Bernardo cuento completo

Bernardo Alejandro Dumas Cuento Completo

Lo que voy a referiros no es una novela, ni un cuento, ni un drama, sino únicamente un recuerdo de mi juventud, una de esas cosas que acaecen todos los días; de modo que si mi relato adquiere algún color, no consistirá en el talento del que lo narra, sino en el carácter excepcional del héroe que aparece en escena.


Demos principio diciendo que este héroe era un guardabosques.

Yo nací en el centro de una hermosísima y pintoresca selva: mi padre, gran cazador, me puso, a pesar de mis pocos años, una escopeta entre las manos. Apenas contaba doce, y ya era un excelente cazador furtivo.

Y digo furtivo, porque solo podía cazar ocultamente, pues ni mi edad me daba derecho para obtener una licencia de uso de armas, ni esperaba ser invitado por personas que no la necesitaban: por último, el inspector de Villers-Cotterets, hombre honrado, de cuya memoria conservo gratos y profundos recuerdos, creía que era mejor para mí que esplicase las Geórgicas y el de Viris, que no matar conejos ó perdices, y en consecuencia había dado orden a los guardabosques, de que, sin un permiso expreso suyo, no me dejasen cazar en sus comarcas.

Esto sin embargo no evitaba que yo cazase, o mas bien que lo hiciese de contrabando. Mi madre, que participaba de las opiniones del inspector respecto a mí, y que por otra parte temía sin cesar los accidentes que podían ocurrirme, guardaba mi escopeta bajo de llave, y solo me permitía sacarla en los días señalados, en los de especial permiso, en los que, como recompensa de las tareas semanales, solía decirme Mr. Violaine, pues tal era el nombre de mi pariente el inspector: "Ea, Dumas; adelante, amigo mió, pero no nos acostumbremos a ello, pues solo es por hoy, porque el preceptor está contento contigo" Aquellos días eran de gran fiesta. Cogía el morral, me endosaba los botines, empuñaba la escopeta heredada de mi padre, y atravesaba orgullosamente toda la población, al lado de los cazadores, en medio de los ladridos de los perros, y de los buenos deseos de los amigos y conocidos que nos veían pasar y nos gritaban: «Buena fortuna.»

Pero este favor especial llegaba una vez al mes, y era muy triste el cazar un solo día entre treinta: así durante los veintinueve restantes había encontrado el medio de sustituir mi escopeta con otra arma de mi invención: era una pistola larga de la época de Luis XIV, a la cual puse una culata y el cañón en otro, y salia aparentando la mayor inocencia, con mi red ó mi peón en la mano, para que no sospechasen mis intenciones: cuando ya me hallaba fuera de la ciudad echaba ¿correr, llegaba a la entraba del bosque, me agazapaba en el suelo, disponía mi arma y esperaba con paciencia.

Si llegaba un conejo a aventurarse en la llanura, a veinticinco pasos de distancia, podía darse por bien muerto.

Si era una liebre, acontecía exactamente lo mismo. Un día salió un corzo, le apunté, y sucedió lo que hubiera sucedido con una liebre o un conejo.

Estas diversas piezas me servían para enviárselas a algunos amigos, quienes, a fin de que se repitiesen tan sabrosos regalitos, me abastecían de municiones.

Debo decir además, que casi todos los guardabosques habían cazado con mi padre, y conservaban grandes recuerdos de su liberalidad. Otros eran soldados viejos, que habían servido a sus órdenes, y que por su influencia habían sido colocados en la administración y custodia de los bosques. En una palabra, todos ellos que veían en mí indudables disposiciones para ser algún día tan generoso como el general, pues siempre llamaban así a mi padre, me habían cobrado el mayor afecto. Por eso me convidaban muchas veces a rondar en su compañía; y cuando sus cachorros paraban a algún conejo, miraban alrededor por si alguno nos observaba y me ponían una escopeta en las manos. Adelantábame entonces, daba una patada en el suelo, partía a escape el conejo, y casi siempre, en lugar de guarecerse en su madriguera, iba a parar a una cacerola.

Entre aquellos guardas había uno llamado Bernardo, y como ocupaba en el camino de Soissons, a legua y media de Villers-Cotterets, una casita que Mr. de Violaine había hecho construir para su predecesor, le daban el nombre de Bernardo el de la Casa-Nueva.

En la época de que hablo, a saber, en 1818 o 1819, era un hombre de treinta y dos años poco mas o menos, de franca y abierta fisonomía, de pelo rabio y ojos azules: por lo demás tenia una talla admirablemente proporcionada, y debía a la armonía de sus miembros una fuerza hercúlea, que se citaba en el contorno de diez leguas.

Así era que Bernardo siempre estaba dispuesto para todo; por la mañana, por la tarde, de día y de noche, sabia perfectamente, con la diferencia de cincuenta pasos, los sitios que frecuentaba el jabalí, porque era uno de esos hombres que saben seguir la pista horas enteras. Cuando el sitio de la cita era la Casa-Nueva, cuando debía atacarse a una pieza a distancia de un cuarto de hora, y por último, cuando el animal había sido envuelto por Bernardo, se sabia ya de antemano si era un jabato o un jabalí hecho, si era macho o hembra, si estaba preñada la última, y de cuánto tiempo. Su conocimiento era sorprendente, sobre todo para los cazadores que solían llegar de París, pues en cuanto a nosotros, como habíamos hecho las mismas observaciones que él, no nos parecía tan arduo el asunto.

Bernardo era sin embargo para nosotros una especie de oráculo.

El valor, por otra parte, adquiere siempre un gran poder sobre los hombres, y Bernardo ignoraba lo que era el miedo, pues nunca había retrocedido ante ningún hombre ni fiera: perseguía al jabalí en sus mas recónditas madrigueras, y a los cazadores furtivos en sus mejor defendidos escondites. Verdad es que algunas veces volvía con perdigonadas en las piernas o con la ropa hecha pedazos; pero sabia curar sus heridas por un método que siempre le salía perfectamente. Subía de la cueva dos o tres botellas de vino blanco, llamaba a uno de sus perros, echábase sobre una piel de ciervo, se hacia lamer la herida por Rocador ó por Fanfaro, y a fin. de reparar la sangre perdida, bebía durante la operación lo que llamaba su tisana. Aquella noche no se le veía, pero al día siguiente se presentaba sano y salvo.

Bernardo me quería mucho, porque había cazado mas de veinte veces con mi padre, y yo correspondía a su afecto, porque me refería mil anécdotas que le habían acaecido en tiempo del general.

Por consiguiente era para mí de gran contento el día en que Mr. de Violaine me invitaba a cazar, señalando como punto de reunión la Casa-Nueva.

A todo esto debo añadir que Bernardo adoraba a su mujer, y que era celoso como un turco. Sus camaradas le embromaban muchas veces sobre el particular; pero sus chanzas duraban poco, porque Bernardo se ponía pálido como un muerto, y volviéndose hacia el imprudente que tocaba una cuerda tan delicada, le decía:

—Te aconsejo que calles, y que calles pronto, porque cuanto mas pronto calles, será mucho mejor para ti.

Cierto sábado por la tarde, hallándome ocupado en dar de comer a mis perros en el umbral de la puerta, pasó por allí Mr. de Violaine y me dijo:

— ¿Se ha trabajado mucho esta semana?

— He sido el segundo en la lista.

—¿De veras?

Entonces le señalé una crucecita de plata que ostentaba yo orgullosamente en el ojal, y que pendía de una cinta encarnada, para darle una prueba terminante de lo que  aseguraba.

— En ese caso, señor segundo, os convido para mañana a la caza del jabalí.

—¿En dónde, primo? le pregunté dando un brinco de placer.

— En casa de Bernardo, en la Casa Nueva.

— ¡Oh! Me alegro, me alegro: así nos divertiremos.

—Así lo espero.

— Mucho le mimáis, observó mi madre, apareciendo entre nosotros. En vez de ayudarme a curarle de esa desgraciada pasión por la caza, que ocasiona todos los días mil accidentes, halagáis su gusto. Tened presente, sin embargo, que solo os lo confió, a condición de que no ha de separarse de vuestro lado.

—Podéis tranquilizaros en cuanto a eso.

—Ea pues; de ese modo consiento; porque si le sucediese una desgracia, moriría yo de dolor.

—Vamos no tengáis miedo, porque sabe su oficio como el mas avispado. Con que, joven, quedamos convenidos y citados para mañana a las seis.

— Gracias, primo, gracias: nadie tendrá que esperarme.
Al punto hice mis preparativos, que consistían en limpiar la escopeta y preparar las municiones.
Salimos a las seis de la mañana, y en el camino fuimos reclutando los guardas, que nos esperaban en sus respectivas demarcaciones; por último, dimos vuelta al camino, y desde lejos divisamos a Bernardo, que empuñaba su trompa de caza.

Tocaba con tanto júbilo y despedía unas notas tan sonoras, que desde luego conocimos que la caza andaba próxima. En efecto, al llegar a la Casa-Nueva supimos que Bernardo había acorralado hacia la montañas de Dampleux, es decir, a una legua de allí, un magnífico tercial.

Llamase así. en términos venatorios, al jabalí que ha llegado a la tercera parte de su edad.

Mr. Violaine dio entonces conocimiento a los guardas, de una carta que acababa de recibir de la administración central de los bosques de! duque de Orleans. En ella se enumeraban las reclamaciones de los propietarios inmediatos, quienes se quejaban de los perjuicios que les ocasionaban los jabalíes y contenía la orden expresa de destruir dichos animales desde el primero hasta el último.

Estas órdenes siempre agradaban a los guardas, porque el jabalí es pieza de caza real, y no pueden perseguirle: cuando le tiran, siendo mandados, ganan muy poco, pero siempre pertenece el animal a quien lo mata. y un jabalí salado es un recurso famosísima para el invierno.

Convínose, pues, en que se proseguirían las batidas hasta la extinción total de todos los jabalíes que se encontraban en el bosque de Villiers-Cotterets. Por mi parte me hallaba tan contento como los guardas, porque era evidente que yo disfrutaría de algunas de dichas batidas.

Partimos después de haber comido unas migas y bebido vino blanco, que es el favorito de los cazadores. Cada cual de estos conocía perfectamente a su vecino, y todos convenían en señalar imparcialmente con el dedo a los mas hábiles, que eran Bertelin, tío de Bernardo; Mona, antigua guarda, que algún tiempo antes había perdido la muñeca izquierda, sin que por eso perdiese nada de su destreza, y un tal Mildet, quien, con bala, ejecutaba maravillas.

Ya se supone que los torpes eran escarnecidos sin conmiseración.

Entre estos figuraba un tal Niquet, a quien llamaban, no sé por qué, Bobino, y que tenia fama de hombre de talento, lo cual era verdad: a esta fama reunía la de ser uno de los mas atrasados tiradores de la partida, lo cual también era cierto.

Hablábase, pues, de las proezas de Berthelin, de Mona y de Mildet, pero todos hacían burla a Bobino.

Este por su parte se desquitaba lanzando contra sus detractores dichos agudísimos y punzantes sarcasmos, a los cuales daba su acento provenzal mayor agudeza y expresiva gracia.

Llegados al sitio en que el jabalí se había encamado, hízonos señas Bernardo para que guardásemos silencio. En seguida comunicó su plan al inspector, quien nos dio órdenes en voz baja: fuimos en consecuencia a colocarnos alrededor del recinto que Bernardo iba a registrar con su sabueso.

Mr. de Violaine cumplió la palabra que había dado a mi madre; me puso a su lado y al de Mona, me encargó que me mantuviese siempre al abrigo de una encina, y que si llegaba a tirar al jabalí, y este se creciese acometiéndome, me agarrase a las ramas. me suspendiese, y dejase pasar al animal por debajo Todos los cazadores prácticos saben que esta es la maniobra adoptada para circunstancias semejantes.

Diez minutos después estábamos todos en nuestros puestos y se dio la señal: poco después, los aullidos del perro de Bernardo, que había encontrado la pista, resonaron con la fuerza, que indicaban hallarse muy cerca del animal. De pronto vimos removerse la maleza , y por mi parte divisé un bulto que pasaba, y que no tardó en desaparecer. Mona hizo fuego a la ventura, pero meneó al mismo tiempo la cabeza, significando que no creía haber herido a la pieza. A alguna distancia resonó otro tiro y luego un tercero, al que siguió inmediatamente el grito de alhalí, lanzado con toda la fuerza de sus pulmones por la voz bien conocida de Bobino.

Todos corrimos a la llamada, aunque imaginando que íbamos a ser juguetes de algún chasco.

Pero con te mayor sorpresa, no bien llegamos al camino, cuando vimos a Bobino sentado tranquilamente sobre el jabalí, con su pipa en la boca y la caja de fósforos en la mano.

El animal había caído como un conejo al tiro de Bobino, y no pudo moverse del sitio en que este le hizo sucumbir.

Ya se deja conocer que todos felicitaríamos cordialmente al vencedor, quien con la mayor modestia decía entre bocanadas de humo: 

—¡Bah! siempre nos portamos así nosotros los provenzales con estas alimañas.

Nada en efecto había que objetar: el triunfo era completo, pues la bala había dado detrás de la oreja, y ni Mona, ni Berthelio, ni Mildet. hubieran hecho otro tanto.

Bernardo llegó el último, exclamando:

—¿Qué diablos acaban de contarme, Bobino? Dicen que el jabalí se ha metido por tu tiro como un imbécil...

—Que así haya sucedido, o que mi tiro se haya entrado cuerpo arriba por el jabalí, contestó el héroe, lo cierto es que el pobre Bobino tendrá salazón para el invierno, y que solo los que puedan decir lo mismo, serán convidados por el. Sin contar al señor inspector, añadió descubriéndose, pues su señoría honrara siempre a su humilde servidor, cuando guste probar un bocado de la cocina de la madre Bobina.

Así llamaba Niquet a su mujer, por aquello de que Bobina es naturalmente el femenino de Bobino.

Gracias, Niquet, gracias, respondió el inspector.

Bobino, observó Bernardo: como no sueles ser tan feliz en todas las cacerías, es preciso que, contando con la venia de Mr. de Violaine, te ponga yo una condecoración.

Ponla cuando gustes. amigo mió: mas de cuatro conozco yo que la tienen, y no la merecen tanto.

Y Bobino prosiguió fumando con la mayor calma, en tamo que Bernardo, sacando su cuchillo y acercándose a la parte posterior del jabalí, le agarró por el rabo, y de un sola tajo se lo separó del cuerpo.

El jabalí lanzó un sordo gruñido.

—¡Éh! ¿Qué tenemos, señor mío? dijo Bobino, mientras Bernardo sujetaba el rabo del animal a un ojal del vencedor: parece que sientes perder esa miseria de adorno...

El jabalí hizo oír otro gruñido y levantó una pata.

—Basta, basta, hijo mió, prosiguió Bobino: es inútil que te empeñes en volver a las andadas
No bien había acabado de pronunciar estas palabras, cuando rodaba basta diez pasos de distancia con la pipa rota entre los dientes. El jabalí, que solo estaba aturdido, se había levantado y vuelto a la vida por la sangría de Bernardo: se desembarazó del peso que le oprimía, y se puso en pié, aunque vacilando sobre sus cuatro patas.

— ¡Ah! exclamó Mr. de Violaine: esto es curiosísimo, por vida mia.

—¡Fuego! grito Bernardo buscando su escopeta, que había dejado en un ribazo, para proceder con mas libertad a la operación que he referido ¡Fuego! Yo conozco bien a estos parroquianos; tienen la vida a prueba de bomba. ¡Fuego! ¡Fuego!

Pero ya era tarde: los perros, al ver que el jabalí se levantaba, se arrojaron a él, cubriéndole tan completamente, que el animal no presentaba el menor blanco.

Entretanto iba acercándose al foso, arrastrando consigo a la traílla entera: en seguida penetró en el bosque y desapareció, perseguido por Bobino, que se había levantado, y que furioso por la afrenta que acabaña de recibir, quería vengarla a todo trance.

—Detenle, detenle, le gritaba Bernardo; agárrale por el rabo, Bobino.

Las carcajadas se sucedían sin interrupción. y por fin oímos dos tiros.

Poco después se presentó Bobino cabizbajo, pues el jabalí había huido definitivamente acosado por los perros, cuyos aullidos escuchábamos.

Lo perseguimos todo el día y abandonamos su pista al anochecer, sin volver a encontrarle, aunque Bernardo hizo saber a todos los guardabosques de las inmediaciones, que si llegaban a matar un jabali sin rabo, encontrarían este en el hojal de Bobino.

Sin embargo, aunque la cacería fue en extremo divertida para nosotros, no habría llenado el objeto que se proponía el inspector, pues este había recibido orden terminante de exterminar toda la raza del jabalí.

Por eso al separarse de los guardas indicó el inspector otra cacería para el jueves siguiente, disponiendo que entretanto se acorralasen todas las piezas posibles.

Y como el jueves es día de asueto, obtuve de Mr. de Violaine permiso para ser de la partida y para asistir ¿las demás en igual día y en domingo.

La cita se fijó para la Misa de San Huberto.

Llagamos Mr de Violaine y yo a la hora convenida, y encontramos a todos los demás; había tres piezas acorraladas: dos jabatos y una hembra.

Se supone que todos los guardas preguntaron a Bobino por la salud del jabalí de marras; pero él supo contestar con gracia, que el rabo seguía sin novedad alguna pendiente del ojal: y en efecto, lo llevaba pendiente.

Ya hemos dicho que había tres jabalíes que combatir; uno en la demarcación de Berthelin; otro en la de Bernardo y el tercero en la de Mona.

Se empezó por el más inmediato, que era uno de los jabatos acorralados por Berthelln; antes de que salvase el recinto fue muerto por Mildet, quien le introdujo una bala en el corazón.

Pasamos al segundo, que estaba a una legua escasa de allí. Bernardo, según costumbre, nos condujo a la Casa-Nueva para refrescar, después de lo cual nos pusimos en marcha.

Se formó el cordón, y Mr. de Violaine me colocó entre su persona y un guarda de confianza llamado Francisco. A este seguía Mona y después no recuerdo quién: debíamos atacar a la hembra.

Bernardo entró en el bosque con su sabueso y levantó al jabalí. Sentímosle acercarse por el ruido de sus quijadas. Mr. de Violaine le disparó los dos tiros aunque sin tocarle: yo hice lo mismo, pero era la primera vez que lo verificaba y también erré; por último , Francisco le disparó acertándole de medio a medio; pero la fiera dio media vuelta y acometí á su adversario. Francisco le dirigió su segundo tiro a boca de jarro, pero al mismo tiempo él y el jabalí no formaron mas que un grupo infirme. Oímos un grito desgarrador: Francisco yacía en tierra y el animal se cebaba en él Precipitámonos todos en su auxilio; pero llegó a nuestros oídos una voz que gritó: «No os mováis.» Permanecimos inmóviles, y entonces vimos que Mona apuntaba al grupo: el tirador estuvo como una estatua cortos momentos, salió enseguida el tiro de su arma, y herido el animal mortalmente fue a caer cuatro pasos de Francisco.

— Gracias, viejo, dijo Francisco sosteniéndose de rodillas: si alguna vez me necesitas, ya me entiendes; amistad hasta la muerte.

—Eso no merece la pena, contestó Mona.

Corrimos todos hacia Francisco, pero solo le encontramos una mordedura en un brazo, lo cual no era nada en comparación de lo que hubiera podido sucedería; así que, seguros de que su herida no inspiraba el menor cuidado, felicitamos sinceramente a Mona por su destreza. Pero él, como no era la vez primera que se había visto en tan difícil empeño, admitió nuestros cumplimientos como hombre que no comprende la extrañeza de los demás por una cosa tan sencilla en su concepto y tan fácil de ejecutar.

Después de ocuparnos de los hombres, examinemos la fiera. Había recibido dos balazos de Francisco, pero una de las balas le había aplastado en el muslo, casi sin horadarle la piel, y la otra se había corrido por la cabeza haciéndole un surco sangriento. En cuanto a la de Mona, le entró por el brazuelo, dejando muerto al jabalí.

Dimos de comer a los perros, y nos pusimos en marcha como si nada hubiera acontecido, o como si hubiéramos previsto que ocurriría, antes de acabar el día, un suceso mucho mas terrible que el que acabamos de referir.

El tercer combate debía tener lugar en el distrito de Mona: se tomaron las mismas precauciones que en las anteriores batidas, y se formó él cerco. Yo me hallaba colocado entre Mr. Violaine y Bertbelin: Mona entró en el bosque para espantar la pieza, y cinco minutos después nos anunció el perro que el jabalí estaba en campaña.

Oyóse de pronto un tiro de carabina; al mismo tiempo vi saltar las tiernas ramas de un arbusto colocado a cuarenta pasos de distancia, y resonó a mi derecha un grito doloroso. Volví la vista y vi a Berthelin sosteniéndose contra un árbol con una mano v apoyando la otra sobre el costado.

No tardó en encorvarse y caer a tierra lanzando un sordo gemido.

— Socorro, grité, socorro! Berthelin está herido.

Y sin detenerme un segundo me precipité hacia él seguido de Mr. Violaine mientras se replegaban hacia nosotros todos los cazadores.

Berthelin estaba sin conocimiento, y al levantarlo vimos que derramaba muchísima sangre de una herida que había recibido encima de la cadera izquierda: la bala había quedada en el cuerpo.

Estábamos alrededor del moribundo preguntándonos con las miradas quién de nosotros había disparado aquel tiro fatal, cuando vimos salir de la espesura a Bernardo sin gorra, pálido como un espectro, en la carabina todavía humeante entre las manos y gritando:

—¡Herido! ¡Herido! ¿Quién ha dicho que mi tío está herido?

Nadie le contestó, pero le señalamos el moribundo, que vomitaba ya sangre en abundancia.

Bernardo se adelantó con la mirada torva, cubierta la frente de sudor frió y los cabellos encrespados: próximo ya al herido arrojó una especie de rugido lastimero, hizo pedazos la caja de la carabina contra un árbol, y tiró el cañón a cincuenta pasos de nosotros.

Después cayó de rodillas y rogó a Berthelin que le perdonase; pero Bcrthelm había ya cerrado los ojos para no abrirlos. Formamos sin perder tiempo unas parihuelas, pusimos aquel cuerpo en ellas y lo llevamos a casa de Mona, situada a tres ó cuatrocientos pasos del sitio en que había ocurrido el accidente.

Bernardo iba al lado de las parihuelas sin pronunciar una palabra, sin derramar una lágrima, estrechando la mano de su tío. Entretanto uno de los guardas partió al galope en el caballo del inspector pata avisar un médico de la ciudad.

Media hora después llegó efectivamente el facultativo para anunciarnos lo que ya conocíamos tocios, a saber: que la herida era mortal.

Era preciso llevar esta noticia a la mujer del herido: el inspector se encargó de tan triste deber y se preparó a cumplirlo: entonces se levantó Bernardo y le dijo:

 —Se entiende, Mr. de Violaine, que mientras respire Bernardo no carecerá ella de nada. ¡Pobre tía! Decidle que si quiere vivir en mi casa, será recibida en ella como si fuese mi madre.

—Sí, Bernardo, sí, le respondió Mr. Violaine; ya sé que eres un excelente sujeto: vamos, vamos; no ha sido por culpa tuya.

¡Ah! señor inspector; añadid algunas palabras semejares a las que acabáis de pronunciar. ¡Ah! se me figura que voy a llorar.

—Llora, amigo mió, llora, porque eso aliviará tu corazón.

¡Oh Dios mió, Dios mió! exclamó el desgraciado. rompiendo en llanto y cayendo en un sillón.

Nada me conmueve tanto como una gran fuerza vencida por un dolor inmenso. El aspecto del hombre que luchaba con la muerte me impresionó menos que el del hombre que lloraba.

Salimos unos después de otros de aquella estancia mortuoria, en la que solo permanecieron el medico. Mona y Bernardo.

Bethelin expiró aquella noche.

El domingo siguiente hubo cacería.

La cita era en el Matorral del Lobo: el inspector habia citado a todos los guardabosques. a excepción de Bernardo, pero no era este capaz de faltar a sus deberes. Llegó a la misma hora que los demás, pero sin encopeta ni carabina.

—¿Por qué has venido, Bernardo? le preguntó Mr de Violaine.

—Porque soy jefe de la brigada, mi inspector.

—Ya, pero no he querido avisarte...

—Sí, si; lo comprendo, yo doy las gracias, pero ante todo el servicio Dios sabe quedaría mi vida porque no hubiese acontecido toque ya no tiene remedio: y sin embargo, aún cuando yo permanezca en casa lamentando aquella desgracia, no dejará de tener mi pobre tío seis pies de tierra. sobre su cuerpo ¡Ah, Mr. de Violaine! hay una cosa que me atormenta, y es que ha murio sin perdonarme.

—¿Y cómo querías que lo hiciese? ¿Ignoras que no ha sabido quién disparó el malhadado tiro.

—Es verdad, no lo ha sabido al morir, pero ahora lo sabe: según dicen, los muertos nada ignoran.

Vamos, Bernardo, valor.

—¡Oh! Ya lo tengo, Mr. Violaine; no lo dudéis, pero yo quisiera que me hubiese perdonado.

E inclinándose al oído del inspector, añadió:

—Ya veréis cómo me sucede una desgracia, tan solo porque no me ha perdonado.

—Estás loco, Bernardo.

—Es posible , pero no me abandona esa idea.

—Bien , pero calla o hablemos de otra cosa. ¿Por qué has venido sin arma de fuego?

—Porque no pienso tocar mientras viva ni una carabina ni una escopeta.

—¿Y con qué piensas matar las piezas?

—¿Con qué?. . Con esto. Y sacó su cuchillo de monte.

Mr. de Violaine se encogió de hombros.

—Decid lo que queráis, Mr. de Violaine, pero así será. Además, por un jabalí he asesinado a mi tío; y habéis de saber que con arma de fuego no conoce uno que mata a esos animales: con el cuchillo es otra cosa. Por otra parte, ¿con qué degollamos los cerdos? Con el cuchillo. Pues bien , un jabalí no es mas que un cerdo.

—Supuesto que te niegas a las razones, es preciso dejarte.

—Sí; dejadme y veréis.

—A la caza, señores, a la caza, gritó el inspector.

Hízose lo que siempre, pero aquella vez, aunque le tocaron tres o cuatro balas, el jabalí corrió gran distancia, y solo después de tres o cuatro horas de persecución se decidió a volver cara a los perros.

El cansancio del cazador desaparece en cuanto escucha el halali. En vueltas y revueltas habíamos andado mas de diez leguas, pero no bien conocimos, por los ladridos de los perros, que atacaban estos a la pieza, olvidamos la fatiga y corrimos hacia el punto del bosque de donde procedía el ruido.

Conforme nos adelantábamos se aumentaba este, y de vez en cuando se veía sobre las copas de loa arboles algún perro, lanzado por los colmillos de la fiera, aullando desesperadamente y abalanzandose en cuanto caía al suelo el cuerpo de su enemigo. Llegamos a un claro: el animal estaba acorralado junto a un árbol caído; veinticinco o treinta perros le acometían a un tiempo; diez o doce estaban heridos, y algunos tenían el vientre abierto; pero aquellos nobles cuadrúpedos no sentían el dolor  y volvían al combate arrastrándose: era un espectáculo magnifico y horripilante.  

—Vamos, Mona, dijo Mr. de Violaine: un buen balazo a ese bribón, que ha despachado ya bastantes perros.

—¿Qué es lo que decís, señor inspector? repuso Bernardo, deteniendo el cañón del arma que Mona dirigía al grupo. ¡Un balazo a un puerco! ¡Bah! Ya le bastará una buena cuchillada. Esperad un momento y veréis.

Bernardo desenvainó el cuchillo y se dirigió al jabalí separando a los perros, que volvieron a la carga; confundiéndose en seguida con aquella masa móvil y aulladora,  nos fue imposible distinguir cosa alguno en dos o tres segundos; pero de pronto hizo el jabalí un esfuerzo violento para huir, y todos nos echamos el fusil a la cara, cuando se levantó Bernardo sosteniendo al animal por las patas traseras y sujetándole, a pesar de sus sacudidas, con el puño de hierro que ya conocíamos, mientras los perros, arrojándose d nuevo sobre él, le cubrían con sus cuerpos, como con un tapiz ondulante y abirragado.

— Vamos, Dumas, me dijo Mr. Yiolainc; a ti te toca: vete y estrénate.

Acerqueme al jabalí, que al verme redobló sus esfuerzos, chocando sus quijadas y mirándome con ojos ensangrentados; pero estaba preso por un tornillo y nada podía libertarle.

Púsole la bocado la escopeta en el oído e hice fuego.

La conmoción fue tan violenta que el animal se escapó de las manos de Bernardo; pero solo para caerá los cuatro pasos, pues estaba muerto: le había abrasado los sesos, hablando literalmente.

Bernardo soltó una carcajada y dijo:

—Vaya: ya veo que todavía hay placeres en este mundo.

—Sí dijo el inspector, pero si así prosigues, contarás pocos. ¿Qué tienes en la mano?

—Poca cosa cosa maldita pieza tiene la piel tan dura, que al heriría con el cuchillo, se ha cerrado este.

—Sí; y al cerrarse te ha llevado el dedo.

—Como si hubiera practicado la operación un cirujano.

Y Bernardo extendió su mano derecha, en la cual faltaba la primera falange del dedo índice, En seguida añadió acercándose al inspector:

—El ciclo es justo, Mr. de Violaine: era el dedo con que maté a mi tío.

—Pero es preciso curar esa herida.

—¡Curarla! si hiciese viento, ya estaría seca.

Diciendo estas palabras abrió Bernardo el cuchillo y repartió a la trailla la pitanza como si nada hubiera sucedido.

A la cacería siguiente asistió, no con cuchillo, sino con un puñal en figura de bayoneta, que había hecho fabricar en su presencia a su hermano, armero de Villers-Cottérets, arma que no podía doblarse, romperse ni cerrarse.

Se renovó la misma escena que he descrito, pero el jabalí quedó en el sitio, degollado como un cerdo doméstico. Lo mismo aconteció en las demás cacerías, y sus camaradas dieron en llamarle el tocinero.

Pero nada le hacia olvidar la muerte de Berthelin; poníase de día en día mas sombrío y decía al inspector:

—Cada vez estoy mas convencido de que al fin ha de sucederme una desgracia.

Habían ya trascurrido tres ó cuatro años; yo había abandonado a Villers-Cottérest, pero solía ir a pasar allí unos días: estábamos en diciembre y la tierra estaba cubierta de nieve.

Después de haber abrazado a mi madre, fui a casa de Mr. de Violaine.

¡Hola! exclamó al verme; llegas justamente para tomar parte en una expedición proyectada para cazar lobos.

Ya he pensado lo mismo al ver la nieve, y celebro no haberme equivocado.

—Sabemos que hay tres ó cuatro en el bosque, y como dos de ellos se encuentran en el distrito de Bernardo, le envié ayer la orden de cercarlos, previniéndole que mañana temprano estaremos en su casa.

—¿Siempre la Casa-Nueva?

Siempre.

—¿Y qué hace el pobre Bernardo? ¿Persigue a las fieras a bayonetazos?

—¡Oh ! ya no hay un solo jabalí en el bosque, pues hace tiempo que fueron todos exterminados: Bernardo hizo en ellos una carnicería espantosa.

—¿Y no se ha consolado aun?

—No: cada vez está mas triste y sombrío, y le hallaras muy cambiado. He logrado que se señale una pensión a la viuda da Berthelin, pero ni por esas; el pobre está herido en el corazón. Añade a todo esto que es mas celoso que nunca.

—Y supongo que tan injustamente como antes.

Sí, su mujer es un ángel.

—Es una monomanía: y sin embargo, ¡qué buen guarda!

—De los mejores.

—De modo que nos divertiremos mañana en su distrito.

—Con toda seguridad.

—Es lo que necesitamos: por lo demás, el tiempo consolará a Bernardo.

—El tiempo acabará de empeorar la cosa, y empiezo a creer, como él, que le sucederá alguna desgracia.

¿Con que está persuadido de ello?

—Sí; y no he podido hacer que abandone ese pensamiento.

—¿Siguen bien los demás?

—Perfectamente.

—¿Y Mildet?

—Se ha dedicado a matar ardillas.

—¿Y Mona?

—Anteayer cazamos juntos en Coyotes y mató diez y siete gallinetas sin errar un tiro.

—Ha mandado hacer con el rabo del célebre jabalí un silbato para sus perros, y declara que no descansara en este mundo ni en el otro mientras no so apodere del resto del animal.

¿De modo que todo va bien menos Bernardo?

—Así es.

¿Y la cita de mañana?

—A las seis.

—Corriente.

Dejé a Mr. de Violaine para dar un apretón de manos a los antiguas amigos que he conservado en mi país. Una de las felicidades de este mundo es el haber nacido en una población pequeña, cuyos habitantes conocemos y cuyas casas nos ofrecen siempre algunos recuerdo.

A las seis de la mañana del din siguiente volví a ver a mis antiguos compañeros de caza, con carámbanos en las patillas, porque, como ya he dicho, había nevado el día anterior y hacia un frió horrible. Después de abrazarnos cordialmente nos encaminamos a la Casa Nueva. Aun no despuntaba el día.

Cuando llegamos al Salto del Ciervo, llamado así porque un día que el duque de Orleans cazaba en el bosque salió un ciervo de un lado al otro del camino, encajonado allí entre dos sotos, empezaba ya a disiparse la oscuridad. El tiempo era a propósito para cazar, pues hacia doce horas que no había nevado, y por consiguiente se conocían todas las señales. Es decir, que si había lobos, la partida debía ser muy agradable.

Anduvimos otra media legua y llegamos al recodo en que Bernardo solía esperarnos.

No había nadie.

Esta infracción en sus costumbres por parte de un hombre tan exacto como Bernardo, empezó a inquietarnos. Apresuramos el paso y llegamos al torrente, desde donde se veía la Casa Nueva.

Merced al tapiz de nieve que cubría el suelo, aparecían perfectamente a la vista hasta los mas distantes objetos. Veíamos, pues, la casa blanca semi oculta entre los arboles; la columna de humo que salía de su chimenea para perderse entre las nubes, y un caballo sin jinete, aunque ensillado y con brida, que se paseaba delante de la puerta; pero no veíamos a Bernardo.

Sus perras aullaban tristemente.
Nos miramos unos a otros meneando tristemente la cabeza y nos dimos prisa.

Cuando ya estábamos a cien pasos de la casa, contuvimos la marcha a pesar nuestro, porque un presentimiento nos hizo creer que íbamos a presenciar alguna desgracia.

A cincuenta pasos de la casa nos detuvimos.

— Sin embargo, dijo el inspector, es preciso saber a qué atenernos.

Y avanzamos de nuevo silenciosos, con los corazones oprimidos.

El caballo, al sentirnos alargó el pescuezo hacia nosotros y empezó a relinchar.

Los perros se arrojaron contra los barrotes que les cerraban el paso, mordiéndolos con rabia.

A diez pasos de la casa había un charco de sangre y una pistola de arzón descargada.

De aquel charco partía un reguero entre pasos estampados sobre la nieve que se perdía en la puerta de la casa.

Llamamos y nadie respondió.


EPILOGO



—Entremos, dijo el inspector.

Así lo hicimos, y encontramos a Bernardo tendido en el suelo cerca de su cama, cuya manta tenia asida entre sus crispadas manos: en la cabecera sobre la mesa de noche, había dos botellas, una vacía y la otra empezada. Bernardo tenia en el lado izquierdo una ancha herida, cuya sangre chupaba su perro favorito.

Estaba todavía caliente y hacia unos diez minutos que había expirado.

He aquí lo que había ocurrido: supímoslo al día siguiente por el factor de un pueblo inmediato, que fue casi testigo del suceso.

Bernardo estaba celoso de su mujer, y aunque, como hemos dicho, en nada se fundaban sus sospechas, estas se habían ido aumentando de día en día. Había salido a la una, aprovechando la luz de la luna para desorientar a los dos lobos que se hallaban en su distrito.

Una hora después de haberse marchado fueron a decir a su mujer que su padre estaba acometido de un accidente de apoplejía y que quería verla antes de morir. La pobre mujer se levantó, y se fue sin perder momento, y sin poder decir, a dónde iba, porque ni ella ni el mensajero que la dio el aviso sabían escribir.

Al volver Bernardo a las cinco de la mañana, encontró su casa desierta; tentó el lecho, y le encontró frió; llamó a su mujer, pero su mujer había desaparecido.

—Muy bien, dijo; ha aprovechado mi ausencia, creyendo que yo no volvería tan pronto. Me engaña y es preciso que la mate.

Creía saber donde estaba.

Cogió las pistolas de arzón y cargó una con catorce postas y otra con diez y siete: se encontraron las catorce en la pistola cargada, y las diez y siete de la otra en su cuerpo.

Después ensilló el caballo, lo sacó de la cuadra y lo dejó delante de la puerta. En seguida metió una pistola en la pistolera izquierda y entró en el a perfectamente.

Pero la pistolera derecha era por casualidad mas angosta y el arma se resistía a, entrar en su sitio: Bernardo quiso hacerla entrar a la fuerza.

Echó una mano a la pistolera y con la otra apretó violentamente la pistola.

Este esfuerzo hizo que se disparase el arma, y salió el tiro. Para mayor comodidad tenia Bernardo apoyada la pistolera contra su cuerpo: toda la carga se le introdujo en el lado izquierdo abrasándole las entrañas.

El factor pasaba al mismo tiempo y corrió al oír la detonación. El coloso estaba en pié, agarrado a la silla del caballo.

— ¡Dios mió! exclamó; ¿qué ha sucedido, señor Bernardo?

—Que se ha cumplido lo que hace tiempo tenia previsto, señor Martiueau. Maté a mi tío de un tiro de carabina, y acabo de matarme de un pistoletazo.

—¡Mataros! Si no tenéis nada...

Bernardo se volvió hacia él; su ropa ardía, y la sangre salia de su herida a borbotones.

— ¡Cielo santo! ¿qué puedo hacer en vuestro favor? ¿queréis que vuele a buscar un médico?

—¡Un médico! ¿Y qué queréis que haga? ¿Salvó el médico a mi pobre tío Berthelin?

—Pero, por Dios, mandadme hacer algo.

—Pues bien , sacad dos botellas de tisana de la bodega y soltad a Rocador.

El factor, que muchas veces echaba la mañana con Bernardo, tomó la llave, bajó a la bodega, cogió dos botellas, dio suelta a Rocador y entró en el cuarto de. su amigo, a quien encontró sentado y escribiendo.

—Está hecho, le dijo.

—Bien, amigo mió, le respondió el herido ; dejad las dos botellas sobre la mesa de noche y marcháos a vuestros negocios.

—Pero, Bernardo..,

—Idos.

—¿Lo exigís?


—Sí.

— Pues hasta la vista.

— Adiós.

El factor se marchó al punto figurándose que Bernardo no estaba tan peligrosamente herido como había dicho, porque ¿cómo había de sospechar, al ver aquella sangre fría y aquella tranquilidad, que el hombre que las conservaba estaba a las puertas de la muerte?

Nadie ha sabido lo que sucedió después de haberse ausentado el factor.

Bernardo, según todas las probabilidades, había bebido lo que faltaba en las dos botellas. Quiso después subir a su cama, pero le faltaron las fuerzas y cayó al suelo, muriendo en la postura en que acabábamos de encontrarle.

Sobre la mesa había un papel, y en él se veían escritas, con mano todavía firme, las siguientes lineas.

«Encontrareis uno de los lobos en el bosque Duquesnoy: el otro ha huido.

«Adiós, Mr. Violaine; bien os decía yo que al fin me sucedería una desgracia.

«Vuestro afectísimo

«Bernardo, jefe de guardabosques.» 

Bien os dije yo al principio que no era una historia, ni un drama, ni una novela lo que iba a referiros, sino una catástrofe.

Pero esta catástrofe dejó en mi corazón un recuerdo indeleble.


FIN


Cuento Extraído del libro Recuerdos de Antony (1835)
Bernardo cuento completo Bernardo cuento completo Reviewed by Leer para Crecer on 10:34:00 Rating: 5

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