El Azote de Napoles Relato Completo

Napoles

I

Nápoles con su hermoso cielo, su aire límpido, su mar azulado; con su viento del norte y su viento del sur, con su atmósfera casi irreprochable; Nápoles con su punta del Posilipo, su golfo de Baia, sus ostras del lago Fusaro al occidente; Nápoles con el Vesubio, Pompeya, Castella-mare, Sorrento, al oriente, Nápoles tiene, sin embargo, un azote que obscurece y destruye todas esas bellezas.

¿Es el tifus, el cólera, la fiebre amarilla?

Estas no son más que pestes, y yo he dicho un azote.

¡Nápoles tiene la mendicidad!

Y el paraíso terrestre con la mendicidad de Nápoles sería un infierno.

Lo primero que salta a la vista del viajero, cuando pisa el muelle de la Aduana, es la mendicidad.

Mas, no la reconoceréis en seguida: hasta que estáis en la calle de Toledo o en Santa Lucía, ella se encubre y disfraza muy diestramente.

Primero, de aduanero: el aduanero que abre vuestra maleta, os tiende la mano.

En seguida, de soldado: el soldado que simula presentaros las armas, si lleváis un pedazo de cinta en ojal o solamente un paleto nuevo o las botas muy lustrosas, os tiende la mano.

El facchino que se apodera a la fuerza de vuestros paquetes y los lleva a vuestro carruaje, os tiende la mano.

El cochero, en fin, que, a pesar de ser pagado doble ó triplemente por vos, que no conocéis las tarifas y que os dejáis robar, no se contenta con el robo, y os tiende la mano.

A la puerta del hotel, vuestro martirio cesa: aquellos camareros tan elegantemente vestidos, tan bien peinados, tan bien rizados, no os tenderán la mano hasta el momento de la partida.

Heos ya contento, heos ya feliz: habéis puesto, tras una travesía más o menos borrascosa, el pie sobre tierra firme; os parece que la tierra conserva aún algo del movimiento del barco; pero vuestra razón os dice que es imposible, pues si la Tierra tiene un doble movimiento, de rotación y traslación, esto es, su movimiento sobre sí misma y su movimiento alrededor del sol, la experiencia os ha enseñado que esos movimientos son insensibles. Os serenáis, pues, abrís vuestra ventana, os asomáis al balcón y os repetís las palabras sacramentales, tradicionales y seculares: ¡Ver Napóles y morir!

¡Pobre turista, me causas pena!

Perdón, querido viajero, advierto que os tuteo y no os conozco. Pero es preciso perdonarme, porque el amor a mi prójimo es el que me ha arrastrado; es 1a piedad por vuestra inocencia la que me ha hecho cometer esta indiscreción.

Os halláis, pues, en vuestro balcón, mirando el cielo, mirando el mar, mirando el Vesubio, mirando las casas de Castellamare que brillan y se reflejan en el agua, y las de Sorrento que blanquean en medio de los naranjos; Capri os llama desde luego la atención, pensáis en Tiberio, en Hudson Lowe, en el general Lamarque, en la gruta de lapislázuli, cuando de repente, debajo de vosotros, en las profundidades de la calle, oís un murmullo que no' es el del arroyuelo corriendo sobre los guijarros de su pedragoso lecho, ni del viento que agita las hojas de los árboles; es un murmullo que tiene algo de monótono, de gangoso y de plañidero, que no habéis oído en parte alguna. Bajáis los ojos y veis una docena de pobres mostrándoos, quien un muñón de brazo, quien su pedazo de pierna, quien su resto de sombrero.

Ese murmullo es una plegaria en la cual os llaman Excelencia y os piden una limosna, un grano.

Aquella es la primera vez que se os llama Excelencia; el título lisonjea vuestro amor propio, y pensáis que la galantería vale bien dos granos.

Arrojáis una pieza blanca de diez granos, gritando: ¡Per tutti! encantado de hacer ver a toda aquella canalla lo que habéis hecho ver ya al aduanero, al centinela, al fondista, a sus camareros: que sabéis el italiano.

Los diez pobres se precipitan sobre la pieza y se la disputan. En lugar de repartírsela, el más fuerte se la guarda, lo cual hace cambiar el murmullo en tempestad.

Entonces todo el mundo se dirige a Vuestra Excelencia, todos reclaman, todos gritan, todos lloran, todos gimen, todos se lamentan; y ese horrible hormiguero se agita, se revuelve, se enlaza, se agrupa, se aísla con tales contorsiones, que os formáis una idea anticipada de las terribles torturas del Infierno del Evangelio.

Os apiadáis de toda aquella miseria; pero, como al mismo tiempo que os inspira Lástima os conmueve el corazón, les arrojáis un segundo carlin; diciendo, siempre en italiano, tan dulce es para vos hablar la lengua en que resuena el si:

—Vaya, ¡arreglaos!

Y cerráis vuestra ventana encontrando los horizontes de Napoles encantadores, pero el suelo horroroso.

—Vamos a ver los horizontes, os decís.

Llamáis: el criado entra, y pedís un carruaje.

—Al instante, Excelencia, dentro de diez minutos, responde el criado.

Empleáis esos diez minutos en hacer el nudo a vuestra corbata, en arreglaros el cabello y en aseguraros que vuestro anteojo se fija sólidamente en el arco de vuestras cejas.

Vienen a deciros que el carruaje espera, y bajáis.

Pero ya no son seis mendigos los que os aguardan, sino un ejército de pordioseros que os amenaza; la noticia de que en tal hotel hay un forastero que da limosna, se ha esparcido por toda la ciudad con la velocidad del rayo. La corte de los impedidos y mutilados, de los herpéticos y de los leprosos ha acudido; no sois ya Excelencia, es muy poca cosa: sois príncipe, Este nuevo calificativo os saca una nueva pieza blanca del bolsillo.

A partir de este momento, ¡estáis perdido! Habéis practicado una de las virtudes  cristianas, habéis observado las 1 del Evangelio, habéis hecho limosna.

Nápoles sera para vos el décimo circulo del Infierno al que Dante no se atrevió a bajar.


II


Supongamos, querido lector, que estáis desde hace ocho días en Nápoles, y que habiendo visitado todas las curiosidades de la ciudad y sus contornos, os paseáis nada más que por gusto, para soñar con los ojos abiertos, para haceros mecer en vuestro carruaje, para ensimismaros en vuestros pensamientos, para filosofar con vos mismo o con Dios.

Y es probable que al salir del hotel, atravesando ese ejército de mendigos, que no habrá hecho más que aumentar de día en día y que ahora murmura cuando no se le da bastante, amenaza cuando no se le da nada, es probable, digo, que gritéis a vuestro cochero con toda la fuerza de vuestrojs pulmones:

— ¡Adelante! ¡adelante!

Habéis renunciado ya al italiano; habéis proclamado muy alto vuestra ignorancia de la lengua, y a cuantas palabras mendicantes os han dirigido, habéis contestado aún con acento feroz: ¡Non capisco! Esta es vuestra segunda manera.

En Napoles, el extranjero tiene tres maneras ó estilos, como Rafael.

Primero da a los aduaneros, a los centinelas, a los faquines, a los cocheros de punto, a los mendigos. Primera manera.

En seguida, contesta a todas las voces que le imploran, a toda mano que se tiende hacia él, a todo sombrero que le persigue y a toda alcancía que suena: ¡Non capisco! Segunda manera.

Por último, jura, vota, truena, suelta todos los improperios que sabe, y acaba por empuñar el látigo del cochero y pega. Tercera manera.

¡Vos, mi querido turista!—Permitidme llamaros mi querido: nos conocemos desde hace diez días; en Napoles, al cabo de diez días, no se invita a comer, no se invita jamás a comer, pero en Nápoles se tutea.— Vos, mi querido turista, digo, no estáis más que en vuestra segunda manera. Os contentáis, por tanto, con decir en francés a vuestro cochero: "¡En avant! ¡en avant!"

El coche parte al galope; después, poco a poco, refrena su vuelo. Al llegar a la entrada de Chiaïa, bajo pretexto de guardar la fila, aunque no haya un carruaje, vais a paso de tortuga.

Una vez habéis pasado más allá del hotel de la Vittoria, en el momento en que vuestros caballos han llegado a la mitad del derrotero de su carrera y enfilan su nariz hacia la gruta de Pouzzoles, vuestro carruaje se ve envuelto de repente por una inexplicable maniobra estratégica, no de floristas, como en Florencia—lo que tendría su lado agradable, por cuanto algunas de esas bonitas vendedoras les disputan la frescura a sus ramos,—sino de sucios y asquerosos floristos, que se agarran a vuestro carruaje, montan sobre el escabel, se encaraman en el asiento trasero y os ponen sus ramos sobre la garganta.

Esos ramos, los habéis comprado durante cuatro días.

El primer día, los habéis pagado a una piastra.

El segundo día, a un ducado.

El tercer día, a cinco carlines.

El cuarto día, a diez granos.

Después, viendo que las flores estaban tan baratas en Napoles, lo cual dependía de que las camelias tenían tallos de alambre y las violetas no olían nada, os habéis cansado de flores; luego, viendo que las flores os perseguían, habéis huido de ellas; más tarde, viendo que las flores corrían más ligeras que vos, os habéis puesto a execrar de las flores, habéis abominado, blasfemado y excomulgado a las flores.

Cierto que nada hay más encantador que una bonita y odorosa flor cuando no es un asqueroso y sucio floristo el que os obliga a tomarla, sino una dulce y blanca mano la que os la ofrece, sobre todo cuando guarda, mezclada con su aroma, el del aliento que la ha cogido, y cuando os lleva un beso oculto en sus discretos y suaves pétalos.

Pues bien, aun os aguarda un nuevo desencanto: al cabo de cuatro días de estancia en Napoles, habéis aborrecido las flores. ¿Por qué eso? Porque es la horrorosa mendicidad la que os las ofrece.

¡Oh! ¡estad tranquilos! Que una hada os transporte a una de las praderas de la Turena, a una de las vegas de la Normandía, a un vallado de la Vendée, y veréis con qué infantil alegría hacéis un ramo de margaritas, de capullos dorados y de vincapervinca.

Escapáis de los floristos y continuáis vuestro camino; pasáis por Margallina en medio de un enjambre de mendigos; pero cerráis los ojos para no verlos, y felizmente les es imposible seguiros, pues vuestro carruaje va deprisa rodando sobre la llanura, sin contar con que aquel es el barrio de los lisiados.

Pero, en la villa Barbaia, el camino es cuesta arriba, y vuestro cochero pone los caballos al paso.

Todo son pretextos, para el cochero napolitano, para poner sus caballos al paso: el camino es cuesta arriba, el camino es cuesta abajo, el camino esta enarenado, el camino tuerce. Siempre es culpa del camino, jamás de los caballos.

Al instante sale de las excavaciones de la montaña un pueblo de trogloditas.

Son niños de tres a doce años de edad.

Los más jóvenes, de tres a cinco años, fingen llorar.

Los otros, de cinco a siete años, os gritan que no han comido desde la víspera.

Los de siete a nueve años, tocan las castañuelas con la barba.

Los mayores, en fin, hacen la rueda.

Los que no tienen talento musical, ni talento gimnástico, gritan, los unos: "¡Viva Garibaldi!" y los otros: "¡Viva Cialdini!" a fin de que todas las conciencias queden satisfechas y todas las opiniones estén representadas.

Al verlos y oirlos os entran unas ganas terribles de bajar de vuestro coche y aporrear, al menos, a uno de aquellos atrevidos galopines. Y no es la filantropía la que os retiene en vuestro asiento, es el temor al castigo: si la pena de muerte estuviera abolida, arriesgaríais las galeras.

Por fin, pasáis.

Todo va bien hasta lo alto de la cuesta; al comenzar la bajada, en una vuelta del camino, aparece una casa oculta y como emboscada, con la puerta abierta.

Es un relevo servido por graciosas muchachas.

—Estas, al menos, pensáis, no pueden hacer la rueda: os llaman Alteza, y a la dama que os acompaña, si es que lleváis una dama en vuestra compañía, la llaman hermosa princesa.

La cosa va en descenso, y, menos molesto ya, gritáis al cochero:

— ¡Al galope !

Dejáis tras de vos a toda aquella bandada de haraposos que os ha descompuesto una de las mejores vistas de Napoles: la del golfo de Pouzzoles, desde Nisida hasta el cabo Misena, visto de lo alto del Posilipo.

Vuestro cochero refrena la carrera de sus caballos. ¡Desconfiad!

Una excavación se abre a vuestra izquierda, y una especie de ermitaño aparece. Este buen ermitaño tiene muy mala reputación: cuando la noche ha cerrado y el camino esta solitario, gusta, según se dice, de ir a ver la hora que es en el reloj de los viajeros, y de asegurarse de la cantidad que llevan en sus bolsillos.

Viene simplemente a atravesarse en el camino.

Los tres primeros días le hacéis una limosna; pero, merced a los malos informes que de él habéis recibido, os apresuráis a decir al cochero:

¡Hostigad a los caballos!

El cochero obedece a regañadientes. Los cocheros napolitanos sienten gran compasión por sus compatriotas mendigos, en razón a que es a los viajeros y no a ellos a quienes piden limosna.

El buen ermitaño, que no quiere ser aplastado, se aparta a un lado gruñendo. Si tenéis que volver a pasar por delante de su ermita a noche cerrada, tened cuidado de proveeros de un buen revólver.

Cien pasos más allá, os detenéis a la vista de una tabla pintada de blanco, con caracteres franceses. Estos dos caracteres franceses presentan dos líneas, de las que he aquí el texto:

GROTTE DE SÉJAN
CONDUISANT A L ÉCUEIL DE VIRGILE

Esto es un asunto que ha de ventilarse entre las autoridades y nosotros.

¿Cómo, en Napoles, la ciudad de los sabios, no son los sabios bastante .sabidos para saber que esa gruta es sencillamente la que ha hecho abrir Lúculo para ir de un lado a otro de la montaña, de su villa de Posilipo a la isla de Nisida, y que Seján, el ministro de Tiberio y su yerno de la mano izquierda, no ha tenido jamás nada que ver con ese túnel horadado por la mano magnífica del vencedor de Mitrídates?

Dice la primera línea: Grotte de Séjan.

CONDUISANT A L’ÉCUEIL, DE VIRGILE

El calígrafo que ha grabado la plancha con esas magníficas mayúsculas, ha traducido scuola por écueil, libremente; pero una vez más apelo a la autoridad: se os promete l'écueil de Virgile, y creéis que vais a ver una roca donde naufragó el autor de la Eneida, ya al regreso de su viaje a Brindisi, bien al regresar de su viaje a Atenas, y se os enseña uno de esos bancos circulares a los que los antiguos daban el nombre de escuelas, porque tres ó cuatro parlanchines, que se hacían llamar filósofos, eran escuchados allí por una docena de necios a los que llamaban sus discípulos.

En una ciudad erudita como Napoles, semejantes enormidades no debieran ser toleradas. Esto es bueno para Francia, donde la ignorancia es de notoriedad pública; en Napoles, Los franceses son todos unos ignorantes.

De Lúculo, que hizo horadar la bóveda, o de su casa, ni una palabra.

Si habláis de la casa de Lúculo a los dos cicerones que os enseñan la gruta de Seján, es probable que os contesten lo que me contestó un francfortés, a quien rogué que me enseñara la casa de Goethe:

—Señor, yo no la conozco: es probable que sea una casa que no exista ya, o que haya hecho quiebra.
Esta es una nueva faz de la mendicidad de Nápoles: sólo que ésta es aún mucho más grave, atendido a que goza de la protección del gobierno, para la mayor beatitud de dos perillanes ignorantes y perezosos.

Pedimos al ministro de Instrucción pública que, a fin de dar una satisfacción a la ciencia, haga cambiar la inscripción de la lápida en cuestión, y, en lugar de estas palabras inscritas sobre la plancha: Grotte de Séjan, conduisant à Vécueil de Virgile, haga poner estas otras: Gruta de Lúcido, que conduce a un banco circular, llamado vulgarmente, aunque sin prueba alguna, escuela de Virgilio.

III


Como quiera que habéis visitado ya la gruta de Lúculo bajo el nombre de gruta de Seján; como habéis visto un banco circular llamado peñasco de Virgilio, que ninguna inscripción, ningún bajo relieve recomiendaa vuestra atención; como aparte de dos anfiteatros, de los que uno es una maravilla de riqueza y de elegancia, excepción de la villa de Lúculo, de la que no se os ha dicho una palabra, y que sin embargo tiene su mérito; como, aparte de todo eso, no habéis visto nada digno de vuestra curiosidad, repasáis la famosa bóveda en cuyos escombros el rey Fernando II ha gastado setenta y cuatro mil ducados, lo que prueba su esclarecido gusto por las artes, y emprendéis de nuevo el camino que, por un instante, habéis abandonado para hacer esta excursión al otro lado del Posilipo.

Aquí es preciso hacer justicia a la tranquilidad del camino: exceptuando a tres o cuatro pilletes, gordos y rechonchos, que os esperan al pie de la bajada y que os acompañan corriendo y gritando: ¡Morto di fame! con el tono más plañidero y lamentoso; dejando a un lado a un ambulante instalado con su mesa en medio del camino, y que quiere a todo trance que bajéis de vuestro coche para comer ostras de Fusara, recorréis, sin ser demasiado molestado, la distancia de dos millas.

Pero, a quinientos pasos de Pouzzoles, tres ó cuatro haraganes se levantan del borde de la cuneta en que están sentados, y se lanzan sobre vuestro carruaje, mostrándoos el uno un pequeño dios egipcio, el otro una moneda antigua, y gritando el tercero:

—¡Templo de Serapis, Excelencia!

El hombre del dios egipcio y el hombre de la moneda antigua os abandonan al cabo de cien ó de ciento cincuenta pasos, según que vuestro carruaje vaya más ó menos ligero. Pero no sucede lo mismo con el servidor del templo de Serapis; como la morada del dios de la salud esta al otro extremo de la villa, mientras no habéis atravesado Pouzzoles y no os encontráis sobre la ruta de Baía, tiene la esperanza de poder convenceros, y, sin desanimarse por nada, se agarra al coche, regula su marcha con la de los caballos, y a todo cuanto podáis decirle para alejarle, responde imperturbable con una voz cada vez más ahogada por efecto del cansancio:

— ¡Templo de Serapis, Excelencia! ¡templo de Serapis!... ¡templo de Se...ra...pis!

Entonces, cansado de oirle, le decís en italiano:

— ¡Ya he visto tu templo de Serapis, ya lo conozco; las he visto ya, tus columnas con sus litófagos, ya las conozco; he bebido ya de tu agua mineral, ya la conozco!

Entonces es él quien, a su vez, no comprende el toscano, y os contesta en napolitano:

— ¡Templo de Serapis!... ¡templo de Serapis!

Al llegar a Pouzzoles, los mendigos de la primera clase reaparecen. Nosotros dividiremos, si queréis, a los mendigos de Napoles en tres clases:

1° Mendigos que piden limosna.
2° Mendigos que quieren a todo trance haceros ver las antigüedades, o venderos por fuerza dioses verdes y medallas enmohecidas.
3° Mendigos que solicitan empleos, condecoraciones y favores.

Me diréis, quizá, que hubiera debido numerar los mendigos napolitanos en sentido inverso.
Pero no estoy conforme: pongo por debajo del mendigo que quiere por fuerza venderos su dios verde ó su moneda enmohecida, al mendigo que quiere venderos su conciencia o su voto; y por debajo del mendigo que pide un grano al transeúnte, sea francés ó inglés, al mendigo que pide indiferentemente una llave de chambelán, una cruz o un ministerio a Francisco II o a Víctor Manuel.

Sostengo, pues, mi numeración.

El cortesano político es, para mí, el último de los mendigos.

Perdón por la digresión, o más bien, por la profesión de fe, y volvamos a los mendigos de primera clase.

Desconfiad de una pequeña capilla, a la izquierda del camino, y en la cual, sobre su fondo de porcelana, se os representa un Cristo en cruz, chorreando sangre por todos lados, teniendo a sus pies un señor con hábito de paño azul, que enseña a los niños tan lamentable espectáculo.

Allí es donde os esperan en tropel los mendigos de la primera clase, pertrechados de una escarcela que hacen sonar.

Penetráis en Pouzzoles con una escolta de príncipe y en medio de un concierto de lamentos modulados en todos los tonos de la gama, desde el fa menor hasta el re mayor:

— ¡Muertos de hambre!

— ¡Tened piedad de un pobre ciego!

— ¡No olvidéis a un desgraciado lisiado!

— ¡Conceded un grano siquiera a una viuda con once hijos!

— ¡Una limosna a un viejo de setenta y cuatro años que ha de mantener a su padre y a su madre!
Y, por encima de todo eso, vuestro cicerone que grita:

— ¡Templo de Serapis! ¡templo de Serapis! ¡templo de Serapis!

Pero lo peor de todo es que, al llegar a la puerta, os la encontráis obstruida por un sinnúmero de carruajes vacíos que esperan allí para atrapar a los viajeros, como las arañas esperan para saltar sobre las moscas. La policía podría obligarles a apartarse a los.dos lados del camino y a dejar paso, pues de este modo todo el mundo se encontraría bien y los cocheros los primeros;, pero ¡bah! no hay ya policía en Pouzzoles desde el día en que Sila, para distraer un poco su agonía, hizo estrangular al síndico, que no quería pagar la contribución.

Atravesada la puerta, creéis que vais a poder poner vuestros caballos al trote. ¡Ah, sí, estáis fresco! Sin que yo pueda explicarme este fenómeno, es lo cierto que en Pouzzoles están siempre desempedrando las calles sin que nunca las empedren. Así comprenderéis muy bien que, de grado ó por fuerza, es preciso bajar. Meteos las manos en los bolsillos, guardad vuestro pañuelo si lo usáis, vuestra petaca si fumáis, el portamonedas si. tiene dinero dentro. Un señor muy respetable me ha afirmado que le habían robado los anteojos que llevaba sobre su nariz. Como era miope, no pudo designar al ladrón, y éste se quedó .con sus lentes. 

Os encontráis, entonces, en medio de una baraúnda de mendigos, de desempedradores, de capeadores, de borricos, de mulos, de carruajes, de vendedores de huevos ó de zanahorias, de cicerones clandestinos que quieren haceros ver, el uno el anfiteatro, el otro la catedral; de cocheros que os gritan: "¡Baïa! ¡Cumes! ¡lago Fusaro!", y por encima de todas las voces, seguís oyendo siempre la voz de vuestro primer cicerone que continúa aullando:

— ¡Templo de Serapis! ¡templo de Serapis! ¡templo de Se...ra...pis!

Cuatro hombres toman en peso vuestro carruaje, lo sostienen, lo empujan, lo levantan; no son bastantes; otros dos llegan y se suman a los cuatro: ya son seis; se pierde media hora, pero, al fin, se llega a una calle empedrada.

Esta cerrada por una barricada.

¿Por qué una barricada estando en tiempo de paz?

Porque cinco ó seis haraganes, que han levantado la barricada a fin de qué no paséis, la deshagan para que podáis pasar.

Los hombres que llevan, que empujan y que sostienen en peso vuestro carruaje, y los haraganes que hacen y deshacen la barricada, son dos variedades de la gran corporación de los mendigos. Meted la mano en el bolsillo; si no habéis dado nada a los que nada han hecho por vos, forzoso es que deis una remuneración a los que os han prestado su servicio.

Volvéis a subir a vuestro carruaje, sudoroso; tenéis treinta mendigos en torno vuestro.

Los caballos, llenos de humanidad, rehúsan andar, pues no podrían dar un paso sin aplastar a un hombre, a una mujer o a un niño.

Entonces es cuando, exasperado, frenético, jadeante, furioso, desesperado, arrancáis el látigo de manos del cochero, y golpeáis sobre toda aquella canalla.

Tercera manera.

Los caballos emprenden el trote; os creéis desembarazado de vuestra gentuza, respiráis y os arriesgáis a lanzar una exclamación de bienestar:

— ¡Ah!

De pronto oís gritar detrás de vos, en vuestros propios oídos:

— ¡Templo de Serapis! ¡templo de Serapis! ¡templo de Se...ra...pis!

Es vuestro primitivo cicerone, que se ha mantenido firme sobre el pescante de vuestro coche, y que, desde allí, os insulta impunemente.

No lograréis desembarazaros de él hasta el lago Lucrín.

IV


Habréis oído decir, sin duda, ¿no es así? que los perros de Constantinopla eran apriscados por barrios; que cada perro, miembro independiente de su república mientras vivía en un barrio, era inmediatamente despedazado por los perros de las repúblicas vecinas, si se arriesgaba a salir de su territorio.

Lo mismo sucede con los cicerones.

El cicerone del templo de Serapis os abandona en el lago Lucrín, porque entra en el territorio de los cicerones de las termas de Nerón, de la piscina admirable y de las ruinas de Baïa.

Le veis entonces volver a pie, muy pesaroso, a Pouzzoles, donde va a buscar un viajero más cándido que vos.

Es vuestra venganza.

Pero es en vano que os hayáis lisonjeado de llegar al fin de vuestro paseo, es decir, a aquel viejo castillo de Baia que cierra el paso del golfo: a la pequeña caleta de Bauli.

El castillo esta allí, como Derbent-Portes-de-Fer, cerrando el paso de la Rusia a la Persia.

Pero no son las murallas de piedra las que son difíciles de forzar en Nápoles. «Toda ciudad donde puede entrar un mulo cargado de oro, no es inexpugnable^, decía Filipo, padre de Alejandro. Forzaréis las puertas de Baïa a menos precio. Sacad una media piastra de vuestro bolsillo, y las puertas os serán abiertas al instante.

No; las murallas difíciles de derribar en Nápoles, son las murallas humanas, los muros vivientes.

Al extremo del lago Lucrín os encontráis un triple cercado.

Primer cercado: cicerones que os enseñan las termas de Nerón.

Segundo cercado: cicerones que os enseñan la admirable piscina.

Tercer cercado: cicerones que os enseñan los templos de Venus Genitrix, de Mercurio y de Diana Lucifer, que son, no templos, sino baños.

Allí, de grado o por fuerza, aunque lo hayáis visto ya diez veces, se os obligara a subir sobre las espaldas del hombre, y a cabalgar con él en el subterráneo: se os obligara a arriesgaros a sufrir una apoplejía, penetrando en las termas de Nerón, y esperando el huevo que un guía asmático lleva a hacer cocer en el agua hirviendo; se os obligara a escuchar la absurda descripción de la piscina admirable, que no es otra cosa que el espléndido reservado que proveía de agua dulce la gruta de Misena. De allí se os conducirá a los templos de Venus Genitrix, de Mercurio y de Diana Lucifer, que, como ya he dicho, no son otra cosa que los restos de aquellos baños enervantes que hacían temer a Propercio la estancia en Baïa para su querida Cintia.

Ahora bien, lo repito, éste es a la vez asunto de edilidad y de instrucción pública. Y es vergonzoso para la una y la otra, que los extranjeros se vayan de Baïa inducidos en el más craso error por los cicerones autorizados. 

No podré evitar que pasen las cosas de otro modo, yo, autor del Corricolo, como me llamaba el sabio M. Niccolini.

Como el puerto de Baía esta casi en la punta extrema, adonde pueden conduciros vuestros caballos de alquiler, os detenéis allí para contemplar un instante el hermoso golfo que movió a Horacio a decir:

Nullus in orbe sinus Baiis prælucet amænis.

Y, al volver a subir a vuestro coche, emprendéis el regreso, no sin preguntar antes si hay un medio de evitar a Pouzzoles.

Pouzzoles es inevitable.

Volvéis a pasar por Pouzzoles; volvéis a encontrar, no a vuestros cicerones, que están en la carretera de Nápoles, pero sí a vuestros pobres, vuestra barricada, vuestros portadores de carruaje. Sólo que, como al llegar a las puertas de la villa el camino va descendiendo, reclamáis un trote largo: el cochero fustiga a sus caballos suspirando, y llegáis de un solo tirón al establecimiento del desbullador de ostras.

Allí el camino bifurca, y como por nada del mundo queréis exponeros de nuevo al martirio que habéis sufrido antes, gritáis con voz imperativa:

— ¡Por la gruta de Pouzzoles!

El cochero guía a la izquierda, y llegáis a la gruta de Pouzzoles.

La gruta es como los pórticos del Louvre: no se la puede atravesar más que al paso.

Al salir, dos mendigos saltan al cuello de vuestros caballos. El uno sacude una escarcela, y pide:

— ¡Por la Madona!

La Virgen — ¡infamado sea quien piense mal!—esta alojada en el antiguo templo de Príapo, de donde salen las dos harpías inmortalizadas por Petronio.

El otro esta allí para enseñaros de grado ó por fuerza la tumba de Virgilio, que no sera quizás tal tumba de Virgilio, como el écueil de Virgilio no es tampoco la escuela de Virgilio.

Hacéis limosna a la Virgen, y subís por la cuarta ó quinta vez a visitar la tumba de Virgilio. a decir verdad, Virgilio fue demasiado gran poeta para que no le mueva a uno a renovar más de una vez la peregrinación que se hace a sus cenizas.

Volvéis a pasar a través de vuestros floristos, pasáis de nuevo por entre vuestros mendigos, y entráis, por fin, en vuestro hotel, destrozado, molido, anonadado, paralizado, baldado, muerto, asesinado.

—¿Asesinado por quién? os preguntaréis.

Por la mendicidad.

Entonces ya no hay para vos ni mar límpida, ni atmósfera transparente, ni cielo azulado; ya no hay para vos ni Vesubio, ni Pompeya, ni Castellamare, ni Capri, ni Sorrento; ya no hay para vos ni Chiaïa, ni Posilipo, ni Margallina, ni golfo de Pouzzoles, ni bahía de Baïa; no hay para vos más que una sombra, un espectro, un fantasma, una larva, una furia, una bruja, una harpía: ¡la mendicidad!

Y, entonces, os decís:

— ¡Sí, me iré; sí, partiré; sí, huiré! Prefiero los hielos de la Siberia, prefiero las arenas del Sahara, prefiero el mistral, prefiero el sirocco, prefiero el kamsin, prefiero el viento de la montaña que puso fuego a Gastibelza, prefiero el viento de Madrid que no apaga un candil y mata un hombre; sí, prefiero, en fin, todo eso, a Napoles con su golfo, su cielo, su atmósfera, su Vesubio y su mendicidad.

FIN

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