El Soldado de Plomo y la Bailarina de Papel Cuento Completo
En otro tiempo hubo veinticinco soldados, todos
hermanos, pues no solamente habían nacido
el mismo día, sino que procedían todos de la
fundición de una sola cuchara de plomo, ya muy vieja. Todos tenían el arma al
brazo y la cara de frente, y su uniforme era magnífico, de color azul con vivos
encarnados.
Las primeras palabras que oyeron cuando se levantó
la tapa de la caja en que se hallaban encerrados, el mismo día de su aparición
en este mundo, y de la cual no habían salido aún, fueron las siguientes:
— ¡Oh! ¡Qué hermosos soldados!
Inútil es decir que estas palabras les
enorgullecieron mucho. Habían sido pronunciadas por un niño a quien se los
regalaron el día de su santo y que se llamaba Julio.
Y tal fue su alegría, que, después de dar un
salto, palmoteo, y quiso alinear sus soldados en la mesa.
Todos se parecían, no solamente por el
uniforme, sino por el rostro.
Ya hemos dado la explicación de esta
semejanza, advirtiendo que eran hermanos.
Solamente uno difería de los otros, por no tener
más que una pierna.
El niño creyó en un principio que el soldado
habría perdido la otra en alguna de aquellas grandes batallas que los soldados
de plomo trababan entre sí; pero un sabio médico, amigo de la casa, después de
examinar el muñón del pobre mutilado, declaró que este individuo había nacido así y que, si no tenía más que una pierna,
era porque, habiendo sido el último que se fundió, faltó plomo para hacer el
otro miembro.
Pero el defecto no perjudicaba mucho, pues el
soldado se mantenía tan firme sobre su pierna única como los otros sobre las dos.
Ahora bien: precisamente voy a referiros la historia
del lisiado.
En la caja había, además de los soldados de plomo,
otros varios juguetes, pues el niño tenía una hermanita llamada Antonina, y, para que no
hubiese envidias, cuando era el santo de aquél la regalaban también varías
cositas, y viceversa.
Vice versa, hijos
míos, son dos palabras latinas que quieren decir que se hacía para el muchacho,
el día del santo de la niña, lo mismo que para ésta el día. del santo de aquél.
Decía, pues, que, además de la caja de
soldados de plomo, había otros varios juguetes, y el que primero saltaba a la
vista era un gracioso y diminuto castillo de naipes con cuatro torrecillas, una
en cada ángulo, sobrepuestas de una veleta que indicaba de dónde venía el
viento.
Las ventanas estaban abiertas de par en par;
a través de ellas se podía ver el interior de las habitaciones, y delante del
castillo había árboles plantados por grupos cerca de un espejito recortado irregularmente,
puesto de plano sobre el césped y simulando un lago límpido y transparente, donde
nadaban cisnes de cera blanca.
Todo esto era muy lindo y gracioso.
Pero lo más encantador era una diminuta dama
que estaba de pie en el umbral de la puerta grande; toda ella de papel, tenía
un vestido de muselina muy claro, una cinta azul echada en los hombros a guisa
de chal, y además, en la cintura, una rosa magnífica, tan grande casi como su
rostro.
— ¡Bueno! dijo el niño. Aquí tengo un
soldado inválido que no sirve para nada y que produce mal efecto junto a los
demás; le pondré de centinela delante del castillo de naipes de mi hermana.
Hizo como decía, y el soldado de plomo quedó
de guardia junto a la dama de papel.
Esta última, que era una bailarina, había quedado
inmóvil al ejecutar un paso, con los brazos extendidos y la pierna en el aire,
de tal modo que los cordones de sus zapatos se habían enganchado en los
cabellos.
Como era una bailarina muy flexible, su
pierna se había unido de tal modo con su cuerpo, que el soldado de plomo, no
viendo más, que una, creyó que le faltaba la otra, como a él.
— ¡Ah! He ahí la mujer que me convendría, pensó;
mas, por desgracia, es una gran dama, y habita en un castillo; mientras que yo
vivo en una caja y con otros veinticinco compañeros.
No es morada conveniente para una baronesa ni
para una condesa. Me contentaré, pues, con mirar a la dama, sin permitirme declarar
mis sentimientos.
Y, firme en su puesto, contempló fijamente a
la pequeña dama, que, siempre en la misma posición, seguía sosteniéndose en una sola
pierna, sin perder un momento el equilibrio.
Llegada la noche, cuando se fue a buscar al niño
para acostarle, puso todos los soldados de plomo en su caja, dejando al
inválido de centinela, por descuido, ó con intención.
Pero si fue con intención ó por malignidad, el
niño se engañaba mucho, pues jamás soldado de carne y hueso estuvo más contento
que nuestro soldado de plomo, cuando vio que no le relevaban con otro
centinela, y que podría permanecer toda la noche contemplando la hermosa bailarina.
Su único temor era que no hubiese luna, pues
encerrado hacía largo tiempo en su caja, ignoraba cuál era el día del mes, y,
por lo tanto, esperó con ansiedad.
Á eso de las diez, en el momento en que todo
el mundo estaba acostado, la luna se dejó ver, enviando sus rayos plateados a través de la ventana: entonces la dama de papel, que durante un momento se
había perdido en la oscuridad, reapareció más hermosa que nunca, pues aquella luz
melancólica sentaba admirablemente bien a la expresión de su rostro.
— ¡Ah! exclamó el soldado de plomo. Creo que
aun es más linda de noche que de día.
Las once dieron, y después las doce. Cuando
el cuco acabó de cantar por última vez, una caja de música, que estaba sobre la
mesa con los demás juguetes, y que tenía tres aires y una contradanza, comenzó
a tocar desde luego Tengo buen tabaco, y luego, Mambrú se fue A la
guerra, y el Rio Tajo.
Después de la última nota del Rio Tajo, dio
principio la contradanza, que era una especie de jiga.
Pero entonces, al primer compás de aquel baile,
la pequeña bailarina comenzó a separar la pierna del cuerpo; mientras que, por
un esfuerzo, levantó la otra del suelo, dando principio a un paso que parecía
haber sido compuesto por el mismo maestro de las sílfides.
Entretanto, el soldado de plomo, que no perdía
ni uno de los saltos, de las vueltas y de las figuras de la bailarina, oía a
sus compañeros hacer esfuerzos para levantar la tapa de su caja; pero el niño
los había encerrado tan bien que no pudieron conseguirlo, y el aventurado
centinela fue el único que pudo disfrutar hasta la embriaguez del talento de la
encantadora artista.
En cuanto a esta última, seguramente era la primera
bailarina que jamás existió, y, según toda probabilidad, debía ser a la vez discípula
de Taglioni y de la Essler. Elevábase como la primera, y punteaba como la
segunda; de modo que el pobre soldado de plomo vio lo que aun no le había sido dado ver a ningún mortal,
es decir, una bailarina que en la misma noche podía ejecutar la cachucha del Diablo
cojuelo, y el paso de la superiora de las monjas en Roberto el Diablo.
El soldado de plomo no se había movido de su
puesto, y mientras que la encantadora coreógrafa, ligera como un pájaro,
parecía no pensar en nada, él tenía la frente bañada en sudor.
Cierto es que la bailarina le había
dedicado, al parecer, sus figuras más primorosas, y más de una vez, como prueba
del gran interés que el soldado la inspiraba, le rozó casi la nariz con la punta
de su piececito sonrosado, en sus rápidas piruetas.
Mas en medio de la inusitada satisfacción
que el pobre centinela había sentido por haber disfrutado él solo del
espectáculo, experimentó un gran desengaño.
Era que acababa de reconocer su primer
error: la hermosa dama tenía dos piernas, y, por lo tanto, habiendo
desaparecido la semejanza con que él contaba un poco para ofrecerle sus
respetos, temía ser rechazado a mil millones de leguas.
Al día siguiente, los niños, muy contentos
de ver otra vez sus juguetes, se levantaron casi al amanecer; y como hacía un
tiempo magnífico, el niño decidió que sus soldados de plomo pasaran la revista
en la ventana.
Durante tres horas hizo que practicaran, con
gran alegría suya, toda especie de evoluciones.
A las ocho le llamaron para almorzar.
Como se hablaba mucho en el país de una invasión
de hulanos, y temía que sus hombres fueran sorprendidos, colocó su centinela de
la víspera, de cuya vigilancia estaba satisfecho, por haberle encontrado en el mismo sitio en que
le dejó, como guardián de los soldados, y lo más aproximado posible al borde de
la ventana.
Mientras que el niño almorzaba, bien sea que
una corriente de aire se llevase al centinela, ó que, puesto demasiado cerca
del vacío, el pobre lisiado hubiera sufrido un vértigo, sin poder sostenerse
con su única pierna, ó ya, en fin, bien fuera que los hulanos le hubiesen
sorprendido en el momento que menos se esperaba, ello es que el centinela fue
precipitado de cabeza desde un tercer piso.
¡Era un caída terrible!
Solamente un milagro podía salvarle, y el milagro
se hizo.
Como, aun en el momento de caer el fiel
soldado, no había soltado su arma, cayó apoyado sobre la bayoneta de su fusil.
Esta última penetró entre dos piedras, y
aquél quedó de cabeza, con la pierna en el aire. La primera cosa que el niño
echó de ver al entrar en su cuarto, después de almorzar, fue la desaparición de
su centinela perdido.
Pensó juiciosamente que debía haber caído por
la ventana, llamó a la sirvienta de su hermanita, llamada Claudina, bajó con
ella y comenzó a buscar.
Dos ó tres veces la muchacha y el niño
estuvieron a punto de poner la mano ó el pie sobre el soldado de plomo; pero
estaba precisamente en la posición en que presentaba menos superficie, y ni uno
ni otro le vieron, por mucha atención que fijaran en sus pesquisas.
Si el soldado hubiese dicho tan sólo “¡aquí estoy!”
le habrían encontrado al punto, y hubiera ido a reunirse con sus compañeros,
evitándose así muchas desgracias.
Pero, rígido observador de la disciplina,
como lo era, juzgó sin duda inconveniente hablar bajo las armas.
Gruesas gotas de lluvia comenzaban a caer; terrible
tormenta se preparaba en el cielo; y el niño, como hábil general, pensó que más
valía abandonar al soldado mutilado, a quien su caída desde un tercer piso no
habría provisto seguramente de una pierna, que no exponer a una inundación y a
los rayos a toda una compañía de veinticuatro hombres, sanos y con sus
uniformes nuevos.
Volvió a subir, pues, al tercer piso,
diciendo a la criada de su hermana que le siguiese, como así lo hizo.
Después retiró sus veinticuatro soldados,
púsolos en su caja, cerró la ventana para que no penetrase la lluvia, corrió
las cortinillas para no ver los relámpagos, y dejó que descargara la tempestad,
contentándose con decir a su hermana al paso, por toda reflexión:
—¡Qué aire tan triste tiene tu bailarina!
(Estará enamorada, por casualidad, de mi soldado de plomo?
— ¡Ah! Sí, contestó la niña. | Y eso que
habría ido a elegir precisamente aquel que no tenía sino una pierna!
—¡Oh! ¡Quién sabe! dijo el niño con una
filosofía impropia de su edad. ¡Las mujeres son tan caprichosas!
Y salió para ir a tomar su lección.
Entretanto, caía una lluvia torrencial, que el
soldado de plomo recibió cabeza abajo, por estar clavado entre dos piedras por
la punta de la bayoneta.
Aquella lluvia fue una gran dicha para él, pues
dada la posición en que se hallaba, hubiera sufrido seguramente, a no ser por
aquel imprevisto refresco, una congestión cerebral.
La tempestad pasó, como pasan todas, y
después volvió el buen tiempo, y a poco, dos pilletes comenzaron a jugar a las billas(1) junto a la pared
de la casa, al pie de la ventana de donde había caído el soldado de plomo, en
cuyo morrión chocó una de aquéllas.
Al recogerla el muchacho, se apoderó también
del soldado, y le puso de pie, o, más bien, sostenido sobre su pierna.
El buen hombre no se había movido, a pesar de
su amor a la bailarina de papel, a pesar de la noche que había pasado al aire
libre, y de su caída desde el tercer piso: siempre estaba firme con su arma al
brazo y la vista fija.
—Es preciso embarcarle, dijo uno de los
pilletes Esto era cosa fácil, pues los arroyos estaban convertidos en verdaderos ríos. Tan sólo
faltaba el barco; pero con un pedazo de papel se tendría muy pronto.
Los pilletes entraron en una tienda de lonjista
y pidieron por favor un diario.
La dueña acababa de dar a luz un niño, muy deseado
por su esposo, que, no habiendo tenido hasta entonces más que hembras, temía que su
nombre se extinguiese; de modo que se hallaba en un momento de buen humor, por
lo cual fue generoso, dando a los dos pilletes el diario que le pedían.
Los chicos confeccionaron un barco,
botáronle al agua, y en la proa pusieron al soldado de plomo, que vino a ser
así, a la vez, capitán, teniente, contramaestre, piloto y tripulante.
El barco partió, con su balanceo y su
movimiento acostumbrado, como un buque de alto bordo.
Los dos pilletes le acompañaron, corriendo y
dando palmadas.
Por lo demás, el barco, a pesar del rápido curso
de las aguas, marchaba muy bien, subiendo con las ondas para descender con
ellas, navegando entre los restos de toda especie que flotaban acá y allá, y
chocando contra las piedras de la orilla sin zozobrar nunca, y hasta sin hacer
agua.
En medio de todo aquel trastorno, el soldado
de plomo permanecía en la proa con el arma al brazo, firme en su puesto, y sin
que, al parecer le molestara el movimiento de las aguas, como si hubiera
navegado toda su vida.
Pero cuando el barco viraba de bordo, lo
cual le sucedía algunas veces, cuando encontraba un remolino, se podía ver al soldado dirigir
una rápida y melancólica mirada a la casa donde dejaba lo que más quería en el
mundo.
El arroyo iba a desaguar en el río, y en
éste penetró el barco.
Una vez allí, los pilletes debieron
abandonarle forzosamente; pero siguiéronle con los ojos hasta que hubo
desaparecido bajo el arco de un puente.
En aquel arco reinaba tal oscuridad, que, a
no ser por el movimiento del barco, el soldado de plomo habría podido imaginar
que estaba dentro de su caja.
De repente oyó una voz que le gritaba:
— ¡Ah del barco! Venid por aquí.
Mas, en vez de obedecer, el barco proseguía su
marcha.
—¿No tenéis nada que declarar? gritó la misma
voz.
Ni esta segunda pregunta, ni la primera
obtuvieron contestación.
— ¡Ah, contrabandista de desgracia! gritó la
misma voz. ¡ Ahora te las habrás conmigo!
En aquel momento el barco viró de bordo, como
tantas veces lo había hecho, y el soldado de plomo vio una gran rata de agua
que comenzaba a nadar para perseguirle.
— ¡Detenedle, detenedle! gritaba la rata. No
ha pagado los derechos.
Y seguía siempre al barco, rechinando los dientes,
gritando sin cesar a los restos de toda especie que el agua arrastraba:
—¡Detenedle, detenedle!
Por fortuna, o por desgracia,—pues tal vez hubiera
sido una felicidad para el soldado de plomo, que, fuerte con su inocencia, nada
tenía que temer de los aduaneros;—por fortuna o por desgracia, repetimos, la
corriente era tan rápida, que el barco se halló muy pronto, no solamente libre
de la persecución de la rata, sino también fuera del alcance de la voz.
Sin embargo, el navegante no escapaba de un
peligro sino para caer en otro.
A lo lejos oía como el rumor de una
catarata.
A medida que se acercaba, aquel ruido era cada
vez más imponente.
Cuanto más estrepitoso, mayor rapidez
adquiría la corriente.
El soldado de plomo, que no había salido jamás
de su caja, no conocía los alrededores de la ciudad; pero aquel ruido
creciente, la espantosa rapidez, y sobre todo los latidos de su corazón, indicábanle
que se acercaba a un Niágara cualquiera.
Durante un momento tuvo la idea de arrojarse
al agua para ganar la orilla, pero ésta se hallaba muy lejos, y él nadaba como un soldado de plomo.
El barco seguía avanzando como una flecha, pero,
así como ésta al acercarse al blanco lleva más suavidad, cuanto más próximo a
su destino estaba el barco, mayor era su rapidez.
El pobre soldado se mantenía tan derecho y rígido
como le era posible, y nadie podía haberle acusado, por grave que fuera el
peligro, de manifestar ningún temor.
El agua comenzaba a ser verde y
transparente, y ya no era el barco el que parecía avanzar, sino que la orilla
se alejaba aparentemente; los árboles corrían como aturdidos, como atemorizados
del estrépito, y habriase dicho que deseaban alejarse cuanto antes de la
catástrofe.
La marcha del barco era vertiginosa.
El valiente soldado de plomo no quiso que se
pudiera decir que había abandonado sus armas, y con más fuerza que nunca oprimió su fusil contra
el pecho.
El barco giró dos ó tres veces sobre sí
mismo, y comenzó a hacer agua.
Esta última subió rápidamente, y a los diez segundos
llegó al cuello del soldado.
El barco se hundía poco a poco.
Cuanto más se sumergía, más se dilataba; había
perdido casi su forma y parecía una balsa.
El agua pasó por encima de la cabeza del
soldado de plomo.
Sin embargo, el barco remontó a la
superficie, y el soldado volvió a ver otra vez el cielo, las orillas del rio, el paisaje, y ante él un
abismo lleno de espuma.
En aquel instante supremo pensó en su
pequeña bailarina de papel, tan linda, tan ligera y tan graciosa.
De repente sintió que se inclinaba hacia adelante;
el barco se rasgó bajo sus pies, y fue precipitado en el abismo, sin que el
tripulante tuviera tiempo de exclamar: “¡Uf!”
Un enorme sollo, que alargaba la boca, con la
esperanza de que le cayera algo de arriba, le recibió en sus fauces y se lo
tragó.
Al pronto, le habría sido imposible al pobre
soldado de plomo darse cuenta de lo que había
pasado ni menos decir dónde se hallaba.
Lo que sentía era que estaba muy incomodo, y
echado de lado.
De vez en cuando, como si se abriese una claraboya,
penetraba hasta él una luz opaca, y veía cosas cuyas formas le eran desconocidas.
Le agitaba un movimiento rápido e
interrumpido, que poco a poco le indujo a pensar que podría hallarse tal vez en
el vientre de un pescado.
Desde el momento en que le ocurrió esta
idea, orientóse, y pudo comprender que aquella especie de reflejos que hasta él
llegaban eran la luz del día, que penetraba en las cavidades torácicas del pez
al abrir éste sus oídos para separar el aire del agua.
Al cabo de un cuarto de hora, ya no dudó.
¿Qué hacer? Pensó en abrirse paso con ayuda de
su bayoneta; pero, si tenía la desgracia de reventar la vejiga natatoria del
pez, este último, no pudiendo hacer ya la provisión de aire con ayuda de la
cual sube a la superficie del agua, caería en el fondo del río.
¿Qué sería entonces de él, pobre soldado sepultado
en un cadáver?
Más valía dejar la vida al pez; pues, por
poderosos que fuesen los jugos gástricos del cetáceo, era probable que éstos no llegarían a derretirle.
El soldado sería ciertamente una molestia
para el pez, que al cabo de dos ó tres días acabaría por arrojarle.
Había un precedente: ¡Jonás!
Desde el momento en que reconoció claramente
que se hallaba dentro de un pez, el náufrago no se extrañó ya de nada; todo le
fue explicado, los movimientos rápidos a derecha é izquierda, las sumersiones
en el fondo del agua, las subidas a la superficie; y en cuanto pudo medir el
tiempo, pasó veinticuatro horas así en un estado de tranquilidad relativa.
De repente el sollo comenzó a estremecerse con
violencia, dando espantosas sacudidas, de que en vano trató nuestro héroe de
darse cuenta.
Era preciso que le hubiese ocurrido algún
accidente grave, ó que le agitase una poderosa pasión, pues se retorcía,
sacudiendo la cola, y durante algunos segundos el soldado, echado hasta
entonces, quedó en posición vertical.
El sollo era retirado del agua por una
fuerza superior a la suya, y a la cual trataba inútilmente de resistir.
El pez tenia alguna cuestión desagradable
con un anzuelo.
Por la dificultad con que el sollo
respiraba, y por lo más fácil que era la respiración para nuestro soldado, éste
comprendió que el animal se hallaba fuera de su elemento. Durante una hora o
dos, aun hubo lucha entre la vida y la muerte; pero, al fin, fue vencida la
primera, y el pez quedó inmóvil.
Durante su agonía, el sollo había sido
trasladado de un punto a otro; pero ¿adónde?
El soldado de plomo lo ignoraba completamente.
De improviso penetró hasta él como un
relámpago, hízose la luz, y oyó una voz que decía con
el acento del asombro:
—¡Toma! ¡Aquí está el soldado de plomo!
La casualidad había conducido al viajero a
la misma casa de donde salió, y esta exclamación era proferida por Claudina, la
criada de la niña, que presenciaba la operación de abrir el sollo, y que
reconoció el soldado de plomo, que la víspera hablan buscado inútilmente en la
calle ella y el niño.
— ¡Ah! exclamó la cocinera. ¡He aquí un caso
bien raro! ¿Cómo diablos se hallará el soldado del señorito Julio en el
estómago de un pez?
Solamente el soldado de plomo hubiera podido
contestar a esta pregunta; pero se calló, desdeñando, sin duda, trabar
conversación con criadas.
—|Ah! dijo Claudina; el señorito Julio se alegrará
mucho.
Y, poniendo el soldado de plomo bajo la
llave de la fuente, le lavó bien, cosa que necesitaba en gran manera, y fue a
colocarle sobre la mesa del salón.
Todas las cosas se hallaban como el soldado de
plomo las había dejado: la caja de música ocupaba el mismo sitio; los
veinticuatro soldados vivaqueaban en un bosque lleno de árboles pintados de
rojo, con el follaje puntiagudo y rizado; y, por último, la bailarina de papel
permanecía bajo su gran puerta, no ya en actitud airosa y de puntillas, sino
sentados ambos pies, como si éstos no la pudiesen llevar ya, y apoyada contra
la puerta.
Además, adivinábase que había llorado mucho;
tenía los ojos horriblemente hinchados, y estaba tan pálida que parecía
difunta.
El pobre soldado quedó tan conmovido al ver esto,
que tuvo la idea de arrojar lejos de sí el morrión, el fusil y la cartuchera,
para ir a prosternarse a los pies de la bailarina.
En el momento en que deliberaba sobre si debía
hacerlo, tratando de vencer su timidez natural por toda especie de razonamientos interiores,
la niña entró y le vio.
—¡Ah! ¿Eres tú, exclamó, mal inválido? Tú tienes
la culpa de que mi bailarina de papel haya llorado toda la noche, y de que se
halle tan débil esta mañana, que apenas puede tenerse en pie. ¡Toma: recibe el
castigo!
Y, sin más palabra, cogiendo el soldado de plomo
con ambas manos, la niña le arrojó a la estufa.
La acción fue tan rápida, tan instantánea e imprevista,
que el soldado de plomo no pudo oponer la menor resistencia.
Acababa de pasar de un agua muy fría a una atmósfera
templada; mas de repente experimentó un calor sofocante y hallábase en medio de
un fuego muy encendido.
¿Era aquel calor, comparado con el cual
hubiera parecido muy fresca la temperatura del Senegal, el del fuego que
abrasaba el cuerpo, ó el del amor que abrasaba el corazón?
Pero lo que sentía muy bien era que se iba derritiendo
como una cera, y que dentro de un instante no quedaría ya de él más que un
diminuto e informe fragmento de plomo. Entonces, sus ojos moribundos dirigieron la última
mirada a la pequeña bailarina, que, por su parte, mirábale con los brazos
extendidos hacia él y los ojos tristes.
En aquel momento, la ventana, mal cerrada, se
abrió bajo la violencia del viento; una ráfaga penetró en la habitación, y,
arrastrando a la bailarina como una sílfide, la arrojó a la estufa, casi en
brazos del soldado de plomo.
Apenas tocó el fuego, incendiáronse sus
vestidos, y desapareció en medio de las llamas, consumida, como Semelé, en
pocos segundos.
La niña se precipitó para prestar auxilio a
la bailarina.
¡Pero ya era tarde!
En cuanto al pobre inválido, se derritió, al
fin, todo, y cuando al día siguiente la criada barrió las cenizas, no encontró
más que un diminuto resto en forma de corazón.
Era todo cuanto quedaba del soldado de plomo.
El Soldado de Plomo y la Bailarina de Papel Cuento Completo
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