El sastrecillo valiente cuento infantil
I
En una hermosa mañana de verano hallábase sentado
ante su ventana un sastre de Biberich.
Estaba de buen humor, y mientras tiraba de
la aguja cantaba a voz en cuello una antigua balada en la que se trataba de un
pobre pastor que se había casado con la hija de un emperador.
Entonaba la última estrofa de su canción cuando
pasó por la calle una aldeana gritando:
—¡A la buena mermelada! ¿Quién compra?
¡A la buena mermelada!
No le pareció mal aquel grito al
sastrecillo, quien abrió la vidriera, sacó la cabeza y dijo:
— ¡Eh, buena mujer! Aquí, aquí-, ven y te compraré
algo.
La vendedora subió de cuatro en cuatro los escalones
del cuarto piso de la casa del sastre, creyendo que, en efecto, iban a
comprarle gran cantidad de su mercancía.
Confirmose esta creencia cuando aquél le
hizo destapar todos sus tarros uno tras otro, mermelada de ciruelas, de
albaricoques, de manzanas, de peras, etc.
El sastre, escogiendo la mermelada de
albaricoques, se cortó una buena rebanada de pan, y dijo a la aldeana:
—Ponme aquí una buena capa de esta
mermelada, y, aun cuando sea una onza, no importa, porque hoy el trabajo no ha
ido mal.
La pobre mujer, que había tomado por lo seno
las palabras del sastrecillo y que creyó que le iba a comprar lo menos la mitad
de su mercancía, revolvió el puchero de su mermelada de albaricoques con la
cuchara de madera, y, conforme se lo había pedido el sastre, le extendió en el
pan una buena capa de este dulce.
—Aquí tenéis por valor de un kreutzer, le dijo.
El sastre regateó algo, pero, por fin, se
decidió y pagó lo pedido.
La aldeana se marchó refunfuñando, pero el sastre
no le hizo caso.
— ¡Cómo voy a regalarme! pensó. Pero antes de
hincarle el diente voy a concluir esta casaca.
Y, tomada esta resolución, dejó a un lado la
rebanada de pan y siguió cosiendo; pero como el dulce le atraía, hacía los
puntos cada vez más grandes.
Mientras tanto, el olor de la mermelada se difundió
por el cuarto y atrajo las moscas, que volaban a centenares, en términos de
que, con riesgo de lo que pudiera sucederles, las golosas se posaron en masa
sobre la rebanada.
— ¡Ah, picaras! ¿Quién os ha convidado? Dijo
el sastre.
Y procuró espantarlas con la mano.
Pero las moscas, momentáneamente espantadas,
volvieron cada vez en mayor número.
El sastrecillo temió que, si acababa la
casaca, por grandes que hiciera las puntadas, y si dejaba tranquilas a las
moscas, por poco que cada una de ellas comiera de la mermelada, no encontraría
más que el pan mondo y lirondo cuando concluyera la casaca.
—Aguardad, aguardad, dijo sacando el
pañuelo; yo voy ahora a daros mermelada.
Y golpeó a las golosas sin misericordia.
Cuando se cansó de golpear, todas las moscas
que sobrevivieron a la batalla volaron al techo; contó las muertas, y vio que
había siete tendidas, cuatro de las cuales se movían aún.
Está visto que soy todo un valiente, exclamó
el sastrecillo, entusiasmado de su denuedo. Es preciso que toda la ciudad sepa
lo que acabo de hacer.
Y en seguida se cortó un cinturón de una pieza
de paño de la que debía hacer un traje para el cura, y en este cinturón
pespunteó en grandes letras con hilo encarnado: ¡Siete de un golpe!
Hecho el cinturón se lo ciñó, y parecióle
que le comunicaba un aire tan valiente y arrojado que exclamó:
—¡No tan sólo debe saber la ciudad lo que soy,
sino también el mundo entero!
Entonces, dejando la casaca a medio concluir
y la pieza de paño sin cortar, excepto el cinturón que había sacado de ella, se
comió el pan que había sido causa de toda aquella exaltación y registró la casa
para ver si podía llevarse algo.
No encontró más que un pedazo de queso rancio,
del tamaño de un huevo, poco más o menos, y tan duro que parecía una piedra, a pesar
de lo cual se lo metió en el bolsillo.
Al salir de la ciudad, vio una alondra que aleteaba
en un matorral. Corrió a ella, vio que estaba cogida en un lazo, la sacó de él a
tiempo para salvarle la vida, y se la guardó viva aún en el otro bolsillo,
cerrándolo con un botón.
Entonces se lanzó animosamente por el
camino, y como era listo y estaba alegre, no sintió ningún cansancio.
Andando, andando, llegó a lo alto de una montaña,
en cuya cumbre estaba sentado un gigante.
Este gigante era tan alto que parecía una estatua
viviente, a la que la montaña servía de pedestal.
Cualquiera que no fuese el valiente
sastrecillo habría echado a correr; pero él, al contrario, se acercó en
derechura al gigante.
— ¡Buenos días, camarada! le dijo echando atrás
la cabeza para procurar ver su rostro.
Apuesto a que has subido a esta montaña para
ver el vasto mundo. Yo he emprendido un viaje para visitarlo. ¿Quieres venir
conmigo?
El gigante bajó la cabeza, buscó con la
vista al sastrecillo, acabó por encontrarlo, y mirándole con desprecio le dijo:
— |Ah, estúpido! |Yo ir con un ser tan
insignificante como tú!
— |Hola, hola! ¿Esas tenemos? contestó el sastre.
Y, desabrochándose el jubón, enseñó
arrogantemente al coloso su cinturón, en el cual estaban
escritas las palabras: ¡Siete de un
golpe!
El gigante las leyó, creyó que se referían a
siete hombres muertos por el sastre de un solo golpe, y empezó a sentir por él
cierta consideración.
Con todo, quiso ponerle a prueba, y cogiendo
una piedra le dijo:
—Toma: haz esto.
Y la estrujó de tal modo que brotaron de
ella algunas gotas de agua.
—¡Bah! exclamó el sastre. ¿No es más que eso?
En mi país eso es un juego de niños.
Y, sacándose del bolsillo el queso, lo
aplastó tan bien, que le escurrió agua por todos los
dedos.
El gigante, engañado por el color, tomó el queso
por una piedra.
No sabia qué decir, pues no creía capaz de semejante
proeza a un hombrecillo como aquél.
Entonces el gigante se bajó, cogió un
guijarro y lo lanzó a tal altura que casi se le perdió de
vista.
— ¡Ea, arrapiezo: haz otro tanto! dijo.
—Bien tirado, replicó el enano. Pero, por
alta que haya subido la piedra, ha vuelto a caer. Yo voy a tirar una que no
caerá.
Y fingiendo bajarse y coger un guijarro, se metió
la mano en el bolsillo, sacó la alondra, la lanzó al aire, y el ave, contenta
de verse libre, subió, subió tanto que no volvió a bajar.
—¿Qué tal? dijo el sastre. ¿Qué te parece,
camarada?
—Muy bien, contestó el gigante; pero ahora vamos
a ver si eres capaz de llevar cierto peso.
—Ponme el mundo en un hombro, replicó el
sastrecillo, y me lo pasaré al otro al cabo de una hora.
El gigante llevó al sastrecillo adonde habla
un roble desarraigado y tendido en el suelo.
—Ayúdame a sacar este árbol del bosque, si te
atreves, le dijo.
— ¡Ya lo creo! Cárgate el tronco en un
hombro, y yo llevaré la copa con todas sus ramas.
Supongo que no negarás que yo cargo con lo más
pesado.
El gigante no lo negó; se echó el tronco a cuestas,
mientras el sastre se sentó tranquilamente en una rama; y como el gigante no
podía volverse para mirar detrás de si, debió llevar él solo el tronco y además
al sastre, sudando la gota gorda, mientras éste iba silbando alegremente, como
si llevar aquel enorme roble fuese para él una bagatela.
Después de haber andado así algún tiempo, arrastrando
tan pesada carga, el gigante se detuvo sofocado.
—Voy a soltar el árbol, dijo, porque no
puedo ya ir más lejos.
El sastre se apresuró a saltar al suelo,
cogió entre sus brazos el extremo de la última rama, como si la hubiese llevado
siempre y la siguiera llevando aún, y dijo al gigante:
—¿Tan robusto mocetón como pareces, y no puedes
llevar la parte que te toca de este árbol?
Vamos, vamos, amiguito: no eres muy fuerte.
Continuaron su camino, el gigante,
avergonzado de su flaqueza, callado y cabizbajo; mientras que el sastre, alegre
y avispado, iba con la cabeza muy levantada y orgulloso de su superioridad sobre
el gigante.
Al poco rato pasaron por delante de un
cerezo.
El gigante cogió el árbol por la copa, donde
pendían los frutos más maduros, la encorvó y se la puso en la mano al
sastrecillo, diciéndole:
—Sostén esta rama y comamos las cerezas.
Pero el sastrecillo era demasiado débil para
sujetar la copa doblada; de suerte que cuando al enderezarse dio una fuerte
sacudida, levantó al sastre, que pasó por encima de la copa del árbol, y por
suerte suya fue a parar al otro lado cayendo en tierra blanda, por lo cual no
se hizo ningún daño.
—¿Qué significa esto? preguntó el gigante.
¿No tienes fuerza para sujetar este débil
arbusto?
—|Bah! Cuando uno ha aplastado una piedra hasta
el punto de sacar agua de ella, lanzado un guijarro a tanta altura que no ha
vuelto a caer al suelo, llevado a cuestas un roble tan pesado que ha estado a
punto de aplastarte, ¿no podría doblar un triste cerezo? Lo que he querido demostrarte
es que he podido saltar por encima de él: a ver si haces tú lo mismo.
El gigante probó a hacerlo; pero,
habiéndosele enredado los pies en las ramas, fue a caer pesadamente, y cuan
largo era, en el campo, donde el sastrecillo había caído de pie.
—¡Pardiez! dijo. Puesto que eres tan bravo camarada,
ven a pasar la noche en nuestra caverna.
—De buen grado, contestó el sastrecillo sin vacilar.
Y siguió al gigante.
Al entrar en la caverna vio allí una docena
de gigantes que estaban cenando. Cada uno tenía un gamo o un corzo asado cogido
por las patas traseras, y le hincaba el diente que era un primor.
El sastre miró en torno suyo, y viendo la
inmensa caverna, dijo para sí:
—Vaya, que esto es un poco más grande que mi
taller.
Luego, cogiendo un pedazo de pan y una
tajada de carne, cenó a su vez, fue a beber agua al manantial, y entró
tranquilamente en la caverna preguntando al gigante:
—¿Dónde me acuesto?
El gigante le designó una cama que vendría a
ser como doce o quince mesas de billar puestas una a continuación de otra.
El sastre empezó por meterse en ella; pero,
pareciéndole demasiado grande, bajó al otro lado y se acostó entre la cama y la
pared.
A la media noche, el gigante que allí le
había llevado se levantó sin hacer ruido y, creyéndole profundamente dormido,
cogió una barra dé hierro y de un solo golpe partió la cama por la mitad.
—¡Bravo! exclamó después de esta proeza.
Lo que es por esta vez creo haber acabado
con ese saltamontes.
Al rayar el día, los gigantes se marcharon a
la selva, y se hablan olvidado ya totalmente del sastrecillo, cuando vieron que
se acercaba a ellos gozoso y cantando.
—¡Siete de un golpe! exclamaron al
verle.
Como no somos más que doce, ni siquiera
tendría para dos golpes.
Y echaron a correr como alma que lleva el diablo.
II
El valiente sastrecillo no se entretuvo en correr
detrás de los gigantes, cuya compañía no le interesaba en modo alguno, y
continuó solo su camino andando en línea recta, porque le importaba poco la
dirección que podía seguir.
Después de caminar desde el amanecer hasta el
mediodía, llegó al jardín de un hermoso palacio que le pareció ser el del rey
del país; y como estaba cansado se tendió en la hierba y se durmió.
Durante su sueño, algunas personas que
pasaban se fijaron en él, conociendo que era forastero, y leyeron en su
cinturón: ¡Siete de un golpe!
—¡Dios del cielo! exclamaron. ¿Qué viene a hacer
aquí, hallándonos en paz, semejante matachín?
Debe ser algún héroe de gran renombre.
Fueron a anunciárselo al rey, diciéndole
que, si estallaba alguna guerra, sería un hombre muy útil y que importaba, por
consiguiente, no dejarle marchar.
Aprobó el monarca este consejo, y envió en busca
del durmiente a uno de sus cortesanos con el encargo de que le hiciera
proposiciones para entrar en su servicio.
El mensajero no se atrevió a despertar a un hombre
que parecía tan terrible, por miedo de que se despertara de mal humor, y se
quedó de pie delante de él, aguardando que quisiera abrir los ojos.
El sastre, después de hacer esperar al enviado
del rey una hora larga, empezó, por fin, a estirarse, a rascarse la oreja y a
guiñar los ojos.
El cortesano desempeñó entonces su comisión,
ofreciéndole en nombre del rey toda clase de ventajas si accedía a aceptar un
grado en el ejército.
—¡Pardiez! contestó el sastrecillo. Para eso
he venido; pero os advierto que no aceptaré ningún grado que no sea el de
general en jefe.
—Creo que es el que el rey se propone
ofrecer a vuestra excelencia. Por lo demás, si queréis seguirme a palacio donde
Su Majestad os espera, pronto sabréis a qué ateneros.
Con esta promesa, el sastre siguió al
cortesano a palacio.
El rey, que le estaba aguardando, le recibió
con los mayores honores, concedióle el título de general en jefe interino, le
fijó el sueldo de veinte mil florines y le dio por morada uno de sus palacios.
Pero todos los militares de alta graduación
le miraban de reojo; envidiaban su rápido encumbramiento, y lo habrían enviado a
todos los diablos.
—¿Qué va a ser de nosotros? decían. Si
alguna vez tenemos una cuestión con semejante mozo, será capaz de matar de cada
golpe siete de nosotros, y eso nadie lo puede permitir.
Entonces decidieron ir todos a ver al rey y presentarle
sus dimisiones.
—No estamos hechos, le dijeron, para
alternar con un hombre cuya divisa es: ¡Siete de un golpe!
El rey se disgustó mucho al ver que por un hombre
de tan gran valor, sin duda, pero de tan pobre apariencia, iba a perder a sus
más fieles servidores; maldijo la facilidad con que se había entusiasmado por
el recién llegado, y confesó sin rebozo que quisiera verse libre de él; pero no
se atrevió a despedirle, porque temía que derrotara a su ejército, venciera a
su pueblo y le destronara.
Después de muchas vacilaciones se le ocurrió
una idea.
Mandó a decir al sastre que, puesto que era tan
gran héroe, debía serle enojoso el estado de paz en que se encontraban, y que,
siendo así, tenía que hacerle una proposición.
—A fe mía que ya empezaba a estar aburrido de
pereza y avergonzado de mi ociosidad, contestó el sastre. Decid al rey que en
cuanto almuerce iré a saber cuál es la proposición que quiere hacerme.
Pero el rey no creyó conveniente verse
delante de un hombre tan terrible, y le envió a decir que no se molestara y que
se le comunicaría la proposición en su casa.
En efecto, el mismo cortesano que había ido la
primera vez a buscar al sastre se le presentó de nuevo.
Estaba encargado de la proposición del rey.
El monarca hacía saber a su general en jefe que
en una selva de su reino cuyo plano le enviaba, habla dos enormes gigantes que
sólo vivían de sangre y de rapiña, de incendio y de saqueo, y que causaban los
mayores daños en el país.
Se los temía tanto que nadie se atrevía a
atravesar aquella selva, o si por casualidad la atravesaba alguien, consideraba
su vida en peligro mientras no había salido de ella.
Si mataba a los dos gigantes, le casaría con
su hija única, la cual le llevaría en dote la mitad de su reino.
Además, el rey ofrecía al valiente
sastrecillo cien jinetes para ayuda y escolta.
— ¡Oh! exclamó el sastre, me conviene la
proposición.
Conozco los gigantes, he tenido ya que habérmelas
con ellos y se me importan un bledo.
Y la prueba es que para nada necesito los
cien jinetes que el rey me ofrece. Iré solo en busca de los gigantes, lucharé
con ellos solo y los venceré.
Aquel que mata siete de un golpe no se
asusta de dos gigantes.
Partió, pues, el sastrecillo, y como el rey
había insistido en que le acompañaran los cien jinetes,
los dejó a la entrada de la selva, diciendo:
—Quedaos aquí: voy a despachar a esos
picaros, y cuando haya acabado vendré a decíroslo.
Los cien jinetes, que no deseaban otra cosa si
no que su general en jefe desempeñara aquella tarea por sí solo, se quedaron en
el lindero de la selva, mientras que el sastre penetraba animosamente en lo más
intrincado de la espesura.
Mas, conforme iba avanzando, acortaba el paso
mirando con atención alrededor; de suerte que acabó por divisar a los dos
gigantes que estaban dormidos al pie de un árbol y roncaban a más y mejor.
El sastre, que no tenía nada de perezoso, no
perdió momento: se llenó los bolsillos de piedras y subió al árbol a cuyo pie
estaban tendidos sus enemigos, árbol que por casualidad tenía tanto ramaje que
era casi imposible descubrir su tronco entre las hojas.
Al llegar a la mitad de la altura del árbol,
el sastre se montó en una rama precisamente encima de la cara de los gigantes,
y desde allí dejó caer una piedra, después dos, y luego tres sobre el ojo de
uno de ellos.
Este, a la primera piedra, no sintió nada; a
la segunda, casi nada; pero a la tercera, que era un poco más gorda, abrió el
ojo y dio un empujón a su vecino diciéndole:
—¿Por qué te entretienes en hacerme
cosquillas en la nariz mientras duermo? No me fastidies.
—Estás soñando, contestó el otro. Duermo a pierna
suelta y no me ocupo en hacerte cosquillas.
Y
los dos gigantes se volvieron a dormir.
Entonces el sastre lanzó al pecho del
segundo gigante una piedra, y después dos y luego tres.
—¿Qué me estás haciendo en el pecho? Preguntó
éste.
—Nada. Lo mismo me ocupo en ti que en el
Gran Turco.
Y se dirigieron algunas palabras acerbas; pero
como ambos estaban cansados, se durmieron otra vez.
El sastrecillo cogió entonces la piedra más grande
que tenía, y la tiró con toda su fuerza a la nariz del primer gigante.
— ¡Esto es ya demasiado! gritó éste poniéndose
en pie furioso; lo que es ahora no dirás que no has sido tú.
Y se agarró a brazo partido con su
compañero, que, estando también de mal humor, le devolvió golpe por golpe sin
más explicación; de suerte que, a fuerza de pegarse mutuamente, se pusieron tan
rabiosos, que, arrancando árboles para servirse de ellos como mazas, se
hirieron uno a otro hasta que los dos cayeron muertos.
Entonces el sastrecillo, bajando con
presteza del árbol, dijo para si:
—He tenido gran suerte en que no se les haya
ocurrido arrancar el árbol al que me había encaramado.
Habría tenido que saltar como una ardilla al
árbol vecino; pero ¡bah! ¡Soy tan listo!
Sacó el sable, dio a cada gigante un par de tremendas
estocadas en el pecho, y en seguida fue en busca de su escolta.
—Es cosa hecha, dijo a los jinetes. He
despachado a esos dos tunantes. Por cierto que me ha costado trabajo; pero ¿qué
podían con un hombre como yo, que mata siete de un golpe?
—General, ¿no estáis herido? le preguntaron los
soldados.
—¡Herido yo! contestó. ¡Pues no faltarla
más!
A Dios gracias, no me han tocado ni un
cabello.
Los jinetes no podían dar crédito a lo que oían;
pero, a instancias del sastrecillo, que iba a su cabeza, entraron en la selva,
en la que encontraron a los dos gigantes bañados en su sangre, y alrededor de
ellos los árboles arrancados y la tierra removida.
Los jinetes se miraron unos a otros como diciéndose:
—¡Cáspita! La cosa ha sido seria. ¡Qué
arrojado es nuestro general en jefe!
El sastrecillo cortó las cabezas a los dos
gigantes, las colgó del arzón de su silla y entró triunfante en la ciudad
seguido de sus cien jinetes.
El rey, al saber su regreso por un mensajero
que el sastre le envió para saludarle y anunciarle su victoria, salió a su
encuentro hasta el lindero del bosque.
Allí el sastre le eligió el cumplimiento de
su promesa, es decir, la mano de su hija y la entrega de la mitad del reino;
pero como el rey se arrepentía de haber hecho tal promesa, le dijo:
—-Antes de darte mi hija y la mitad de mi reino,
es preciso que lleves a cabo otro hecho brillante.
—¿Cuál? preguntó el sastre.
—En otra de mis selvas hay un unicornio que causa
grandes estragos: es forzoso que me lo traigas vivo para mi caza de fieras.
—Lo mismo se me da del unicornio que de los
dos gigantes, respondió el sastre: mi divisa es: ¡Siete de un golpe!
Cogió dos cuerdas de igual longitud y una carreta
tirada por dos bueyes para poner en ella el unicornio cuando lo hubiera cogido,
y se hizo acompañar de los cien jinetes, no para que le auxiliaran, sino tan
sólo para que le guiaran hasta la entrada del bosque donde esperaba
encontrarlo.
Una vez en el bosque, no tuvo necesidad de buscar
mucho tiempo.
El unicornio, al verle, corrió hacia él para
traspasarle.
— ¡Poco a poco, amiguito! le dijo el sastre.
No hay que ir tan de prisa.
Y se detuvo junto a un árbol, aguardó a que el
unicornio estuviera a diez pasos de él y pasó con presteza al otro lado del
árbol.
El unicornio, que le arremetía para
traspasarle, metió su cuerno tan profundamente en el árbol que antes que
tuviera tiempo de sacarlo, el sastre le ató las cuatro patas con las dos
cuerdas.
— ¡Ya ha caído el pájaro! exclamó saliendo
de detrás del árbol.
Y con la punta de su sable desprendió el cuerno
del tronco.
El unicornio, al sentir libre su cuerno,
quiso huir; pero como tenia las cuatro patas sólidamente atadas, cayó al suelo
sin poder levantarse.
Entonces el sastrecillo volvió adonde
estaban sus soldados y les dijo:
—Traed la carreta, porque el animal está cogido.
Pusieron el unicornio en la carreta y el
sastre se lo llevó al rey.
Pero éste no quiso todavía dar al vencedor
la recompensa doblemente ganada y puso una tercera condición.
Antes de celebrar su casamiento, el sastre debía
apoderarse de un enorme jabalí que en nada cedía al de Calidón.
Aquel jabalí hacía grandes destrozos en otro
bosque perteneciente también al rey.
El monarca vacilaba en hacer esta
proposición al sastrecillo, porque conocía demasiado que éste, por poca que
fuese su mala voluntad, estaba en el derecho de rechazarla; pero el sastre,
siempre valiente, contestó:
—Señor, lo haré de buen grado: para mí es un
juego de niños coger un jabalí.
El rey le dio los cien jinetes; pero, lo
mismo que hizo con el unicornio y con los dos gigantes, el sastre no permitió
que entrasen en el bosque.
Penetró, pues, solo con gran satisfacción de
los soldados, que sabían lo que era el jabalí, pues en otra ocasión habían
querido cogerlo y los recibió de modo que se les quitaron las ganas de volver.
El valiente sastrecillo, que pensaba que el valor
no está reñido con la prudencia, empezó por reconocer los lugares.
A unos cien pasos del cubil del jabalí había
una pequeña capilla gótica cuyas ventanas eran tan estrechas que era preciso
ser muy delgado para pasar por ellas.
Enfrente de las ventanas había una entrada cerrada
por una buena puerta de roble.
— ¡Magnífico! exclamó el sastre. Aquí tengo preparada
una buena ratonera.
Y desde el umbral de la capilla se puso a
tirar piedras con toda su fuerza al matorral donde estaba el jabalí.
Una de las piedras alcanzó al monstruo.
Se levantó sobre sus patas traseras, y
entonces le pareció al sastre que su enemigo tendría lo menos cuatro pies de
alto.
En cuanto a su grueso, estaba en proporción.
Pero nada de ello asustó al sastrecillo, que
siguió atacando al animal y provocándole con sus gritos.
El jabalí miró a todos lados con sus ojillos
cubiertos de largos pelos, pero que brillaban bajo ellos como carbunclos.
Al ver luego al sastre, le arremetió
castañeteando los dientes.
Pero en el momento en que el jabalí entraba por
la puerta, el sastre salía por la ventana.
El jabalí quiso hacer lo mismo, pero la
ventana era demasiado estrecha.
Mientras se obstinaba inútilmente en pasar por
la abertura, el sastre dio rápidamente la vuelta a la capilla y fue a cerrar la
puerta con llave; de suerte que el animal, conforme aquél lo había dicho, quedó
efectivamente cogido como en una ratonera.
Entonces el sastre condujo a sus cien
soldados a la capilla, para que viesen a su prisionero.
Luego pasó con ellos a ver al rey, a quien
dijo que ya no debía preocuparse del jabalí, y que de allí a ocho días el
monstruo habría muerto de hambre, a no ser que él mismo prefiriese ir a fusilarle
por gusto, disparándole a través de las ventanas de la capilla.
Entonces forzoso le fue al rey ceder, y por
fin entregó su hija al valiente sastrecillo juntamente con la mitad de su
reino.
Es inútil decir que no lo hizo sin disgusto;
pero si hubiera sabido que su yerno, en lugar de un gran guerrero, era un
triste sastre, su disgusto habría sido mayor.
Hízose la boda con gran magnificencia, pero con
poca alegría, al menos por parte de la novia y del suegro, pues, en cuanto al
pueblo, estaba muy satisfecho de verse protegido por tan valiente defensor.
Algún tiempo después la joven reina oyó una noche
que su esposo decía soñando en alta voz:
—Muchacho, acábame esa casaca y remienda ese
calzón: si no, te pegaré con la vara de mediten las orejas.
Por esto comprendió lo que era su marido, y al
otro día se lo fue a contar todo a su padre, rogándole que la librara de un
esposo tan indigno de ella.
El rey la consoló.
—Esta noche, le dijo, dejarás abierta la
puerta de tu alcoba; mis criados estarán en el corredor, y cuando tu marido se
haya dormido le agarrotarán y le embarcaremos en un buque que le llevará al
otro extremo del mundo.
Este plan puso muy contenta a la joven,
porque se había casado con el sastre obligada y a la fuerza.
Pero el escudero del rey, que lo había oído todo
y se había hecho muy amigo del sastre a causa de su valor, contó a éste todo el
complot.
—Está bien, se limitó a decir el
sastrecillo.
Y por la noche se acostó, como de costumbre,
al lado de su esposa.
Cuando ésta le creyó dormido, se levantó, abrió
muy despacio la puerta y volvió a acostarse sin hacer ruido.
El sastre, que se fingía dormido, dijo
entonces en voz alta:
—Muchacho, acábame pronto esa casaca y remienda
ese chaleco: de lo contrario, te pegaré con la vara de medir en las orejas. Yo,
mientras tanto, voy a sacudir una paliza a los que vienen a prenderme. ¡Voto a
bríos! He matado siete de un golpe, he exterminado dos gigantes, he agarrotado al
unicornio y he cogido al jabalí, y ¿habría de asustarme esa cuadrilla de
truhanes que está a la puerta? ¡Ea, siete de un golpe: siete de un golpe!
Al oír estas palabras terribles que les
anunciaban una muerte pronta é inevitable, sobre todo después de lo que sabían,
o más bien de lo que creían saber acerca de la fuerza y del arrojo del sastre,
los que habían ido a prenderle huyeron como si los persiguiera todo un
ejército; de suerte que en lo sucesivo nadie se atrevió a indisponerse con el
rey Siete de un golpe, que así le llamaba el pueblo.
Un año después, el viejo rey murió, y, con gran
contento del pueblo, el rey Siete de un golpe heredó la otra mitad del
reino.
Yo sé dónde reina ese excelente rey,
queridos niños: pero no quiero decirlo porque allí viven tan felices bajo sus
leyes que, si se conociera su residencia, todos los demás pueblos se marcharían
de su país para establecerse en el suyo.
Cuento Traducido de los Hermanos Grimm
al Francés por Alejandro Dumas
Publicado en el libro "El Narrador de Cuentos"
El sastrecillo valiente cuento infantil
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