprenderéis cuánto sufriríais si os arrebatasen vuestra hija. Si no me escucháis, si no os enternecéis, será porque los topos carecen no solamente de ojos, sino también de corazón.

—A la verdad que me inspiras mucha lástima, pobre mujer, contestó el rey, pues te engañas; los topos tienen corazón, y hasta más sensible que el de los hombres; pero no puedo permitir que tu hijo se vaya, puesto que mañana se ha de casar con mi hija.

—¡Oh! exclamó Magdalena. ¡Compadézcase Dios de mí! ¿Cómo hubiera yo podido creer que criaba tan bello joven y tan buen cristiano para que se casase con una princesa de los topos? No, no; no ha de ser así: me le devolveréis para llevármele, o moriré.

—Escucha, dijo el rey; puedes permanecer con tu hijo; pero deberás vivir con nosotros.

— ¡Oh! ¡Acepto, acepto! contestó la pobre madre con pasión. A la verdad, es terrible habitar aquí; pero con José, toda morada me parecerá hermosa.

—Si, quédate, querida madre, pues yo tampoco desearé ninguna otra cosa si estás a mi lado.

—Sea, dijo el rey; pero esto no se puede hacer del todo como pensáis.

—¿Por qué? preguntó la madre.

—Se necesita una condición para que permanezcas con nosotros.

—¿Cuál?

—Nosotros los topos somos ciegos, como ya ves.

—¿Y bien? preguntó la pobre Magdalena estremeciéndose.

—Pues que será necesario que también quedes ciega como nosotros.

— ¡Oh! Esto es terrible! dijo la pobre madre, pues si yo quedo ciega no podré ver a mi hijo.

—Es verdad, repuso el rey de los topos, no podrás verle ya; pero estarás a su lado, te amará, y tú le tocarás y oirás su voz.

—¡Ay de mí! exclamó la madre. Yo quisiera ver, sin embargo. Pensad que hace un año que estoy separada de él. Os ruego que me dejéis los ojos, y os prometo que a nadie miraré más que a mi hijo. Si no lo hago así, consiento en perder la vida.

—No, dijo el rey; acepta o rehúsa, pues no hay término medio: te sacarán los ojos al punto, o ahora mismo vas a volver a la tierra y no verás más a tu hijo.

—¡No, no! exclamó la buena mujer. No, yo no puedo hacer eso. yo no quiero separarme de él. Haced como queráis y dejadme cerca de mi José; pero mientras que me sacan los ojos quiero tener cogidas las manos de mi hijo para que no me le roben por segunda vez.

—Está bien, dijo el rey; tu demanda es justa y queda concedida.

El joven se arrodilló, y cogiendo ambas manos de su madre besólas tiernamente.

Gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

Cuando Magdalena vio esto, enjugó apresuradamente los suyos y dijo:

—No llores, José, pues me considero muy feliz. Y, en efecto, comenzó a reír ruidosamente para que se creyera que estaba alegre.

Entretanto, dos topos enrojecían dos agujas al fuego, mientras que otros dos soplaban para redoblar la intensidad del calor.

La pobre mujer apartó la vista de aquel lado, estremeciéndose, y la fijó en su hijo tan apasionadamente que se hubiera dicho que deseaba grabar el retrato de su José en el corazón.

—Si estáis preparados ya, dijo a los topos, yo también.

Entonces el rey habló por última vez.

—Mujer, preguntó, ¿estás bien resuelta a perder los ojos? Reflexiona que aun podrías desdecirte, y te advierto que vas a sufrir mucho cuando esas agujas enrojecidas penetren en ellos.

—No me tentéis, y haced lo convenido, contestó la madre. Sufra yo, y quede ciega para siempre; pero que pueda estar con mi hijo.

Y, mirando por última vez a José con inusitada ternura, dijo:

—Ahora haced lo que gustéis.

Y abrazó a su hijo, llorando amargamente.

— ¡Oh madre mía! exclamó José. Dios recompensará semejante amor.

Los dos topos se acercaron, cada cual con la aguja enrojecida en la pata, y, levantándose sobre los pies posteriores, aproximaron lentamente sus agujas a los ojos de Magdalena.

Pero en el mismo instante en que aquéllas iban a tocar la retina, resonó un estrepitoso trueno, y la tierra retembló de tal modo que el palacio de los topos se hundió.

Magdalena no sabía lo que le pasaba, pues quedó aturdida por aquel espantoso terremoto; pero muy pronto recobró los sentidos: hallábase echada en brazos de su hijo; abrió los ojos con terror, temerosa de no ver a José, y temblaba de pies a cabeza; pero le vio.

No solamente a él, sino a un hombre alto, de muy buena figura, con manto de púrpura y corona de oro en la cabeza.

Junto a este hombre estaba la hermosa princesa, la prometida de su hijo, tal como se le había aparecido en la tierra: no podía estar más bella, porque no era posible soñar nada tan hermoso.

Le rodeaban muchos señores y damas, todos ricamente engalanados.

El palacio de tierra había desaparecido; en su lugar elevábase uno de mármol, y todos estaban, no en el fondo de un subterráneo, sino en una hermosa ciudad iluminada por los rayos del sol.

Alrededor de ellos reinaba el mayor lujo, mucho movimiento y alegría.

—¿Qué significa todo esto? preguntó Magdalena, que consideraba como un hermoso sueño todo cuanto veía.

Entonces el hombre del manto de púrpura tomó la palabra y dijo:

—Yo soy el rey de los topos. Un perverso mágico me trasformó en topo a mí y a mis súbditos, para satisfacer una venganza; de modo que debíamos vivir en las entrañas de la tierra, bajo una forma hedionda, hasta que un ser humano se decidiera, por amor, a dejarse sacar los ojos para permanecer en nuestra compañía. Desde hace dos mil años aspiramos a nuestra libertad; hemos atraído a muchas personas a la tierra; pero ninguna experimentaba un amor bastante apasionado para sacrificarse. Tú nos has librado, mujer, y tu recompensa será digna del servicio que nos prestaste. Tu hijo ama a mí hija; yo se la doy por esposa, y algún día ocupará mi lugar como rey. El maligno mágico no puede ya molestarnos, pues él es quien ocupa mi lugar y el que habita ahora bajo la tierra con sus hijos, tan malos como él. En cuanto a ti, mujer, vas a vivir en este palacio con nosotros, y nunca dejaremos de manifestarte nuestro agradecimiento.

Pero Magdalena, moviendo la cabeza, contestó: Señor, yo no estoy acostumbrada a todo este esplendor, a todo este lujo, y os doy gracias por vuestras buenas intenciones; pero, si queréis hacerme feliz, dejadme vivir simplemente cerca de mi hijo, dándome, en la proximidad del palacio, una pequeña cabaña con su jardinillo, para que yo vea todos los días a mi José y pueda regocijarme de su dicha: con esto quedaré muy bien recompensada. En cuanto a lo hecho por mí, lo hice por amor a mi hijo, y, si habéis esperado tanto tiempo para veros libres, es porque no pensasteis en dirigiros a una madre.

José casó con la hermosa princesa, vivió feliz con ella, sucedió al rey su padre, y durante toda su vida labró la felicidad de sus súbditos.

Su madre murió a los ochenta años en la cabaña que el rey de los topos había mandado construir para ella, y la buena mujer cerró los ojos diciéndole:

— Soy muy feliz, porque voy a esperarte en el mundo donde las madres no quedan nunca ciegas, y tienen por recompensa la alegría de ver eternamente a sus hijos.

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