La Nevasca Alejandro Dumas cuento completo

La Nevasca cuento Alejandro Dumas Cuento

I


A fines de 1811, época tan memorable para Rusia, vivía en sus estados de Nenarodovo un hombre de relevantes prendas morales apellidado Gabrielo-Gabrielovitch R..., que por su hospitalidad gozaba de gran renombre en mucha extensión a la redonda . Los vecinos hallaban complacencia suma en acudir a casa del mencionado R..., para beber y comer y jugar al boston con su esposa Pascovia-Petrovna, a razón de cinco copecs el tanto, y aun algunos sólo iban para admirar a la hija de este matrimonio, María-Gabrielovna, doncella de diecisiete años de edad, esbelta, palida y afligida, una de las herederas más ricas y en la cual tenían fija la mirada muchos de sus vecinos, ya deseándola para sí, ya para sus hijos.

En la educación de María-Gabrielovna influían no poco las novelas francesas, y, por ende, estaba muy enamorada; siendo el objeto de sus amores un sentido oficial de línea, que en aquel entonces y en virtud de licencia se encontraba en tierras de R...

Excusamos añadir que el joven ardía en la misma llama; que los padres de María, al notar ese amor recíproco, habían prohibido a su hija que pensase un solo minuto en él, y que luego de semejante prohibición le recibieron como un ser de condición inferior.

Nuestros enamorados sostenían continuada correspondencia, y todos los días se daban citas, ora para el bosque de abetos, ya para las inmediaciones de la secular capilla, sitios ambos donde se juraban amor eterno, maldecían del destino y urdían los proyectos más antitéticos.

Como es natural, los dos amantes habían llegado al final de sus pláticas, a la conclusión siguiente:

— Si no podemos vivir el uno sin el otro, y la voluntad de nuestros inhumanos padres continúa siendo un obstáculo para nuestra dicha, será menester que hallemos un medio que nos permita prescindir de ellos.

Claro es que esta idea ocurrió primero al joven, y que, originaria de una boca querida, obtuvo la aprobación inmediata de María-Gabrielovna.

Llegó el invierno y cesaron las citas; pero la correspondencia adquirió mayor actividad. Vladimiro Nicolaevitch suplicaba a su amada, en todas las cartas, que se entregase a él, se casasen en secreto, se escondiesen por durante un espacio de tiempo, y luego fuesen a arrojarse a los pies de sus padres; los cuales, conmovidos ante su heroica constancia y ante sus desventuras, no podían menos de abrirles los brazos y decirles: «Alzad y apoyáos en nuestros pechos.»

María-Gabrielovna tardó mucho tiempo en resolverse; rechazó infinitos planes de fuga; pero al fin se decidió .

Para el día fijado, quedaron en que María aparentaría un fuerte dolor de cabeza, y a la hora de la cena se recogería en su aposento. Su doncella había entrado en la conspiración, y las dos debían bajar al jardín por la puerta posterior, subirse a un trineo que las estaría aguardando en el exterior de la cerca, salir de la aldea de Nenarodovo, hacer cinco verstas de camino para llegar a la aldea de Jadrino, y encaminarse en línea recta a la iglesia, donde Vladimiro las estaría aguardando.

La víspera del día decisivo, María-Gabrielovna no durmió en toda la noche; empaquetó sus alhajas, su ropa blanca y sus vestidos, y escribió una extensa carta a una su amiga romántica como ella, y otra a sus padres, en la cual se despedía de ellos en frases las más patéticas; les explicaba su fuga, que con pesar iba a llevar a cabo, arrastrada por la irresistible pasión que sentía por su amante, y terminaba diciendo que aquel sería el momento de su dicha completa, en que se arrojaría a sus pies.

María-Gabrielovna tomó un sello de Tula, en el que había grabados dos corazones que despedían llamas, con una inscripción apropiada al caso, selló la carta, y luego se echó en su cama, para adormecerse y despertarse sobresaltada un sin fin de veces, perseguida por sueños siniestros.

Ora le parecía que al subir al trineo para ir a casarse, de improviso se le aparecía su padre, y asiéndola del brazo la arrastraba por la nieve y la arrojaba a una cima sin fondo, en la cual caía con espantosa angustia en el corazón; ya veía a Vladimiro rendido sobre el césped, pálido y cubierto ele sangre, suplicándola con voz dolorosa que se apresurase a darle la mano de esposa; todo interrumpido por visiones extrañas e incomprensibles que se sucedían sin trabazón lógica, como en un panorama.

Por fin la joven se levantó pálida como nunca estuviera y con un dolor de cabeza bien real.

Los padres de María notaron la preocupación de su hija y el patético interés que ésta les demostraba. 

¡Ah! cada vez que la pobre oía que sus progenitores le preguntaban que tenía, si se sentía enferma, se 
le desgarraba el pecho y hacía vanos esfuerzos para tranquilizarles mostrándose alegre.

Llegó la noche, y el pensar que aquella era la última que pasaba en el seno de su familia, a María se le quebrantaba el corazón. Apenas alentaba, y en su mente decía adiós a cuantas personas y a cuantos objetos la rodeaban.

Sirvieron la cena.

María-Gabrielovna, a quien parecía querer saltársele del pecho el corazón, con voz temblorosa dijo que no tenía apetito, y se despidió de sus padres, que la besaron y bendijeron como de costumbre.

La joven, haciendo un grande esfuerzo para reprimir las lágrimas, se encaminó a su aposento, una vez en el cual se dejó caer en una silla de brazos y rompió en sollozos.

La doncella de la joven la indujo a que se calmase.

Todo estaba dispuesto.

Dentro de media hora María-Gabrielovna debía abandonar para siempre el techo paterno, su querido aposento y su tranquila existencia de soltera.

Fuera arreciaba la nevasca, silbaba el viento, los postigos chocaban contra las ventanas; todo lo cual parecía amenazador y de funesto augurio.

Poco después, en el interior de la vivienda reinaba la más completa tranquilidad; todos dormían.

María se puso una dulleta acolchada, se envolvió en un chal, tomó una arquilla, y se encaminó hacia el vestíbulo posterior.

Su doncella la seguía con dos paquetes, y ambas salieron al jardín.

La nevasca no amainaba; el viento azotaba con furia el rostro de las dos fugitivas, como si hubiese querido impedir que la joven culpada pasase adelante. 

María y su doncella llegaron con grandes trabajos al extremo opuesto del jardín, donde las estaba aguardando el trineo.

Los caballos pateaban de frio, y el cochero de Vladimiro, para aquietarlos daba vueltas alrededor y les daba palmaditas.

El faetonte ayudó a María y a su doncella a sentarse y a color los paquetes, empuñó las riendas y los caballos partieron al escape.

II


Durante todo el día Vladimiro no se dio punto reposo: por la mañana celebró una entrevista cor párroco de Jadrino, con quien no logró ponerse acuerdo sino tras muchas dificultades, y luego partió en busca de testigos entre los propietarios de las cercanías.

El primero en cuya casa se presentó, era un caballero que frisaba con los cuarenta, apellidado Dravine que aceptó gustoso, por, decía él, recordarle semejante acontecimiento los tiempos de su juventud y hazañas de húsar.

Invitó Dravine a comer con él a Vladimiro, insistiendo con todo ahinco en que le complaciera y asegurándole que no le faltarían los otros dos testigos que necesitaba.

En efecto, después de la comida vinieron el agrimensor Smith, hombre de grandes bigotes y llenos de arrugas los rabillos de los ojos, y el hijo de capitán ispravnick, mozo de diecisiete anos de edad que acababa de sentar plaza de lancero.

Smith y el mozo no sólo aceptaron la invitación de Vladimiro, sino que le juraron estar dispuestos a sacrificar por él su existencia.

Vladimoro loes abrazó con efusión, se volvió a su casa para hacer sus preparativos, y a la entrada de la noche envió a Terschka, su cochero de confianza, a Nenarodovo con su troica, no sin antes darle exactas instrucciones. Luego ordenó que preparasen para él un pequeño trineo de un caballo, y se marchó solo sin cochero, a Jadino, a donde debía llegar María una hora después. 

El joven conocía palmo a palmo el camino, y sabía que le bastaban veinte minutos para recorrerlo todo; pero tan pronto se encontró en el campo, empezó a soplar de nuevo el viento y arreció de tal modo la nevasca, que no le fue posible seguir guiando a su caballo.

En un instante, en un segundo, desapareció bajo un sudario el trazado del camino, todo quedó envuelto en una oscuridad confusa y amarillenta al través de a cual revoloteaban los blancos copos de nieve y por último el cielo se confundió con la tierra . 

Poco después Vladimiro se encontró extraviado sin que le fuese posible dar de nuevo con el camino. El caballo avanzaba al acaso, subiendo ora por enormes montones de nieve, ora precipitándose en las zanjas, y poniendo a cada minuto el trineo en peligro de volcar. 

Vladimiro ponía todo su afán en no desviarse de la dirección verdadera; pero sin embargo de haber trascurrido a su parecer, media hora, aun no había conseguido llegar al bosque de Jadrino. 

En esto atravesó un campo cortado por profundas zanjas; la nevasca redoblaba, el cielo se ponía más sombrío por momentos, y el caballo empezaba a perder sus fuerzas. ‘

Aunque el joven se metía a cada, instante en la nieve hasta la cintura, estaba inundado en sudor. 

Por fin advirtió que se había extraviado, y entonces se detuvo para orientarse y llamar en su auxilio a la memoria, convenciéndose, después de maduro examen, de que debía tomar por la derecha, lo que hizo inmediatamente.

El pobre caballo apenas podía adelantar un paso: había partido hacía una hora; luego Jadrino debía estar muy cerca; sin embargo seguía avanzando, avanzando, y nunca llegaba el fin de aquel interminable campo, cubierto de zanjas y torrentes, en los cuales volcaba a cada punto el trineo, obligando a Vladimiro a perder más tiempo en levantarlo. 

Trascurrida una hora, nuestro enamorado empezó a experimentar verdadera inquietud. 

Por fin se presentó ante sus ojos un punto negro, y hacia él se dirigió, viendo, al llegar a poca distancia del mismo, que era un bosquecillo.

—¡Alabado sea Dios! dijo entre sí Vladimiro, nos acercamos.

Y dio la vuelta al bosquecillo, en la esperanza de llegar a un camino conocido

. —Jadrino se encuentra a pocos pasos, se dijo el joven.

En efecto, Vladimiro encontró rápida y fácilmente el camino y penetró en las espesas tinieblas que producían los árboles despojados por el invierno. 

El viento soplaba, en aquella espesura, mas suave v el camino era más compacto. 

Vladimiro recobró su tranquilidad, y el fatigado caballo sus fuerzas. 

Pero por más que incesantemente seguía avanzando, no descubría la aldea de Jadrino. 

El bosque aquel no tenía término, y por ultimo Vladimiro advirtió, con terror, que le era del todo desconocido. 

Entonces se apoderó de él la desesperación, y fustigó a su caballo, que ensayó tomar el trote; pero sus fuerzas no obedecieron a su buena voluntad, y al cabo de un cuarto de hora se puso otra vez al paso pese a todos los esfuerzos del desventurado Vladimiro. 

Poco a poco los árboles fueron aclarándose, y bosque quedó a la espalda; pero en sitio alguno del horizonte visible descubría el joven la aldea de Jadrino.

Sería medianoche.

Vladimiro, preñados de lágrimas los ojos, continuó su camino a la buena de Dios, y como la reverberación de la nieve despedía bastante claridad, aquél vió en lontananza un lugarejo compuesto de cuatro ó cinco isbas, y a él se dirigió.

Llegado que hubo a la primera isba, acercóse a 1a ventana y empezó a llamar.

A los pocos minutos abrióse una ventana y apareció en ella un anciano de barbas más blancas que la nieve que envolvía el paisaje, y preguntó:

—¿Quién va?

—¿Está muy lejos Jadrino?dijo Vladimiro.

—¿Si está muy lejos Jadrino? repitió el anciano.

—Sí.

—No mucho, a unas diez verstas.

Al escuchar esta respuesta, Vladimiro se mesó los cabellos y permaneció inmóvil como un condenado a muerte.

—¿De dónde vienes? preguntó el anciano.

Vladimiro, en vez de responder, preguntó a interlocutor si podía proporcionarle caballos para encaminarse a Jadrino.

— ¡Caballos! exclamó el anciano, ¿y dónde hallarles?

—¿Y un guía? prosiguió Vladimiro; le daré cuanto me pida.

—Aguarda, mi hijo te conducirá, dijo el anciano cerrando la ventana.

Vladimiro aguardó; pero apenas trascurrido un minuto, volvió a llamar a la ventana.

—¿Qué más quieres? preguntó el anciano, reapareciendo.

—¿Y tu hijo? respondió con impaciencia Vladimiro.

—Pronto sale; se está calzando. Sí tienes frío, entra y te calentarás.

—Gracias; di a tu hijo que salga tan pronto come pueda.

La puerta rechinó, y a ella apareció, con un grueso palo en la mano, un joven que echo a andar ora mirando, ora buscando e montones de nieve.

¿Qué hora es? pregunto Vladimiro

Pronto aparecerá el día, respondió el mozo.

Vladimiro guardó silencio.

Los gallos cantaban y era bastante claro cuando llegaron a Jadrino.

La iglesia estaba cerrada.

Vladimiro pagó al guía, llamo a la casa del párroco y una vez en ella vio que su troica no estaba en el patio.

¿Qué noticia le aguardaba?

Pero volvamos al buen Gabrielovitch, y veamos que había pasado en su casa.

III


Los ancianos, al despertarse, entraron, como de costumbre, en el salón, Gabriel-Gabrielovitch  con gorro de dormir y sayo de franela, y Pascovia-Petrovna envuelta en una bata acolchada.

Sirvieron el somavar, y Gabrieh-Gabrielovitch mandó una muchacha a preguntar a María cómo se encontraba de salud y qué tal pasara la noche.

La niña regresó inmediatamente, y dijo que la señorita había tenido un sueño muy agitado, pero que se encontraba mejor y pronto iba a aparecer en el salón.

En efecto, a no tardar se abrió la puerta, y Maria-Gabrielovna se acercó a sus padres para darles los buenos días.

—¿Cómo te encuentras de la cabeza? pregunto el anciano.

— Mucho mejor, padre, respondió la joven.

— Eso será que cerraron demasiado tarde la estufa de del vapor te dio jaqueca.

— Es muy fácil, madre, contesto María.

El día pasó sin incidente; pero al caer de la tarde, la joven pareció empeorar, por lo que enviaron a la ciudad por el médico. El cual llegó de noche y encontró a la enferma delirando.

A la pobre María se le declaró una fiebre terrible que por espacio de quince días la tuvo entre la vida y la muerte. 

Nadie en la casa sospechó la escapatoria de la joven: las cartas que ésta recibiera habían desaparecido en el fuego, y su doncella tuvo buen cuidado de no hablar palabra a quien quiera que sea, temerosa de atraerse la cólera de sus amos.

El pope, el lancero, el agrimensor y el hulano fueron discretos, y Tershka, el cochero, ni aun cuando estaba borracho era charlatán. Así pues el secreto quedo tal por más que en él hubiesen intervenido más de seis individuos.

Pero el caso es que María, en medio de su no interrumpido delirio refería el misterio. Con todo era tan incoherentes sus palabras, que su madre, que no se separaba un minuto de la enferma, no comprendió sino que su hija se moría de amor por Vladimiro Nicolaevitch, y que esta pasión era causa de la enfermedad que la tenía postrada en el lecho. Tomó pues la buena mujer consejo de su marido, pidió el parecer de algunos vecinos, y todos convinieron unánimemente que en el destino de María-Gabrielovna estaba escrito «que la pobreza no es vicio, que se vive con el marido y no con el dinero, etc., etc., etc.»

Los adagios morales sirven a las mil maravillas en todas las circunstancias en que para justificarnos nos faltan las buenas razones.

María entró por fin en convalescencia.

Cuanto a Vladimiro, hacía mucho tiempo que no había parecido por la morada de Gabrielo-Gabrieovitch, debido sin duda al áspero modo como en ella se le recibiera.

Resolvieron pues los padres de la joven enviarlo a buscar para hacerle conocer verbalmente la inesperada dicha que se le metía en casa.

Pero ¡cuál no fue el estupor de los habitantes do Nenarodovo cuando en respuesta a su invitación recibieron una carta a todas luces escrita por un hombre tocado de la cabeza! En dicha carta el autor de ella decía que nunca jamas pondría los pies en la vivienda de Gabrielo-Gabrielovitch, y además rogaba que olvidasen a un desventurado que no esperaba sino la muerte.

Pocos días después se supo la partida de Vladimiro para el ejército.

Era en 1812.

Durante algún tiempo los padres de María-Gabrielovna no se atrevieron a participar a su hija semejante resultado; la joven, por su parte, nunca hablaba de Vladimiro. Únicamente cuando trascundos dos o tres meses el nombre del joven corrió de boca en boca entre el de los que más se habían distinguido y quedado heridos gravemente en Borondino, aquella cayó en un profundo desfallecimiento que hizo temer una recaída; pero gracias a Dios, tal indisposición no pasó de aquí.

Sin embargo pronto descargó sobre ella un nuevo pesar: Gabrielo-Gabrielovitch murió, y aunque la hizo heredera universal, esta, circunstancia no le proporcionó consuelo alguno.

María compartió sinceramente el quebranto de la pobre Pascovia-Petrovna, hizo voto de no separarse nunca de ella, y las dos abandonaron Nenarodovo, sitio que les recordaba tan dolorosas escenas, y se fueron a vivir en una propiedad en el gobierno de...

Tampoco, en la nueva mansión, faltaron pretendientes a la joven, amable y rica heredera; pero ésta no dio la más leve esperanza a ninguno.

Pascovia-Petrovna aconsejaba a su hija que eligiese marido.

María, por toda contestación, movía tristemente la cabeza y quedaba imaginativa.

Vladimiro había dejado de existir al pié de los muros de Moscou, la víspera del día en que los franceses entraron en esta ciudad, y su memoria parecía sagrada para la joven. A lo menos conservaba cuanto podía recordarselo: los libros que en otros tiempos leyera, sus dibujos, la música y los versos que la dedicara.

Los vecinos, al saber esto, se admiraban de su constancia y aguardaban con curiosidad la llegada del héroe llamado a triunfar de la fidelidad de aquella nueva Artemisa.

La guerra concluyó gloriosamente para nosotros, y nuestros regimientos regresaron vencedores del extranjero, en medio de los hurras de los pueblos, que salían presurosos a su encuentro. Las bandas militares llenaban el espacio con los acordes de piezas aprendidas durante la campana. Viva Enrique IV, las melodías de Joconday los valses tiroleses se habían convertido en el núcleo del repertorio musical de nuestros regimientos.

Los oficiales que partieran adolescentes, regresaban curtidos por el humo de los combates y cargados de cruces y condecoraciones; los soldados hablaban alegremente de la campaña, esmaltando su relato con palabras francesas y alemanas.

¡Oh tiempo inolvidable, época de gloria y de embriaguez, con qué fuerza latía entonces el corazón ruso a la voz patria! ¡cuán suaves eran las lágrimas que se derramaban en el seno de las familias! ¡con qué simpatía uníamos el sentimiento del orgullo nacional con el del amor al zar!

En aquellos días las mujeres rusas estaban desconocidas; había desaparecido su frialdad habitual; su entusiasmo era realmente embriagador. ¡Ah! ¡era de verlas salir al encuentro de los vencedores, dando hurras y agitando sus pañuelos!

¿Qué oficial de aquella época no confesará haber recibido entonces la más preciosa recompensa de la mujer rusa?

Ya hemos dicho que María-Gabrieiovna y su madre vivían en el gobierno de ... alejando del camino que conducía los rusos a su patria. No presenciaron aquel glorioso regreso; pero tal vez el entusiasmo fue más grande en los distritos y en las aldeas que en la capital del imperio: la llegada de un oficial era ocasión de brillantes fiestas, y el paisano hacía una triste figura al lado de tan peligroso vecino.

Hemos dicho también, que a pesar de su indiferencia, a María-Gabrieiovna no le faltaban pretendientes; pero todos debieron tocar a retirada cuando se presentó en su vivienda el coronel Burmine, con su marcial uniforme de húsar, ostentando al pecho la cruz de San Jorge, y, además, una interesante herida, como decían las señoritas de la comarca.

Burmine frisaba con los veintiséis, y en disfrute de licencia venía a pasar una temperada en sus tierras, lindantes con las de María-Gabrielovna: la cual le distinguió pronto entre la multitud de jóvenes que la rodeaban.

Poco a poco María fue sustrayéndose a la divagación, y si bien nadie pudo decir que se mostrase coqueta con el coronel, un poeta, al notar la transformación que se obraba en ella, no podía  menos de haber exclamado:

Se amor non è, ch'è dunque ?

IV


Burmine era en efecto arrogante mancebo, capaz de inspirar una pasión, y poseía precisamente el carácter que place a las mujeres. Sin pretensiones y burlón con displicencia, su conducta para con María era sumamente discreta y reservada; pero por más que el joven hiciese ó dijese, sus ojos y sy alma parecían no poder prescindir de ella. Suave y modesto en la apariencia, su antigua fama de Tenorio estaba demasiado arraigada en la opinión pública para que ahora su traza pudiese engañar a quien quiera que sea. Con todo, semejante reputación no le desmerecía lo más mínimo en el ánimo de María-Gabrielovna, quien, como todas las jóvenes de su edad, parecía estar dispuesta a absolverle de sus embelesadores pecados.

Empero lo que despertaba la curiosidad y la imaginación de María, en mucho mayor grado que la belleza, el ademán rendido, la palidez y el brazo en cabestrillo de Burmine, era el silencio  de éste.

María no podía menos de confesarse a sí misma que el joven le gustaba, y es probable que atendidos su talento y su experiencia, él también notara que no era mirado con desapego.

¿Cómo pues en lugar de arrodillarse a las plantas de María y declararle su amor, Burmine se encerraba en semejante reserva?

¿Era una conducta resultante de la timidez inseparable del amor verdadero? ¿era orgullo o coquetería
de un seductor astuto?

Ahí lo que para la joven constituía un verdadero enigma.

Meditando sobre este misterio y aplicando su intelígencia en profundizarlo, María-Gabrielovna dedujo que solo la timidez era causa de semejante silencio y, resolvió alentar al gallardo coronel con atenciones mas patentes, y aun, si tanto era menester, con cierta cariñosa intimidad.

De esta suerte la joven tejía la trama de un desenlace venturoso y aguardaba con anhelo el instante de
la romántica confidencia.

La conducta de Burmine realmente escondía un secreto, y un secreto, sea de la índole que fuere es siempre un atractivo para el corazón de la mujer.

Las disposiciones estratégicas de María alcanzaron todo el éxito deseado: Burmine cayó a no tardar en una divagación tan profunda, posó con tanto fuego los ojos en ella, que a la joven le pareció visiblemente próximo el momento decisivo.

Los vecinos hablaban de la boda como de una cosa decidida, y la buena Pascovia-Petrovna estaba que no cabía en si de gozo al ver que por fin iban a realizarse sus esperanzas.

Un día en que la anciana se encontraba sola en el salón, Burmine entró en él y de rondón preguntó por la salud de María-Gabrielovna.

—Está en el jardín, respondió Pascovia; vaya usted por ella y aquí les aguardo a los dos.

Burmine se salió, y la madre se santiguó mientras decía para sus adentros:

—¿Quién sabe? puede que hoy quede definitivamente resuelto.

Cuando el coronel llegó al lado de la joven, ésta se encontraba a orillas del estanque, al pie de un sauce, con un libro en la mano y vestida de blanco, como una verdadera heroína de novela.

Después de los cumplidos de costumbre, María dejó desmayar la conversación inmediata e intencionalmente, de lo que, como es natural, se originó cierta turbación, a la que únicamente podía poner término una declaración pronta y deseada.

Burmine, que comprendió lo comprometida de su posición, declaró a María, que de mucho tiempo atrás buscaba la oportunidad de hablarle con el corazón en la mano, y solicitó de ella un instante de atención.

—-La amo a Ud., dijo Burmine, la amo con todo el fuego de que soy capaz.

María se puso como una amapola  y bajo la cabeza.

—Pero, continuó el joven, he obrado con imprudencia suma al abandonarme a la gratisima costumbre de verla y oírla a Ud. todos los días.

María recordó la primera carta de Saint-Preux.

—Ahora, prosiguió Burmine, es demasiado tarde para luchar contra el destino. Su recuerdo de usted, María, y el de su adorable rostro, será para hoy más el tormento y el consuelo de mi existencia. Pero me queda un penoso deber que cumplir: el de descubrirle un misterio que levanta entre los dos una valla infranqueable.

—También por mi parte existe esa valla, No acuse usted pues al destino; no puede Ud. ser mio.

—Sí, repuso melancólicamente Burmine, se que usted ha amado; pero la muerte y tres años de separación la habían desligado a Ud. de las promesas que hiciera, y, lo siento, amada María. Ud. me hubiera pertenecido, pese a su primer amor, a no estar yo condenado por mi mala estrella a una desventura eterna: ¡estoy casado! 

La joven fijó una mirada estupefacta en su interlocutor.

¡Burmine casado! era el último pensamiento que podía haber cruzado por la imaginación de María.

—¡Si, casado, continuó el coronel; hace tres años; y lo más extraño, inaudito y sin embargo verdadero, es que estoy casado y no conozco a mi mujer, ni sé dónde está, ni si volveré a verla en mi vida.

¿Qué está Ud. diciendo? exclamó María-Gabrielovna ¡Es posible! Pero prosiga Ud.; yo también... Ya se lo contaré a Ud. después... Diga, diga Ud. primero, por favor se lo ruego.

V


Burmine tomó de nuevo y con voz trémula, o más bien oprimida, la palabra en los siguientes términos:

—«En los primeros días de 1812, me dirigía apresuradamente a Vilna para unirme a mi regimiento, cuando llegado que hube a un relevo de postas y mientras cambiaban el tiro, se desencadeno una nevasca espantosa; el smotritel (escribiente) del relevo, así como todos los cocheros, me aconsejaron que dejase pasar el huracán. Yo les escuche atentamente, mientras apremiaba a los postillones, cual si una fuerza irresistible me empujara hacia adelante. En efecto, apenas estuvo preparado el trineo, me subí a el y grité: «¡En marcha!»

»E1 trineo partió; sólo que al cochero se le ocurrió tomar el camino trazado en el río y que abreviaba tres verstas la distancia que debíamos recorrer para llegar al siguiente relevo. Las márgenes estaban cubiertas de una espesa capa de nieve; el conductor dejó atrás, sin advertirlo, el sitio donde debía haber tomado de nuevo la carretera, y de esta suerte nos encontramos en una comarca para él completamente desconocida. La tempestad arreciaba por momentos, hasta que por fin y al cabo de dos horas, vi una luz y a ella ordené al cochero que se dirigiera. 

»Llegando a una aldea.

»Aquella luz que yo viera partía de la iglesia, a la que me acerqué para tomar noticias y orientarme.

»La puerta de la iglesia estaba abierta, y próximos al pórtico de la misma se veían algunos trineos.

» ¡Aquí! ¡aquí! me gritaron dos o tres personas que aguardaban al umbral del templo.

»Yo ya supuse que no era a mí a quien llamaban; pero impelido por la curiosidad, me acerqué.

» ¡Y cuánto has tardado! me dijo un joven; tu prometida está desmayada, y el pope no sabe qué nacer.

»Al oír esto me asaltó un mal pensamiento. Acostumbrado a las farsas de regimiento, miré como una broma la que me proponía cometer; así es que, sin responder, me bajé decidido de mi trineo, y penetre en la iglesia, iluminada por una sola lámpara.

»En un rincón de la iglesia y apoyada en la pared había una joven sentada en un banco, a quien una doncella, arrodillada a sus pies, frotaba las sienes con un pañuelo empapado en vinagre.

»¡Alabado sea Dios! dijo ésta; por fin ha llegado usted; con su tardanza por poco ocasiona la muerte a mi pobre ama.

»—Caballero, me dijo entonces el cura, acercándose a su vez, no hay que perder minuto, pues pueden sorprendernos de un momento al otro; apresurémonos.

» ¿Pero no ve Ud. que la señorita apenas puede sostenerse? objeté.

» Como pueda pronunciar el si, repuso el sacerdote, basta.

»Todavía era tiempo de retroceder; nada me vedaba declararlo todo; pero el imaginar que me cabría ocasión de contar a mis camaradas de regimiento un lance tan original, me hizo prescindir de toda consideración.

»Por lo demás, a mí entender el invalidar una boda semejante sería lo más fácil del mundo.

»—Ya que Uds. quieren, dije, adelante.

»Los testigos habían ya conducido la prometida al pié del altar, y la sostenían, pues por sí no hubiera podido mantenerse derecha. Coloquéme a su lado. envuelto en mi abrigo de pieles, y a poco llego el sacerdote, que nos despachó en contados segundos.

»—Están Uds. casados, me dijo el joven que ya una vez me dirigiera la palabra; dense un beso y cada cual vuélvase por su lado.

»No hay que decir si obedecí con gusto la orden; abrí los brazos a mi esposa, a quien no conocía; empujáronla, medio desmayada todavía, hacia mi, volvió ella el rostro hacia mi rostro, y en medio de la oscuridad no me fue dable ver gran cosa más que una intensa palidez. Luego me miró, y dando un chillido de espanto, que aun ahora resuena en mis oídos, exclamo:

»— i Oh! ¡no es él! ¡no es él!

»Y de nuevo cayó desmayada.

»Los testigos se abalanzaron a la infeliz, y mientras en ella estaban ocupados, comprendiendo yo la trascendencia de la acción que acababa de cometer, huí de la iglesia y me subí atropelladamente a mi trineo, gritando:

»—¡Dale recio al caballo, cochero! ¡al galope!

—¡Dios mío! exclamó María-Gabrielovna palideciendo y estremeciéndose a la vez,¿y Ud. no sabe que ha sido de su esposa?

—Pero ¿qué tiene Ud.? preguntó con sobresalto el joven oficial.

—Le pregunto a Ud., repitió con voz imperiosa María, si sabe Ud. qué ha sido de su esposa.

—No, respondió Burmine, cediendo al ascendiente de la joven: ignoro cómo se llama la aldea en la cual me casaron y no me acuerdo del nombre del relevo de donde yo partiera. Por otra parte, no considerándome ligado por una ceremonia que, en realidad, no me atañía personalmente, hablaba de lo sucedido como una broma. Un amigo, de carácter más reposado que el mío, me puso sin embargo en zozobra diciéndome que yo estaba casado y bien casado por toda la eternidad en este y en el otro mundo y que únicamente sería posible el divorcio como, de encontrar a la joven, de común acuerdo presentásemos una solicitud al emperador. Entonces me puse en busca de mi esposa; pero todas mis pesquisas fueron inútiles... ¿Pero qué tiene Ud., María? No parece sino que va Ud. a morirse.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó la joven, ¿conque era Ud.? ¡oh! ¡desventurado de Ud. si no le hubiese encontrado, o si al encontrarle... no le hubiese amado!

Burmine palideció, dio un grito entre angustiado y gozoso, y cayó a los pies de María-Gabrielovna.


Fin.



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