Cuento La Iglesia de Carlomagno construida por un pacto con Satanas

Carlomagno

De cómo habiendo ido de caza el rey Carlos, descubrió un manantial de agua caliente y resolvió construir una magnífica iglesia a la Virgen.


De todas las diversiones que el rey Carlos adoptaba para distraerse de sus trabajos políticos y guerreros, la caza era la que más le gustaba, porque decía él que este pasatiempo es el único con que un rey puede recrearse y ocuparse, al mismo tiempo, del bienestar de su pueblo, toda vez que combate a los animales feroces que destruyen los rebaños o a los animales tímidos que se comen las mieses.

Ahora bien, como que en todas las partes de su imperio se conocía el gusto que él tenía por esta diversión, un día, al levantarse, se encontró a unos mensajeros que llegaban de Frankenberg para rogarle que fuese a cazar a los bosques que rodeaban el castillo y las aldeas que dependían de él, porque había allí tal cantidad de animales de todas clases, lo mismo osos que gamos, lobos que ciervos, que ningún rebaño volvía completo al redil y las mieses eran devoradas antes de madurar.

Nada podía ser más agradable al rey Carlos que semejante petición. Hacia tres meses que no había manejado la espada, el arco ni la lanza; de suerte que su mano derecha, que no estaba acostumbrada a tanto reposo, sufría un reumatismo para el que creía que había de serle muy bueno el ejercicio. Dió, pues, orden a sus piqueros de que preparasen las jaurías, y partió con sus servidores más fieles para ir a cazar a los bosques de Frankenberg.

Allí el rey Carlos vió que no le habían engañado, pues los bosques estaban tan llenos de animales salvajes, que era, al principio, casi imposible cazar en ellos, porque los perros mejor enseñados tomaban falsos rastros. Entonces, ¿qué hizo el rey Carlos? Dejó sus jaurías, ordenó grandes batidas hasta que los animales quedaron reducidos a las tres cuartas partes, y entonces se puso a cazar como de costumbre con sus piquearos y sus perros, pero, contra lo que esperaba, todo aquel ejercicio no mejoraba su mano derecha, la cual seguía entorpecida de tal modo que apenas podía servirse de ella. En este estado las cosas, un día que el rey Carlos cazaba el jabalí, ocurrió que el animal, que era un viejo solitario, tomó carrera y lo llevó a una parte del bosque en que no había estado nunca. La carrera fué tan rápida, que el animal sólo pudo ser seguido por algunos perros y por el rey Carlos, gracias a la ligereza de su caballo; mas tan pronto como el jabalí estuvo cansado y vió que sólo le perseguían algunos perros y un cazador, se detuvo para hacerles frente, y adosándose a un árbol empezó a manejar con tal arte los colmillos, que en menos de un instante despanzurró a lo» cuatro ó cinco perros que le perseguían.

Viendo esto el rey Carlos y presintiendo que el jabalí iba a escapársele, tomó un venablo muy fuerte, y aunque no pudo servirse de su mano derecha a causa del dolor que sentía, le dió tan rudo golpe con la mano izquierda y su buen caballo evitó con tanta astucia las embestidas de la fiera, que el rey acabó por acorralarla contra un árbol, y una vez que la tuvo así, empujó el venablo con tal fuerza, que logró atravesarle el corazón.

Sin embargo, la lucha había sido larga y el buen caballo del rey Carlos estaba tan sofocado con la carrera y el combate, que habiendo olfateado un arroyo a algunos pasos de allí, condujo a su amo hacia aquel lado; pero al llegar a su orilla, el buen rey Carlos, que temía que su caballo enfermase bebiendo en aquel estado y que trataba a los animales como si fuesen hombres, acarició un momento el cuello del animal diciéndole:

—En seguida, corcel mío; ahora estás demasiado acalorado, y cuanto más fresca y pura fuese esta agua, más peligrosa podría serte.

El caballo, que comprendía lo que decía su amo por estar acostumbrado a su voz, volvió la cabeza hacia él para darle las gracias por el consejo que le daba; mas al hacer este movimiento metió sin fijarse la pezuña en el arroyo, y entonces, lanzando un relincho de dolor, se encabritó con tanta violencia, que el rey hubiera caído de espaldas a no haber estado tan firme en sus estribos.

Carlos conocía demasiado bien a su caballo para creer que se hubiese encabritado sin causa: así es que echó pie a tierra y suponiendo que su fiel compañero se habría herido con alguna piedra aguda, sumergió su mano derecha en el agua a fin de buscar dicha piedra en el fondo del arroyo. Pero entonces le tocó a él lanzar un grito y dar un salto hacia atrás: el agua del arroyo estaba hirviendo, sin que se viese en ninguna parte el fuego que la calentaba.

El rey Carlos creyó que era juguete de una ilusión, y, aproximándose al arroyo, sumergió de nuevo la mano, pero esta vez lo hizo con más precaución que la primera, y con gran asombro vió que el agua seguía caliente. Por fin, renovando por tercera vez la misma experiencia siempre con la misma mano, quedó convencido de que, ya por una causa natural que desconocía o por un milagro cuyo autor no veía, era víctima de la realidad y no juguete de una ilusión.

El rey Carlos se fijó bien en el lugar del bosque en que se hallaba: era un vallecito encantador rodeado por todas partes de frondosas colinas donde los pájaros cantaban alabanzas al Señor, donde la hierba brotaba verde y espesa y donde se respiraba un aire tan fortificante, que cualquiera se hubiera creído en el paraíso terrestre. Hechas estas observaciones, el rey se prometió volver el día siguiente al mismo lugar acompañado del filósofo de su padre, que había envejecido mucho desde que el lector oyó hablar de él, pero que no había hecho más que aumentar en ciencia y sabiduría. A fin de reconocer el camino, fue rompiendo ramas de árbol que debían servirle de guía al día siguiente; y como que empleaba la mano derecha para esta operación, notó con alegría que comenzaba a servirse de ella con más facilidad.

Al día siguiente, sin decir nada a nadie del descubrimiento que había hecho, volvió al mismo lugar con el filósofo, y temiendo que el arroyo se hubiese enfriado durante la noche, echó pie a tierra en seguida, hundió la mano en el agua para ver si seguía caliente y la encontró mucho más que la víspera, porque, como su mano iba mejorando, había recobrado la sensibilidad. Entonces le dijo al filósofo que hiciese lo que él había hecho; mas éste no tenía las manos, como Carlos, endurecidas por el manejo de lanzas, espadas y venablos, y, por consiguiente, se la quemó hasta los huesos.

Cuando el filósofo tuvo la mano quemada hasta los huesos, se sentó ai borde del arroyo y se puso a reflexionar, mientras que el rey Carlos, que ignoraba la física y la geología y creyó siempre en alguna causa visible, remontaba el curso del arroyo a fin de llegar al manantial, pensando encontrar en él alguna inmensa caldera que hirviese sobre un gran horno; y, como fue tentando el agua durante todo el camino, se confirmó más en su opinión. Con gran asombro suyo, llegó por fin al manantial, vió que brotaba de la tierra como un manantial ordinario, y habiendo sumergido una vez más la mano, observó únicamente que el calor del agua era allí insoportable. Al volver al lado del filósofo, el rey Carlos llevaba la mano completamente pelada, pero se servía de ella como si nunca le hubiera incomodado.

El filósofo seguía sentado, meditando, en el mismo lugar en que le había dejado. Al cabo de un instante, el filósofo sacó sus tablillas, se puso a hacer cálculos, tomó agua del arroyo en una concha, la probó, volvió a calcular, y declaró que aquella agua tenía de 46 a 48 grados de calor y que, como contenía una gran cantidad de ácido muriático, de ácido carbónico y de ácido sulfuroso, debía ser excelente para la lepra y los reumatismos. El rey Carlos, que lo había probado por sí mismo, reconoció entonces que su filósofo era un gran filósofo y aumentó el respeto que le tenía. Respecto a la causa que hacía que aquellas aguas estuviesen calientes en lugar de frías, reconoció francamente que nada sabía ni podía saber, y que estaban así por la voluntad de Dios. Como se ve, el filósofo era un sabio como no existen ya, y que cuando ignoraba alguna cosa, decía sencillamente que no lo sabía.
De todos modos, el rey Carlos, curado milagrosamente de su reumatismo, no quiso que la humanidad perdiese tan precioso descubrimiento, y en su consecuencia decidió construir en aquel mismo lugar una catedral en honor de la Virgen, cuya fiesta se celebraba el día que él había descubierto aquel venturoso arroyo, y encargó a su filósofo que se entendiese con un arquitecto para que aquella catedral fuese la más hermosa del mundo, a fin de que fuese a la vez una prueba de su grandeza y de la devoción particular que había tenido siempre a  la santa madre de Nuestro Señor Jesucristo.

Convenido esto, el rey Carlos dejó al filósofo una gran suma de dinero y partió para su castillo de Weihenstephan, adonde le llamaban imperiosamente los asuntos de su reino.



De cómo habiéndosele acabado al filósofo el dinero, se lo pidió prestado al diablo, y de cómo el diablo fue robado por el filósofo.


Cumpliendo las órdenes que había recibido de su amo, el filósofo llamó a un arquitecto de Constantinopla; y habiendo reunido a los mejores obreros que pudo encontrar, para vigilar los trabajos colocó a un joven que era discípulo suyo y en el que tenía tanta confianza como si fuese él mismo. Este joven se llamaba Eginhard.

Gracias al sabio arquitecto, a los hábiles obreros que había escogido y sobre todo al dinero gastado a manos llenas, el filósofo no tardó en ver subir la iglesia. El edificio excedía ya en altura a los árboles más altos de los alrededores, magníficas columnas de mármol tallado acababan de llegar de Rávena y de Roma, y las puertas y las rejas de bronce habían sido ya fundidas, cuando un día el filósofo notó que estaba en su último saco de dinero.

El filósofo envió inmediatamente un correo al rey Carlos a fin de que le remitiese una cantidad de dinero doble de la que le había dejado, toda vez que, según el cálculo del arquitecto, la catedral sólo estaba construida en un tercio. Pero el correo llegó en mala hora: Witikind acababa de batir a todos los tenientes del rey Carlos; de manera que éste, obligado a levantar nuevas tropas a fin de marchar en persona contra el terrible sajón, había reunido todos sus recursos para esta suprema expedición, y no podía distraer nada absolutamente de su tesoro: pero como, por otra parte, el rey estaba empeñado en que la catedral se acabase, le respondió al filósofo que, puesto que se había encargado de ello, a él le correspondía acabarla, que se procurase dinero como tuviese a bien, que si no podía procurarse dinero que fabricase oro, lo cual no sería muy difícil para un sabio como él, y que, de cualquier manera, esperaba que a su vuelta encontraría la catedral acabada: no hay rey, por piadoso que sea, que no tenga momentos de nial humor, durante los cuales se muestra ingrato e injusto. Y, como hemos dicho ya, el mensajero cogió al rey Carlos en uno de esos momentos, y se fue a dar al filósofo la respuesta tal como el rey Carlos la había hecho.

Esta respuesta no dejó de apurar considerablemente al pobre apoderado, el cual, como dijimos, estaba en su último saco de dinero. Pedir prestado sabía que era cosa completamente inútil, y respecto a fabricar oro, es verdad que, llevado de un movimiento de vanidad muy natural hasta en el hombre más modesto, había dicho más de una vez que si él quisiese lo haría; pero, como el buen filósofo no se hacía ilusiones acerca de su propia ciencia, en el momento de la ejecución, reconocía que la cosa era, si no imposible, por lo menos difícil, y que una de las primeras cosas que se necesitaban para hacerla era dinero, siendo así que él había acabado el suyo.

Seriamente preocupado, el filósofo reflexionaba acerca de la cólera que se apoderaría del rey Carlos al ver, a su regreso de la expedición contra Witikind, que no estaba concluida la catedral, cuando le anunciaron que un desconocido deseaba hablarle. El buen hombre, poco amante de que le interrumpieran en sus cálculos o meditaciones, refunfuñó algo, pero dijo a su criado preguntase el nombre al tal desconocido.

El criado volvió diciendo que se llamaba señor Euriant. Aquella era la primera vez que el filósofo oía pronunciar este nombre, e iba ya a decirle al criado que dijese que no estaba, cuando este añadió que el extranjero le había dicho que venía de muy lejos para sacar al filósofo del apuro en que se hallaba. Esta última observación respondía tan bien al pensamiento del filósofo, que dio orden de que hiciese entrar en el acto al señor desconocido. Un instante después, maese Euriant aparecía en el umbral de la puerta.

Era el tal un hermoso joven de veinticinco a treinta años vestido a la última moda de la época, y que parecía más bien un demandante que un prestatario. Llevaba únicamente unos guantes de un color que no estaba de moda entonces y botas tan puntiagudas, que no se podía comprender de dónde provenía esta extraña exageración en un momento en que la moda era, por el contrario, llevar las botas cuadradas.

Pero como el filósofo estaba demasiado preocupado con un solo y único pensamiento para fijarse en semejantes pequeneces, y como, por otra parte, no estaba muy al corriente de las costumbres de la juventud para fijarse al primer golpe de vista en las infracciones que maese Euriant hubiera podido cometer, le recibió con esa cara franca y risueña que caracteriza a la esperanza, y deseando ser cortés con un hombre que así se molestaba por sacarle de un apuro, le ofreció un asiento, que fue aceptado por maese Euriant con toda la fatuidad y desenvoltura de un ser superior.

Los papeles estaban invertidos: el anciano era el que pedía prestado, y el joven era quien prestaba. El anciano, como verdadero hijo de familia, no tenía tierras ni prendas con que garantizar el préstamo, lo cual le llenaba de dudas, toda vez que el filósofo tenía bastante conocimiento de las cosas de la tierra para saber que en este mundo no se hace nada por nada ni se presta nada por nada. Estaba, pues, el filósofo pensando un cumplido halagüeño para maese Euriant, por saber que la adulación es la moneda única del que no tiene otra, cuando el joven, mirándole con aire burlón y meciéndose sobre los pies traseros de su silla, se anticipó a sus pensamientos diciéndole de pronto:

— ¿Conque no tenemos dinero, pobre filósofo?

— A fe que no, dijo el sabio sin procurar disimular su situación financiera. Maese Euriant, veo que usted es un hombre muy hábil, pues ha dado en la llaga al primer golpe de vísta.

—Y el rey Carlos, que no atiende a razones una vez que se le mete una cosa en la cabeza, quiere la edificación continua como si nadásemos en oro.

—También es verdad, dijo el filósofo suspirando.

—De manera que, si a su vuelta no encuentra la catedral acabada, ha prometido encolerizarse, yeso nos apura un poco, ¿verdad?

—Precisamente.

—Pues bien, yo voy a sacarle a usted del apuro, continuó maese Euriant poniendo los brazos en jarra y mirando al filósofo de frente.

—¿Puede usted acaso prestarme dinero? le preguntó el filósofo.

—¡Ya lo creo! respondió maese Euriant.

—Pero¿puede usted prestarme mucho? le preguntó el filósofo.

—Tanto como usted quiera.

— ¡Diablo! exclamó el anciano.

—¿Eh? preguntó maese Euriant.

—¿Qué decía?

—No, nada, creía que me llamaba.

—Y¿qué exige usted en prenda? continuó el filósofo.

—¡Oh! muy poco, una bagatela.

—¿Qué es ello?

—Pido el alma de la primera persona que entre en la iglesia el día de la consagración; nada más.

—¿Es usted acaso el diablo? dijo el filósofo sujetándose las antiparras y mirando con curiosidad a maese Euriant.

—Para servirle, respondió Satanás levantándose y haciendo una reverencia.

—Mucho gusto en conocerle, dijo el filósofo levantándose a su vez y devolviéndole el saludo.

—Conque ¿qué dice usted? preguntó Satanás.

—Digo que la cosa puede hacerse, respondió el filósofo.

—Lo sospechaba, dijo Satanás con alegría.

—Y ¿lleva usted el dinero consigo? preguntó el filósofo.

—En esta bolsa, respondió Satanás dando un golpecito en su escarcela.

—Su Majestad tiene ganas de reirse, necesito más de un millón para acabar la catedral, y en esa bolsa apenas habrá cien escudos de oro.

—Su Filosofía se divierte, repuso Satanás. Usted sabe bien que nosotros, los pobres diablos, tenemos una infinidad de ardides de nuestro uso particular que son desconocidos de los hombres.

—-Expliquémonos, dijo el filósofo.

—-Con mucho gusto, respondió Satanás.

—Le escucho.
—¿Conoce usted la historia del Judío errante?

—¿Del que tenía siempre veinticinco céntimos en el bolsillo? ¡ya lo creo!

—Pues bien, esta bolsa es hecha con la misma tela, únicamente que, en lugar de veinticinco céntimos, contiene quinientos escudos de oro, ¿comprende usted?

—¿De modo que por más que se vayan sacando...?

—-Siempre están juntos.

—Comprendo.

—¿Le gusta a usted?

—Sí, pero dudo...

—Cuidado, que la duda estuvo a punto de perder a santo Tomás.

—¡Ah! si; pero santo Tomás dudaba de lo que decía Dios, y con mayor razón habría dudado si hubiese hablado con el diablo.

—Es cierto, dijo Satanás.

—El seguramente que exigiría una prueba, continuó el filósofo sin dar a sus palabras la importancia que en realidad tenían.

—¿La prueba? dijo Satanás. Aquí la tiene.

Y por tres veces seguidas vació la bolsa sobre la mesa del filósofo, el cual contó la suma con la mayor atención y encontró justos mil quinientos escudos de oro.

—¿No están roñosos? preguntó el filósofo.

—¿Me toma usted por un judío? respondió Satanás.

—Muy bien, me atengo a la palabra de Su Majestad. Y el trato, ¿cuándo lo firmaremos? dijo el filósofo.

—Ya está hecho.

— ¡Ah! ¡oh!

—¿Ve usted? continuó Satanás presentándole un papel negro con caracteres rojos, es una obligación en buena forma y sin intereses.

—Ya lo veo, dijo el filósofo. Pero, ¿y si la bolsa perdiera su virtud reproductora una vez en mis manos?

—El trato sería nulo.

—¿No podría usted añadir esto en el margen del acta?

—Con mucho gusto, dijo Satanás.

Y acto continuo lo añadió y firmó el acta, entregándola después al filósofo para que hiciera lo propio.

—-Conque, quedamos en que compra usted el alma del primer individuo que entre en la iglesia, repuso el filósofo.

—Convenido.

—¡Oh! convenido, convenido, dijo el filósofo meneando la cabeza. Eso se dice fácilmente, pero yo creo que ha de depender de la calidad del alma, porque si después de haber firmado me pide usted el alma de un papa ó de un emperador, la cosa sería demasiado cara.

—Un alma cualquiera, dije Satanás. En el infierno, uno es uno, y el alma de un papa ó de un emperador, por poderosos que sean, no se cuenta nunca por dos.

—Entonces, un alma cualquiera, repitió el filósofo.

—Un alma cualquiera, respondió Satanás.

—Vamos, dijo el filósofo, veo que es usted un buen príncipe. Ahí va el acta firmada.

—Y ahí tiene usted su bolsa llena, dijo Satanás.

—Conque, ¡hasta la vista, señor Euriant!

—¡Hasta la vista, señor filósofo!

—Acompañe usted al señor, gritó el filósofo al criado que esperaba en la antesala.

—No merece la pena, respondió Satanás. Ya conoce usted al proverbio que dice que por todas partes se va a Roma.

Y al mismo tiempo que decía esto, golpeó con el pie en el suelo, se hundió a través de las losas que cubrían el gabinete del filósofo y desapareció en el momento mismo en que el criado abría la puerta.

—¿Qué desea Su Señoría? dijo el criado.

—Vete a buscar al arquitecto, díjole el filósofo.

El criado salió, y el filósofo se puso enseguida a vaciar a manos llenas la escarcela. El diablo cumplía concienzudamente su compromiso, y la bolsa se llenaba con la misma rapidez con que la vaciaba el filósofo: de modo que cuando el arquitecto se presentó, el sabio le dió no sólo el dinero necesario para acabar la catedral, sino para construir además un palacio. El arquitecto no podía salir de su asombro, sobre todo al ver que eí oro era del más puro que había visto en su vida; únicamente que olía un poco a azufre, y este olor se percibía sin aproximarlo mucho a las narices.

Ahora bien, como que jamás ha habido ningún arquitecto que haya rechazado el oro porque oliese a azufre, los trabajos, interrumpidos un instante, se reanudaron en seguida con nuevo vigor: las columnas fueron levantadas, la cúpula se elevó en los aires, las puertas y las rejas se encontraron doradas como por encanto, y, en una palabra, al cabo de diez y ocho meses, todo el mundo había empleado tal actividad, que no sólo estaba acabada la catedral, sino también el palacio.

Por lo demás, ya era tiempo, pues el rey Carlos estaba de vuelta de Sajonia y había mandado a decir que iba a ir a Aquisgrán para ver cómo estaban los trabajos del filósofo. El filósofo le respondió que podía ir cuando quisiese y que esperaba que quedaría contento.

Cuando Carlomagno vió de lejos una cúpula brillante y un magnífico palacio donde no había dejado al partir más que un lugar agreste y salvaje, quedó tan asombrado, que apenas pudo dar fe a sus ojos, tanto más, cuanto que él tenía la convicción de que el dinero que le dejó al filósofo no había bastado ni para edificar la mitad de la catedral.

Pero su asombro aumentó más aún cuando, al ser recibido a la puerta de su palacio por su filósofo, éste le enseñó los magníficos tapices que cubrían las paredes y los hermosos muebles que lo llenaban. Después, cuando le hubo enseñado al rey todas las habitaciones, lo llevó a las bodegas y le enseñó doce toneles grandes llenos de oro, cerrados con triples candados. Para lograr esto, el pobre filósofo había pasado un mes entero ocupado únicamente en vaciar la bolsa tan pronto cómo se llenaba.

El rey Carlos creía estar soñando; pero no tuvo más remedio que convenir consigo mismo en que estaba despierto, y le preguntó al filósofo cómo se había arreglado para procurarse semejante suma.

—Señor, le respondió éste, cuando un rey tan poderoso como vos ordena una cosa, no hay más remedio que obedecerle. Me habéis ordenado que hiciese oro, y lo he hecho.

Por inverosímil que pareciese al rey Carlos esta respuesta, no tuvo más remedio que contentarse con ella, eso sin contar con que los hechos estaban allí para destruir todo razonamiento.

El rey Carlos decidió que la inauguración de !a catedral tuviese lugar el día de Reyes del año siguiente, e invitó a ella a su hermano el Papa León III, que había subido al trono pontificio el año 795 de Nuestro Señor, y que debía ir acompañado de trescientos sesenta y cinco arzobispos y obispos de su reino.

El día de la ceremonia se aproximaba, y el papa León III había llegado ya a Aquisgrán, le había llevado al rey un escudo de oro macizo, los obispos y los arzobispos llegaban de todas partes y en la villa se contaban ya más de trescientos.

Por fin llegó el día de la inauguración. Hasta este día, a medida que se iba aproximando la fecha fijada, todo el mundo había notado que el filósofo se iba poniendo cada vez más sombrío, lo cual acostumbraba a ocurrirle cuando buscaba la solución de algún problema difícil. De pronto su cara se iluminó de una manera visible y subió a las habitaciones del rey Carlos, cosa que no había hecho hacía mucho tiempo.

Encontró al rey discutiendo con su hermano León. Les dividía una cuestión de preferencia; ambos creían tener derecho a entrar primero en la catedral, y lo reclamaban, el uno en su calidad de jefe temporal, y el otro en su calidad de jefe espiritual de la cristiandad.

Tan pronto como vieron aparecer al filósofo, le constituyeron en juez, y entonces éste les dijo que le satisfacía tanto más encontrarles en medio de aquella noble rivalidad, cuanto que él iba a hacerles la confesión de un gran apuro en que se encontraba a propósito de un trato imprudente que había hecho con el diablo; 3^ al mismo tiempo que decía estas palabras, les entregó la copia del pacto por el cual había de pertenecer a Satanás el alma del primer individuo que entrase en la iglesia. Al ver esto, la discusión cambió por completo: ni uno ni otro quisieron ser los primeros en entrar en la iglesia y ambos se cedían la preferencia con tanta humildad como orgullo habían empleado un cuarto de hora antes. Pero el filósofo les puso de acuerdo, diciéndoles que se abrirían las dos hojas de la puerta y que entrarían juntos; pero que estuviesen tranquilos, toda vez que no serían ellos los primeros en entrar.

Por la noche estaban reunidos trescientos sesenta y tres obispos, y la causa de que el número no fuese completo, era que el obispo de Tongres y el de Treves habían muerto y aun no habían sido reemplazados.

Al día siguiente de la Epifanía, que era el señalado para la apertura de la iglesia, todos los habitantes' de las villas y de las aldeas situadas a más de cincuenta leguas a la redonda estaban reunidos en torno de la nueva catedral, cuyas puertas permanecían cuidadosamente cerradas. El palacio estaba lleno de prelados, de señores y de caballeros.

A las diez, el papa y el emperador salieron vestidos de gala y marcharon en la misma línea cubierto el uno con la tiara y el otro con la corona. Detrás de ellos se alinearon, según su categoría, los señores, los prelados, los arzobispos y los obispos. Estos últimos estaban completos, pues, para que nada faltase a la pompa, Dios había permitido que los difuntos obispos de Tougres y de Treves se levantasen de su tumba y que asistiesen a la ceremonia como si estuviesen vivos.

Al llegar a dos pasos de la iglesia, el papa y el emperador encontraron un grupo de soldados que sostenían un saco muy cerrado. Entonces el filósofo les hizo seña de que se detuviesen, y sacándose la llave del bolsillo, fue a abrir la puerta de la iglesia empujando con el pie sus dos hojas.

En el mismo instante, los soldados abrieron el saco y se vió salir de él un inmenso lobo. Como no tenía otra salida para huir que la puerta abierta de la iglesia, penetró a toda prisa en esta; pero apenas hubo entrado, cuando se oyó un terrible aullido y se vió desaparecer al animal en un torrente de llamas. Satanás, furioso, se había precipitado sobre él, porque, según su convenio con el filósofo, tenía que contentarse con la primera alma que entrase en la iglesia, cualquiera que fuese aquélla.

El papa, el emperador, los señores, los prelados, los arzobispos, los obispos, los caballeros y el pueblo respondieron a aquel aullido diabólico entonando a una vez los himnos sagrados, y, poniéndose todos en marcha, entraron gozosamente en la iglesia, la cual era tan grande, que dió cabida aquel día a sesenta y dos mil personas, pudiendo así asistir a la consagración de la catedral todos los que habían ido de cerca y de lejos.

Tan pronto como se acabó la ceremonia, los obispos de Tongres y de Treves desaparecieron, sin que nadie hubiese podido decir adónde habían ido, como nadie pudo decir de dónde habían venido. Al salir de la iglesia, el filósofo quiso tomar dinero de su escarcela mágica para dar limosna a los pobres; pero la mano no encontró el fondo, porque había desaparecido.

Aunque Satanás había roto de un aletazo una de las puertas de la catedral, como se puede ver aún hoy, esto y la destrucción de la escarcela eran inocentes venganzas, tratándose del demonio, el cual hubiera querido reducir a cenizas la maldita catedral. Se cernía, pues, Satanás sobre la tierra, buscando un medio de lograr su objeto, cuando vió en las costas de Holanda una de esas inmensas dunas que el flujo del océano ha ido amontonando grano a grano desde el principio del mundo. Juzgó entonces que había encontrado una cosa a propósito para sepultar a la villa naciente, y precipitándose rápido como una ave marina sobre la duna más elevada, se la cargó al hombro, y como quiera que su peso le impedía el juego de las alas, tomó a pie el camino de Aquisgrán.

Sin embargo, reducido a los medios pedestres, el viaje fué largo y no dejaba de ser incómodo. La duna, colocada sobre los hombros de Satanás, había descendido poco a poco y había tomado la forma de una alforja enorme, cuya mitad pendía por delante y cuya otra mitad colgaba por detrás; de manera que la mitad que llevaba delante le ocultaba el camino, y el demonio se veía obligado a cada paso a preguntar por él. Por fin, a fuerza de ir a la derecha y a la izquierda,^ informarse y de ponerse en buen camino, Satanás encontró el Mosa, lo franqueó de una zancada y no tardó en hallarse en el valle de Aix.

Pero, llegado allí, el viento, que se encañonaba entre las montañas, empezó a echarle arena a la cara de tal modo, que tenía que andar con los ojos cerrados y sólo con gran trabajo y mil dolores logró llegar al valle de Soers. Una vez allí, encontró en su camino a una buena mujer que venía de Aix y que se había echado a un lado para dejar paso a aquella montaña que iba hacia ella, así como a su portador, aplastado de fatiga.

—Buena mujer, dijo Satanás, ¿cuánto hay de aquí a Aquisgrán?

— ¡Oh! señor, dijo la mujer reconociendo a Satanás y sospechando sus intenciones, aun está usted muy lejos de Aquisgrán. Mire, cuando salí de allí mis zapatos estaban nuevos, vea usted si habré andado para haberlos roto de este modo.

El argumento era tan positivo y sobre todo tan visible, que sorprendió a Satanás.

—Vamos, se dijo, los miserables escaparán por hoy a mi venganza, pero que tengan mucho cuidado, porque un día ú otro los reventaré.

Y esto diciendo, dejó caer la duna, la cual, al caer, se dividió en dos, formando las dos columnas que dominan hoy a Aquisgrán y que, en memoria de aquel acontecimiento, se llaman la una el Loosberg, y la otra San-Salvator, es decir, la montaña de la Astucia y la de San Salvador.

En efecto, aunque tardó mucho en cumplirla, Satanás mantuvo su palabra. El año 1224 de Nuestro Señor, Aquisgrán que se había convertido en una villa grande y hermosa, fue devorada casi por completo por un espantoso incendio, y como quiera que por más investigaciones que se hicieron no se pudo adivinar la causa, todo el mundo lo atribuyó a una revancha de Satanás.

Extracto de la obra "Los Hombres de Hierro"
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