Un viaje a la Luna cuento completo

Viaje a la luna Cuento de Alejandro Dumas

Muchas veces he hablado en mis Memorias y en otras partes, de un guardabosque de mi padre, con el cual hice mis primeros ensayos en materia de armas.

El tal guardabosque se llamaba Moquet.

Era un excelente hombre, excesivamente crédulo. No había medio de discutir con él respecto a las leyendas del bosque de ViIlers-Cotterets. El había visto la dama blanca de la torre del Monte, había llevado a sus espaldas el carnero fantástico del Terrero de las Cabras, y sabido es, que a él debo la historia de Thibault el conductor de lobos, que recientemente he ofrecido a mis lectores.

En los últimos tiempos en que mi padre, ya gravemente enfermo del mal de que murió, fué a habitar el pequeño castillo de Fossés, Moquet se vio acometido de una alucinación singular.

Figurábase que una vieja de Haramont, pueblecillo distante de Fossés una media legua, le había pesadillado.

Yo no sé si el verbo pesadillar existe en el diccionario de Boiste, de la Academia o de Napoleon Landais, pero exista o no, Moquet le había creado.

Y por esta vez tenia razón; puesto que hay el sustantivo pesadilla, ¿porqué no había de existir el verbo pesadillar?

Moquet estaba pues pesadillado por una vieja llamada la tia Durand.

Según él, apenas se dormía, cuando la vieja venia a sentarse sobre su pecho, aumentando poco a poco el peso hasta que casi le ahogaba.

Entonces empezaba para él, con toda la fuerza y todas las emociones de la realidad, una serie de acontecimientos, que se encadenaban los unos a los otros con cierta lógica que destruía las fuerzas morales de Moquet; hasta tal punto estaba convencido cuando se despertaba de que lo que acababa de soñar era la pura verdad.

Su convicción en este punto era tal, que más de una vez vi estremecidos a sus oyentes, y yo mismo no dudaba por mi parte de ningún modo, qué Moquet viniera efectivamente del país de donde decía venir.

Después de estos sueños, Moquet se despertaba comunmente falto de respiración, pálido, destrozado; daba pena ver al pobre diablo emplear todos los medios que se conocen para no dormir, hasta tal punto tenia miedo al sueño, suplicando a los vecinos que vinieran a jugar con él a la baraja, diciendo a su mujer que le pinchara de veras así que cerrara los ojos, y bebiendo café para castigar la sangre, como podría beber agua fresca.

Pero nada conseguía: los vecinos de Moquet que, tenían que levantarse al ser de día, no alargaban la partida de juego mas allá de las once de la noche; su mujer, después de haberle pinchado hasta la una de la mañana, acababa por dormirse. En fin, el café, que al principio había surtido un efecto satisfactorio, dejó poco a poco de producirle, y se redujo para el desgraciado Moquet, a la categoría de las bebidas comunes.

Moquet luchaba entonces cuanto podía, andaba, cantaba, limpiaba su escopeta, pero poco a poco las piernas se negaban a sostenerle, la voz se extinguía entre sus labios, y la llave de su arma se le caía de entre las manos.

Todo esto no se verificaba, sin que Moquet, con la previsión de lo que iba a pasar, lanzase quejas amargas; pero estas quejas degeneraban en una especie de ronquido, que era la primera señal de que empezaba la pesadilla y de que la bruja que esperaba cabalgar acompañada de su escoba sobre el pobre guardabosque, se hallaba en su puesto.

Entonces era cuando el dormilón perdía toda idea de tiempo, de espacio y de duración, según que el sueño había sido mas o menos largo. Sostenía que había dormido doce horas, ocho días, un mes, y los objetos que había visto, las localidades que había recorrido, los actos que había llevado a cabo en medio de su alucinación, quedaban de tal modo presentes en su memoria, que nada se le podía decir, ninguna prueba se podía tratar de darle, con la esperanza de quebrantar esa convicción de que ya he hablado.

Un día llegó tan alterado, tan pálido, tan conmovido al cuarto de mi padre, que este no dudó que algo debía haberle sucedido, no en realidad: la realidad había llegado a ser cosa casi indiferente para Moquet, sino en sueño, algo verdaderamente formidable.

En efecto, preguntado Moquet, contestó que acababa de caer de la luna.

Mi padre pareció poner la cosa en duda. Moquet la sostuvo, y como sus afirmaciones no parecían hacer grande impresión en el ánimo de mi padre, Moquet le contó su sueño todo entero.

Yo estaba en un rincón, lo oí todo, y como siempre he sido muy amigo de lo maravilloso, no perdí una palabra de la relación fantástica que se va a leer, y que es rival de los cuentos poéticos de Hoffman.

—Bien recordáis, mi general, dijo, que hará cosa de siete ú ocho días, me mandasteis llevar una carta a Vigni, al general Charpentier.

Mi padre interrumpió a Moquet.

—Te equivocas, fue ayer.

—General, yo sé lo que me digo, continuó Moquet.

—Y yo también, ¡vive Dios! repuso mi padre, y la prueba es que ayer fue domingo y hoy estamos en lunes.

—Ayer fué domingo y hoy lunes, insistió Moquet; solamente que no fue ayer, sino ayer hizo ocho dias cuando me enviasteis a Vigni.

Mi padre sabia que en semejantes circunstancias era inútil discutir con Moquet.

—Sea, dijo; supongamos que hace ocho días.

—No hay nada que suponer, mi general, he gastado ocho días en el viaje que acabo de hacer, y veréis cómo no son muchos y que he tenido el tiempo justo.

—En efecto, Moquet, si has estado en la luna.

—He estado, mi general, tan cierto como que no hay mas que un Dios en el cielo.

—Pues bien, cuéntanosla, Moquet; debe ser un viaje muy interesante.

—¡Ah! ya lo creo, vos juzgareis. Es preciso que sepáis, mi general, que la casualidad hizo que el tío Berthelin se casase en segundas nupcias ayer hizo ocho días, y encontrándome justamente en el momento que salia de la iglesia, me dijo:

—¡Bueno! no te hubiera molestado por tan poco! pero puesto que estás aquí, comerás con nosotros.

—No deseaba otra cosa, respondí; el general me ha dado suelta hasta mañana, y con tal que esté de vuelta para las nueve, puedo disponer de todo el tiempo restante.

—¡Bien! ¿sabes el camino, no es verdad?

—Ya creo.— Te se despedirá a media noche, y antes del día estarás en Fossés. 

—Entonces, le dije, todo va a pedir de boca; y tomé el brazo de Berchu la gorda, que no tenia acompañante, y formé parte de la boda.

Tellier de Corcy había dispuesto la comida; el general Charpentier había enviado cincuenta botellas de vino lacrado; Tellier por su parte había llevado otras cincuenta; éramos veinticinco convidados, entre ellos siete mujeres; calculando una botella de vino por cada una, quedaban cosa de ocho o nueve botellas por hombre; era más que suficiente. Yo le dije a Berthelin: créeme, cincuenta botellas para cincuenta bastan; pero me respondió categóricamente.

—¡Bueno! el vino está preparado, es preciso beberle.

—Y el vino se bebió.

Ya comprendéis, mi general, que cuando un hombre tiene ocho botellas en el vientre no marcha muy derecho, ni ve muy claro; así es, que yo no sé cómo pasó la cosa, pero el hecho es, que me encontré de pronto con que tenia que atravesar el rio Oureg.

Yo sabia un sitio, donde había no un puente, sino un tronco de árbol atravesado de una orilla a la otra; pasé por la barga hasta entrar en él, comencé a andar por encima, pero al llegar a la mitad, de pronto me faltó un pié, y patatrá! cátate a Moquet en el agua.

Por fortuna, yo nado como un abadejo, corté el agua hacia la orilla, pero sea que el rio me rechazase como una cosa flexible, sea que la corriente fuese muy fuerte, sea que la orilla se alejase a medida que yo me aproximaba, nadé y nadé sin poder poner los pies en ella.

Al amanecer entré en un rio mas ancho. Era el Marne, y continué nadando.

Cuanto mas avanzaba la mañana, mas gente había en las orillas y todo el mundo me miraba pasar, diciendo:

—He ahí un nadador intrépido, ¿dónde irá?

Otros respondían:

—Probablemente al Havre, a Inglaterra o a América.

Y yo les gritaba:

—No, amigos míos, no voy tan lejos, voy al castillo de Fossés a llevar a mi general la contestación del Conde de Charpentier en nombre del cielo, enviadme una barca, nada tengo que hacer en América, ni en Inglaterra, ni aun en el Havre.

—No, tú nadas demasiado bien; nada, nada, Moquet, nada.Yo me preguntaba cómo aquellas gentes, que no había visto nunca, sabían mi nombre. Pero como no podía resolver esta cuestión , y por mas esfuerzos que hacia para acercarme a la orilla no ganaba una pulgada, continué nadando.

A cosa de las cuatro de la tarde, entré en otro río mas ancho, y como vi una pequeña barraca y el puente de Charenton, presumí que estaba en el Sena.

No tuve duda de ello cuando a las cinco, próximamente, distinguí a Bercy.

Iba atravesar a París.

Estaba muy contento, porque me decía: solo el diablo puede impedir que no me encuentre en toda la extensión de la ciudad un barco a que agarrarme, un alma caritativa que me arroje una cuerda, o un perro de Terranova que me pesque.

¡Pues bien! mi general, no me encontré nada de todo esto; los muelles y los puentes estaban cubiertos de gente, que parecía había venido allí para verme pasar; yo gritaba a todos aquellos hombres y a todas aquellas mujeres y a todos aquellos chicos:

—Amigos míos, bien veis que si no venís en mi ayuda acabaré por ahogarme; socorro! socorro! Pero hombres, mujeres y niños se echaron a reír, gritándome:

—¡Ah! sí, ahogarte tú, no hay cuidado. Nada, Moquet, nada, oía a otros que decían:
—Si vá siempre a ese paso, mañana por la tarde estará en él Havre, pasado mañana en Inglaterra, y dentro de dos meses en América.

Yo me esforzaba además en gritarles:

—No es eso solo; llevo una respuesta para el general que la está esperando, detenedme detenerme

Ellos respondían:
—Detenerte, Moquet! ¿Con qué derecho? tú no eres un ladrón; nada, Moquet, nada en efecto, sin poder detenerme ni en los pilares de los puentes, ni en las barcas de las lavanderas, continuaba nadando, pasando sucesivamente revista: a la derecha a la plaza del Hotel de Ville, a la izquierda a la Consergería, a la derecha al Louvre, a la izquierda o la Academia, después al jardín de las Tullerías, después los Campos Elíseos, hasta que en fin, dejé París tras de mí.

Vino la noche, nadé toda ella; por la mañana me encontraba en Rouen.

Cuanto mas avanzaba, mas se ensanchaba el rio, y mas por consiguiente se alejaban de mí las orillas; yo me decía:

—Y llaman esto Sena inferior; adelantados estén de noticias.

En Rouen excité la misma curiosidad que en Charenton y en París; pero, como en París y en Charenton, me invitaban a continuar nadando, calculando como los otros el tiempo que necesitaría, si marchaba siempre de aquel modo, para llegar al Havre , a Inglaterra o a América.

A las tres de la tarde, vi una inmensa extensión de agua delante de mí, con una gran ciudad a la derecha colocada en anfiteatro y una pequeña población a la izquierda.

Presumí que esta era Honfieur, aquella el Havre, y la inmensa extensión de agua, el mar.

Me hallaba muy lejos de las orillas, para excitar la curiosidad de los habitantes; no encontré mas que algunos pescadores en sus barcas, que interrumpían su trabajo para verme pasar; diciendo:

—Diablo de Moquet, ved cómo nada; es mejor que un pato.

Y yo les contestaba rechinando los dientes:

—Andad, canalla.

Pero mientras tanto, yo era el que andaba y bien de prisa, os lo aseguro: así es que no tardé en conocer en el movimiento de las olas, que me hallaba en alta mar.

Vino la noche.

Pudiera haberme dirigido a la derecha o a la izquierda, pero como nada me inclinaba con preferencia a la izquierda o a la derecha, continúe nadando en línea recta.Al amanecer noté delante de mí algo, como una sombra. Hice un esfuerzo para incorporarme en el agua y ver por cima de las olas. Al fin lo logré, y me pareció que era una isla.

Redoblé los esfuerzos, y como la claridad era mayor cada momento, vi que no me había equivocado.
Una hora después ponía el pié en tierra.

Ya era tiempo; empezaba a fatigarme.

Al llegar a la isla, mi primer cuidado fue buscar alguno a quien preguntar dónde estaba. Ya comprenderéis, mi general, que hacía ánimo de aprovechar la primera ocasión que se presentara para volver a Francia. Yo me decía: mi mujer va a estar intranquila y el general furioso, con tanta mas razón, cuanto que aunque les cuente lo que me ha sucedido no me van a creer.

—Y notad bien, que no estaba entonces mas que al principio de mis aventuras.

La isla me pareció desierta.

Por fortuna, había comido tan bien en la boda, que absolutamente no tenia hambre; lo único que sentía era sed, pero esto no me daba cuidado; yo siempre tengo sed.

Encontré una fuente y bebí.

Después creí que debía visitar la isla, porque en fin, si estaba destinado como Robinson, a vivir en una isla, mas valía conocerla cuanto antes.

La isla era perfectamente llana, sin una sola colina. Avanzaba a través de un pantano diez veces mayor que el de Waive. A medida que andaba, me metía mas en el cieno y advertía que la tierra temblaba alrededor de mí. Traté de ir a la izquierda, traté de volver atrás, por todas partes cedía la tierra amenazando tragarme. Me decidí pues a ir vía recta hasta llegar a una gran piedra que veía cincuenta pasos delante de mí.

Lo logré, y ya era tiempo por vida mía: sentía la tierra hundirse, como el dia que cerca de Poudron me vi obligado a meter la escopeta entre las piernas; solo que ahora no tenia escopeta, de modo que me faltaba este último recurso.

Me subí en la roca y me senté en la punta de ella.Pero apenas me había instalado allí, cuando me pareció que mi peso, añadido al de la roca, la hacia entrar poco o poco en el pantano. Me incliné y ya no tuve duda, la roca se hundía una pulgada próximamente por minuto, y podía calcular a seis piés por hora, que dentro de ciento veinte minutos, me había tragado la tierra, si no se presentaba algún medio de salvación.

Una o dos veces traté de bajarme y de ganar un punto mas sólido, pero sin duda la tierra se ablandaba cada vez mas: la primera vez me metí hasta las rodillas, la segunda hasta los muslos, de modo que no tuve tiempo mas que para agarrarme a mi roca y encaramarme en ella.

Pero mi roca continuaba también hundiéndose.

Comprendí que era negocio concluido para mí, y traté de recordar una de las oraciones que mi madre me habia enseñado cuando era pequeño.

Estaba sentado, y dejé caer la cabeza entre las rodillas, cerrando los ojos.

Pero no tenia necesidad de ver para apreciar mi situación; sentía que la roca continuaba hundiéndose con un movimiento casi insensible; cuando de repente una gran sombra oscureció mis ojos, aun a través de los párpados, y me pareció que algo pasaba entre el sol y yo.

Abrí vivamente los ojos: lo que pasaba entre el sol y yo, era una soberbia águila, que tenia mas de diez piés de cruzámen. Durante algún tiempo, dio vueltas alrededor de mi cabeza: creí que tenia malas intenciones, y busqué un arma cualquiera para defenderme; cuando en lugar de echarse sobre mí, se posó delante, plegó sus alas, alisó sus plumas, y mirándome con un aire chocarrero, me dijo:

—¿Eres tú, Moquet?

Confieso que me admiré extraordinariamente, cuando oí a un águila dirigirme la palabra y llamarme por mi nombre: pero son tan extraordinarias las cosas que me suceden desde hace algún tiempo, que mis admiraciones tienen poca duración.

—Sí señor, le respondí cortesmente, yo soy.

—¿Cómo estás?

—Por el momento, bastante bien. ¿Y vos?

—Yo, ya lo ves, perfectamente.

Después de un momento de silencio me dijo: me pareces algo intranquilo; ¿qué tienes?

—Francamente, señor, le respondí, no hay para qué disimularos mi deseo de volver a casa del general, al cual tengo que dar una contestación de parte del conde de Charpertier, mas bien que de estar aquí.

—Es decir, mi querido Moquet, que buscas un medio de trasporte y no le encuentras.

—Lo habéis acertado, señor, respondí yo.
Y me puse a contarle como vos me habías enviado a Vigni; como yo había encontrado a Berthelin, como él me había invitado a su boda, como me había achispado, como había caído en el Oureg, de allí había pasado al Mame, del Marne al Sena, del Sena al mar, como en fin había llegado a la isla en que tenia el honor de encontrarle, precisamente en el momento en que mi posición se hacia algo crítica, y me inspiraba graves temores.

—En efecto; dijo el águila echando una mirada sobre mi roca que se hundía cada vez mas, no hay probabilidades de que salgas bien de este negocio, mi pobre Moquet.

—¿Lo creéis así? le pregunté.

—¡Ah! me dijo, tú eres el décimo o duodécimo que veo morir de esa manera. 

Dejé escapar un suspiro.

—Bien, dijo, no te desesperes; tienes la probabilidad de sucumbir de un género de muerte de las mas rápidas y menos dolorosas, mientras que si sigues viviendo, estás expuesto a una infinidad de enfermedades mas dolorosas unas que obús, a los reumatismos, a la gota, a las neuralgias, a la tisis, a la parálisis.

Yo le interrumpí:

—Salvo vuestro respeto, señor, le dije, vos que sois tan sabio, ¿no conoceríais un medio para sacarme de esta isla? por-que por muy seductora que sea la muerte que me prometéis,. mejor quisiera vivir aunque fuera cien años corriendo todos los malos lances de la vida, que morir dentro de una hora por muy agradable que sea la muerte.

—Mucho miedo tienes a morir.

—No es por mí, es por mi familia: además que tengo que llevar al general una contestación de parte del conde de Charpentier.

—¡Pues bien! voy a ser bondadoso contigo, aunque sea muy reprensible eso de achisparse como tú lo has hecho, sobre todo en el santo dia del domingo. Monta en mi espalda.

—Cómo, exclamé yo, que monte en vuestra espalda!

—Sí, y sostente bien sin miedo de caerte.

—¡Queréis burlaros!

—Á fé de águila, dijo el pájaro, poniendo la pata derecha sobre su pecho, hablo seriamente. Por lo tanto acepta mi ofrecimiento o prepárate a morir ahogado en el cieno como un sapo: y en prueba de ello, mira cómo se hunde tu pedestal; no pasará un cuarto de hora, sin que dé la vuelta con su estátua.
En efecto, no quedaba fuera del cieno mas que la parte de la roca en que descansaban mis piés, y ya empezaba a mojarse la suela de mis zapatos.

Miré en tomo mió y comprendí que no me quedaba mas medio de salvación que aceptar la proposición del águila; por consecuencia me decidí.

—Os agradezco el servicio que me ofrecéis, señor, le dije, y le acepto de muy buena gana, pero temo ser un poco pesado.

—Bah! dijo el águila, no te dé cuidado, soy fuerte.

Se acercó a mí, levantó sus alas de modo que pudiera montarme sobre su espalda sin estorbar los movimientos, la así por el cuello y se elevó rápidamente en el aire.

Por de pronto la agarré demasiado fuerte, porque temía caerme, pero un movimiento que hizo me dio a entender que estorbaba su respiración, y abrí un poco la mano.

—Ahora esta bien, dijo; vamos a ir como queramos.

—Perdonad, observé con la mayor cortesía que pude, teniendo en cuenta que me hallaba enteramente a su disposición; si no desagrada a vuestra señoría, y salvo el respeto que debo a su superioridad intelectual, se me figura que no vamos derechos hacia casa.

—Ya iremos, ya iremos, dijo el águila, tengo que hacer en la luna, y vamos antes a pasarnos por allí.
¡Ya comprendereis mi asombro! estuve a punto de perder el equilibrio y dejarme caer.

—¡En la luna! exclamé.

Pero yo no tengo nada que hacer en la luna, ni conozco allí a nadie; debiérais habérmelo advertido, porque este rodeo me retrasa.

—Bien, dijo él águila, poco significan veinticuatro horas mas o menos; si te hubiera dejado en tu isla, el retraso habría sido algo mas serio. Escoge, pues, ven conmigo o vete.

— ¡Irme! le dije, fácilmente lo decís; pero ¿por dónde queréis que me vaya?

—Por donde quieras, ya sabes que tienes libre el camino.

—¡No, con mil diablos! prefiero ir con vos a la luna; esperaré a la puerta hasta que hagáis vuestros negocios.

Sin embargo, continuábamos subiendo; la tierra no parecía ya mas que un poco de niebla y el mar como una especie de espejo, mientras que sobre mi cabeza veía aumentar la luna a medida que la tierra disminuía.

Vino la noche, la tierra se cubrió de oscuridad, en tanto que, por el contrario, la luna se iluminaba con la refracción del sol, que yo veia desmochado por la tierra. El águila continuaba subiendo.

Hubo un momento en que el globo terrestre me ocultó enteramente el sol: entonces me hallé en la oscuridad mas completa: había perdido de vista enteramente a la luna.

El águila continuaba subiendo.

Poco a poco la tierra desenmascaró al sol y vino el día.

Por la tarde me hallaba a dos o tres leguas de la luna: parecíame una gran bola amarillenta de la forma de un queso de Holanda; tenia an gran palo fijo en un costado a modo de rabo de sartén.

Presumí que por allí era por donde la cogía Dios cuando tenia que ajustar con ella alguna cuenta.

—Mi querido Moquet, me dijo el águila, ya hemos llegado, ponte o caballo en ese rabo y espérame.

Ya comprenderéis que no se trataba de discutir: hice lo que deseaba el águila y me encaramé como pude en aquella especie de mango de escoba.

Se me figuró que oscilaba la luna; además, el peso de mi cuerpo la hizo inclinarse, de modo que me encontré como sobre un caballo que se encabrita.

—¡Llévete el diablo, águila maldita! murmuré en patois picardo para que no me entendiera, pero dió una carcajada y me dijo:

—Buenas tardes, Moquet; si te hallas bien ahí, estate, hijo mió.

—¿Cómo que me esté?

—Perfectamente.

—En primer lugar yo no me encuentro bien.

—Tanto peor para ti, pero no seré yo quien te lleve a otra parte.

—¡Era todo ello una farsa! exclamé, pues no lo encuentro maldito la gracia.

—No, Moquet, no es una farsa, es una venganza.

—¿Una venganza? ¿Y por qué os vengáis de mí que nada os he hecho?

—¿Cómo que no me has hecho nada? Has desanidado hace un año a mis hijuelos de la torre mas alta del castillo de Vez.

—Vaya , vaya, yo he desanidado dos avichuchillos que no pueden ser hijos vuestros.

—Sí, hazte el inocente.

—Señor águila, yo os juro

—Hasta la vista, Moquet,

—Señor águila.—Que vaya bien.

—En nombre del cielo...

—Diviértete.

Batiendo las alas voló riéndose.

Ya comprenderéis que yo no me reía; el mango continuaba inclinándose cada vez mas; si hubiera podido agarrarme a un extremo de la luna, me habría sentado encima, y al menos ganaría en comodidad; pero tenia agarrado el mango con las dos manos, y no me atrevía a soltar ninguna por miedo de que las fuerzas me faltaran y me precipitara.

En este instante la puerta de la luna se abrió rechinando sobre sus goznes, como una puerta que no ha sido untada en tres meses, y el hombre de la luna apareció.

—¿Qué hombre? pregunté yo desde mi rincón.

—Toma, respondió Moquet, probablemente el que la guarda.

—¿Hay un hombre en la luna?

—¡Oh! lo que es eso puedo certificároslo, le he visto como os estoy viendo, además que me ha hablado.

—¿Y que te ha dicho?

—Me ha dicho ¿qué haces ahí, holgazan?

—¡Cómo holgazán! le contesté; os aseguro que hay pocos seres de mi especie que trabajen como yo estoy trabajando en este momento.

—¿Y con qué objeto trabajas así?

—Es que no me han dejado elección, le dije.

Le conté, cómo vos me habías enviado a casa del conde de Charpentier, cómo había tropezado con Berthelin, cómo me había convidado a su boda, cómo me había achispado, cómo me había caído en el Oureg, cómo del Oureg había pasado al Marne, del Marne al Sena y del Sena al mar. Después vino la historia de la isla, de la roca, del águila; después le contó cómo aquel miserable pájaro me habia abandonado sobre el mango, como a un loro sobre su estaca, dicicndome que me divirtiera, deseo que estaba muy lejos de realizarse. En fin, le supliqué, que me tendiera la mano y me ayudase a subir sobre la luna.

Pero él empezó por sacar la tabaquera de su bolsillo, abrirla, meter los dedos, tomar un polvo de tabaco, y sorberle moviendo la cabeza.

—¡Cómo! esclamé: ¿movéis la cabeza?

—Sí, Moquet, la muevo, respondió el tomador de rapé.

—¿Qué quiere decir eso?

—Esto quiere decir, que tú no puedes permanecer ahí.

—¡Cómo! ¿no puedo permanecer aquí ?

—No, ya ves que haces inclinar a la luna.

—Ciertamente, eso bien lo veo.

—Entonces, ya comprendes; si la luna se inclina todavía uno o dos grados, vas a verter el agua que tengo recogida en el hueco de una peña; y como aquí no llueve mas que cada tres meses, y fuá anteayer cuando llovió, me moriría de sed antes de las próximas lluvias.

—Ya comprenderéis que yo tampoco pienso permanecer aquí, y que aprovecharé la primer ocasión que se me presente para volver a la tierra.

—Aquí no hay nunca ocasión de volver a la tierra.

—¿No hay nunca ocasión?

—Jamás

—¿Y qué voy a hacer entonces?

—Soltar el palo a donde te has agarrado, y como en este momento la tierra se halla justamente debajo de la luna, a las dos o tres horas habrás llegado.

—Pero me haré pedazos como un vaso que se estrella contra una piedra. Vaya, vaya.

—¿Vaya, qué?

—Jamás.

—Jamás, qué?

—Jamás soltaré el palo.

—Ah! no le soltarás!

—No, no le soltaré.

—Bueno; eso es lo que vamos a ver.

El hombre de la luna que había puesto la tabaquera en la mano la volvió al bolsillo, se metió en su casa, y salió cinco minutos después con un hacha.

Al ver esto, adiviné su intención, y me estremecí hasta la médula de los huesos.

—¡Eh! mi querido señor, le dije; espero que no iréis a cortar mi palo; eso seria simplemente una muerte, un asesinato. ¡Ah! viejo tuno, viejo pillo, viejo .

Un estallido horrible me cortó la voz, Al tercer hachazo se rompió el palo y caí, conservándole entre las piernas, con una rapidez tal, que me faltó la voz.

Desembarazada de mí la luna, recobró su aplomo y distinguí al hombre que seguía con la vista mi caída a través del espacio, sin tomarse siquiera la pena de ocultar su satisfacción.

Al cabo de diez minutos próximamente, de mi furiosa caída, creí que llegaba a mis oidos un gran ruido de alas, acompañado de formidables koing! koing! koing!

Pasaba por medio de una bandada de ánades.

—¡Cómo! me dijo el guía, ¿eres Moquet?

Confieso que me dió gran placer encontrarme en país conocido. Pero ¿de qué me conocía a mí ese anade? eso es lo que no he podido saber nunca.

—Sí, por vida mía, soy el mismo.

—¿Os sentís bien?

—Por el momento, no muy mal; pero temo que de aquí a poco experimente un cambio notable.

—Sin pasar por indiscreto, continuó el guía, puedo preguntaros ¿cómo es que os encuentro a veinte mil leguas de la luna y a sesenta mil de la tierra?

Entonces le conté cómo me habíais dado un encargo para el conde Charpenteir: cómo había encontrado a Berthelin: cómo me había invitado a la boda; cómo me había achispado; cómo me había caído en el Oureg; cómo del Oureg había pasado al Marne, del Mame al Sena, y del Sena al mar. Después vino la historia de la isla, de la roca, del cieno, del águila. Le conté cómo aquel miserable pájaro me habia conducido a la luna, me había abandonado sobre su mango, y cómo el hombre de la luna, viendo que la hacia inclinarse, y teniendo miedo de que yo vertiese su agua, había cogido el hacha y cortado el palo. En prueba de lo cual, le ense&é el susodicho palo que llevaba entre las piernas.

Tal vez me preguntareis cómo podía contar todo esto al paso que caía, puesto que impulsado por mi peso, debía descender con mas rapidez que la que es permitido al vuelo de los ánades. Pero a la órden koing! koingt koing! que en lengua de los añades quiere decir replegad las alas, toda la bandada había replegado efectivamente las suyas, y no contando con nada para sostenerse, los ánades caían al mismo tiempo que yo como un pedrisco.

—Ah! ah!, dijo el guía después de haberme escuchado con atención, qué bien bajas.

—Y tanto como bajo.

—¿Qué darías al que se obligase a ponerte en la tierra tan suavemente como sobre un colchón de plumas?

—En primer lugar le daría mi bendición, y además aseguro que añadiría un escudito.

—Pues bien, yo te depositaré por nada.

—¡Por nadal eso es todavía mejor.

—Pero con una condición, sin embargo.

—¿Cuál?

—Me jurarás no cazar jamás a los ánades salvajes.

—¡Oh! si no es mas que eso, yo os lo juro.

—¡Kouag! dijo el ánade salvaje.

Eso quiere decir ¡Atención!

—¡Aquí estamos! respondieron los anades.

—Tomad cada uno una punta del palo en vuestro pico.

Los ánades obedecieron.

—Bien, ahora extender las alas.

—Los dos ánades a quien había dado la orden, extendieron las alas y sentí que me detenía en mi caída.

Me volvía la respiración.Hice una evolución sobre mi palo, y me encontré sentado de lado, como una mujer sobre una borrica. Tenia el palo con las dos manos, y como de mirar abajo me daba vértigo, el guía ordenó al resto de la bandada, que volará bajo de mí y formara con su cuerpo una especie de alfombra.

Durante toda esta conversación y toda esta operación, habíamos descendido insensiblemente v no solo volvió a hacerse visible la tierra, sino que se me presentaba con todos sus detalles. Nos dirigíamos hácia el mediodía, que era mi camino directo, y volví a ver sucesivamente el Havre, Rouen y París.

Al llegar a París grité a mi guía, —un poco a la izquierda,— y oblicuamos.

Confieso, que vi con gran júbilo a Dammartin, Nantevil y Crepy.

—Un poco a la derecha,— dije cuando llegamos a esta última población, y el guía tomó un poco a la derecha.

De pronto noté que la bandada, en lugar de descender se elevaba.

—¡Es aquí! esclamé ¡es aquí! mi amigo ánade; bajadme, hé ahí a Hualve a mi derecha; he ahí a Haromon a mi izquierda, he ahí los Fosses justamente debajo de mí; bajadme! bajadme!

—Pero él gritaba —¡mas alto! ¡mas alto!— Y la bandada le obedecía sin hacer caso de mí.

Alargué la mano para cogerle, porque tenía unas ganas terribles de retorcerle el pescuezo.

Se me escapó, pero comprendió perfectamente mi intención.

—¡Ah! hé ahí tu agradecimiento, Moquet, me dijo.

Yo estaba desesperado.

—Pero no veis, le dije, que nos alejamos de casa del general para ir no sé a dónde, al infierno.

—Moquet, dijo el guía con dulce voz, porque uno sea anade, no está obligado a ser imbécil. ¿No has visto?

—Sí, sí he visto, he visto el castillo del general, he visto a Villers-Cotterets, y hé aquí que ahora nos inclinamos a la derecha, y veo a la Ferté Milon, y a Melun, Montarguis y Moulius.—Sí, tú has visto machas cosas, pero no has visto a Pedro el jardinero, que estaba emboscado con su escopeta detrás de un árbol, esperándonos para fusilarnos.

—¡Bah! Pedro es un torpe que no os hubiera acertado.

—Hay, mi querido Moquet, un proverbio entre los ánades, que dice, que no hay peores tiros que los del cazador torpe.

—¡Oh! ¡Dios mio! dije, dónde vamos ahora, otra vez vuelvo a ver el mar, ¿qué mar es ese? Es el mar Mediterráneo, que los antiguos llamaban mar Interior, porque se halla enteramente cercado de tierra y no tiene mas comunicación con el mar Océano que por el estrecho de Gibraltar.

—¿Sabéis que para ser un ánade sois muy instruido?

—He viajado mucho, respondió modestamente el ánade.

—¿Pero, en fin a dónde vamos?

—Vamos al lago de Thead.

—¿Dónde está el lago de Thead?

—En el centro de África.

—Cómo, en el centro de África, ¿en el país de los negros?

—Justamente.

—Pero yo no tengo nada que hacer allí y no quiero ir. Alto ahí, alto! Mirad, hé ahí justamente un barco que va a entrar en Marsella, bajadme sobre él; bajadme pronto.

—Yo no puedo bajarte de ese modo, bien sabes que donde quiera que está el hombre, corremos un peligro.

—Pues bien, acercaos lo mas posible y dejadme caer.

—A tu gusto.

—Gracias a Dios; aquí, creo que este es el sitio.

—No, todavía no.

—¿Y ahora?

—Todavía.
—Desde aquí caeré justamente sobre el puente.

—Ahí caerías en el mar.

—Y aquí?

—Ya estás, pero no pierdas tiempo, ya va a pasar, ya pasó. Buen viaje.

En efecto, solté el palo, pero un segundo mas tarde.

En lugar de caer sobre el borde, caí sobre el surco que había dejado.

Como caía de unos cien pies de altura, fui hasta el fondo del mar.

Afortunadamente había hecho provisión de aire; retuve la respiración, y volví a la superficie.

Desde el barco me habían visto caer, y me esperaba una barca con cuatro remeros y un contramaestre.
¡Oh! mi general, no puedo explicaros mi satisfacción cuando toqué una mano de hombre en lugar de una pata de ánade, y cuando me vi conducido sobre un barco, en lugar de viajar a caballo sobre la espalda de un águila o sentado sobre un palo conducido por ánades.

Dos horas después estábamos en Marsella.

Corrí a la administración de postas; por fortuna había un asiento vacío con el conductor; le tomé, y heme aquí.

Ahora, mi general, perdonadme el retraso; ya comprendéis que no se necesitaban menos de ocho días para ir desde aquí al Havre, del Havre a la isla de Marais, de la isla de Marais a la luna, de la luna a Marsella, y de Marsella aquí.

Esta es la contestación del conde de Charpentier, mi general.

Moquet alargó una carta a mi padre.

Moquet ha creído siempre que había estado en la luna.

Era en vano sostener que no habia abandonado la cama, donde tuvo la pesadilla; él sostenía a su vez que real y positivamente habia hecho el viaje que acabo de contar.

Moquet me tomó gran cariño, porque yo era el único que no me reía en sus narices cuando hablaba del águila vengadora, del hombre de la luna y del ánade sabio.

No me reía yo en sus narices, porque creía firmemente que había hecho el viaje a la luna, y lo que sentía era no haberle hecho con él.

—No tengáis cuidado, me decía Moquet, si vuelvo, os llevaré conmigo, iremos juntos.

Moquet ha muerto sin volver.

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