Las Manos Gigantescas Alejandro Dumas cuento completo

Las Manos gigantes - Alejandro Dumas

Un pobre niño volvía del bosque cargado con tanta leña como podía llevar un muchacho de su edad.
Se llamaba Willie y tenía once años. 

Estaba cansado, tenia hambre y por las mejillas le corrían gruesas lágrimas.

Pero lo que le hacia llorar no era el hambre ni el cansancio, sino el recuerdo de su padre, fallecido en la primavera anterior; la idea de que iba a volver a su casa y a encontrarla vacía, pues su madre debía estar dedicada, por su parte, a un trabajo tan rudo como el suyo.

En efecto, la casa estaba vacía, pero al mismo tiempo tan pobre que a su madre ni siquiera se le habla ocurrido, al salir, cerrar la puerta con llave, pues en tan miserable vivienda no había nada que pudiera tentar la codicia de los ladrones.

Entró en la pieza, que hubiera servido de cocina en toda casa donde se comiera, y echó uno o dos puñados de leña en las cenizas del hogar.

Pronto brotó una llama brillante, a la que se calentó los pies descalzos é hinchados. Entonces, mientras miraba el humo que trazaba figuras fantásticas en la ancha chimenea y que ocultaba con sus nubes las vigas del techo, dio un gran suspiro, porque no veía puesta al fuego la marmita que a aquella hora debía estar en él.

Un gato negro, sentado junto al hogar, parecía entregado a las mismas reflexiones que el niño.

—Esto no puede durar mucho tiempo, pensaba el muchacho; porque ya empiezo a ser grande y fuerte, y el Señor me ha concedido en su bondad brazos bastante robustos para no tenerlos ociosos. En cambio, mi pobre madre está cada día más débil. Hasta ahora, ella es la que ha trabajado para mí: de hoy en adelante yo debo trabajar para ella. Cuando yo sea un hombre hecho y derecho, no trabajará nada, sino que se quedará en casa haciendo la comida, que hoy nos falta a menudo, pero que entonces no faltará, gracias a mi trabajo.

Willie tenía razón en hablar así, porque era naturalmente laborioso y no se quedaba mano sobre mano cuando podía utilizar sus escasas fuerzas.

Más tranquilo y con la resolución tomada, aguardó el regreso de su madre. Estaba seguro de que volvería rendida de cansancio para compartir con él su cena, por pobre que fuese.

No tuvo que esperar mucho tiempo; levantóse el picaporte, y la buena mujer entró. Abrazó a Willie y en seguida se dejó caer, llorando, en una silla.

Estaba cansada, casi aniquilada, y sólo traía un pedazo de pan.

El niño la abrazó a su vez, y le dijo en voz baja:
—Madre, he tomado la firme resolución de irme a recorrer el mundo para buscar trabajo, a fin de no ser una carga para ti.

La buena mujer prorrumpió en sollozos.

— Sé que esto es muy duro, prosiguió el pequeño Willie; pero convendrás, buena madre, en que no hay otro medio de evitar el hambre. Cuando te quedes sola, ganarás lo bastante para ti, y cuando yo esté solo a mi vez, fuerza será que salga adelante; luego creceré, seré fuerte, haré fortuna y me volverás a ver rico para cuidar de tu vejez y mantenerte a mi vez sin que necesites hacer nada.

La madre de Willie tenía el corazón destrozado; pero comprendía, lo mismo que el inteligente muchacho, que era el único medio de salir de apuros.

Amaneció el día brillante y alegre, como si hubiera querido estimular la animosa resolución del niño. La madre abrió el viejo armario de nogal; sacó de él los únicos zapatos del muchacho, cuidadosamente conservados para los días de fiesta, y los limpió, así como la ropa de los domingos, que, a decir verdad, no valía más que la de diario, porque estaba remendada con obstinación por la pobre madre. Sin embargo, Willie se vio muy elegante, y quedó convencido de que semejante traje hablaría muy en su favor.

Madre é hijo comieron tristemente las sobras del pan de la víspera, procurando no mirarse el uno al otro para ocultar las lágrimas que corrían de sus ojos.

¡Oh! Creedlo, queridos niños que amáis a vuestras madres y sois adorados por ellas: el pobre Willie necesitó mucho valor para despedirse de la suya.

—¡Ea, querida madre, balbuceó, por fin; es preciso que me vaya. Mira, hace un tiempo magnífico, el sol me sonríe, y el camino parece extenderse ante mí como una inmensa pradera.

Su madre le contempló con mirada inquieta, como si oyese hablar de aquel proyecto por vez primera; estalló su dolor con violencia sin igual y echó los brazos al cuello de su hijo, sollozando como sólo puede hacerlo una madre cariñosa.

El niño procuró consolarla y sonreír en medio de su llanto, y, poniéndose, por fin, el sombrero con ademán resuelto, cogió su palo y sus alforjas, abrazó a su madre por última vez, y, alejándose animosamente de ella, dio su primer paso por este mundo, que le era enteramente desconocido.

Pero su madre lanzó un grito de dolor; Willie se volvió, y la buena mujer se cogió de su brazo para atravesar con él el jardinillo, que era su único goce y que se encontraba en el camino del niño.

Allí acortaron un poco el paso. Cada flor era una amiga que, inclinándose a su paso, parecía pedir a su vez que se despidiera de ella. En fin, abriose de par en par la pequeña verja de madera, y Willie traspuso, sin titubear, el umbral.

Allí se renovaron las lágrimas y los besos, hasta que, por último, conociendo la buena mujer que aquella situación no podía durar, pues era muy dolorosa para los dos, se tapó la cara y lloró silenciosamente. El niño se volvió, porque sentía cuan difícil le era desprenderse de un cariño tan grato y sincero; pero su deber estaba trazado por su voluntad, y su corazón debía obedecer.

Así fue que, dando el postrer adiós a su madre, se alejó llorando.

La alondra se lanzaba a los aires cantando su alegre canción matinal; el aire suave y perfumado de las primeras horas del día refrescaba la ardorosa cabeza de Willie; poco a poco cesaron de correr sus lágrimas; pero su pecho, henchido de sollozos, se dilataba de vez en cuando, porque, en el fondo, su dolor era siempre el mismo, sólo que, cuanto más se alejaba de la casa, andaba con mayor ánimo. Tenia ante sí la tierra prometida, y su imaginación infantil llena de ensueños de ventura. Pensaba en la alegría que inundaría su corazón cuando al regresar hollara con su pie los mismos prados que pisaba al partir y volviera cargado de riquezas que ofrecería a su madre.

A medida que estas ideas acudían a su imaginación, le consolaban, y se puso a tararear una canción para probarse a sí mismo que estaba lleno de ánimo y voluntad.

De pronto, al atravesar un valle sembrado de flotes silvestres que exhalaban deliciosos perfumes, vio por el sendero que seguía una nube vaporosa y diáfana, de la que salían dos manos gigantescas.

No era cosa de asustarse, porque se presentaban abiertas ante él en el césped, y en su actitud no se adivinaba la menor intención de amenaza.

Se había parado mirándolas con sorpresa, cuando una voz que parecía salir de la nube, le dijo:
—Willie, no temas nada; conozco tus proyectos y he venido a protegerte. Persevera en tu intención de ser laborioso, y estaremos siempre prontas a ayudarte. Seremos invisibles para todos los ojos menos para los tuyos, y nos encontrarás siempre que nos necesites. Sigue, pues, adelante sin temor: tienes abierto el camino de la buena suerte, como lo está siempre para los que son sinceramente industriosos.
—Os doy las gracias, manos gigantescas, respondió Willie descubriéndose. Estoy seguro de que me queréis bien. Soy demasiado pequeño para que me queráis mal o para que me lo hagáis; y siempre he visto, aun entre los animales, a los grandes y a los fuertes proteger a los débiles.

Las dos manos desaparecieron, y Willie continuó su camino.

El buen muchacho se sentía tan tranquilizado por aquella aventura extraordinaria, y que prometía tanto en favor de sus propósitos, que, mientras andaba, saltaba y bailaba con una alegría que jamás había sentido, ni aun en sus juegos.

En virtud de aquella promesa, le parecía que ningún obstáculo podía oponerse a su carrera, y se regocijaba por ello mientras proseguían su camino.

Entretanto, avanzaba el día, y Willie acortaba el paso porque empezaba a sentirse cansado.

Se tendió en el césped, miró el cielo, siguió con la vista la marcha de las nubes, que huían unas ante otras por la inmensidad del firmamento; pero, mientras estaba tendido así, descansando un rato, le pareció oír algo semejante al fragor del trueno; prestó más atención, y conoció que el ruido procedía de muy lejos, pero no del cielo. Levantóse y echó a andar en dirección del ruido, que iba siendo cada vez más fuerte. Llegó, por fin, al borde de un precipicio y vio una grande é imponente cascada espumosa que se despeñaba desde cincuenta pies de altura con atronador estruendo.

Willie miró a derecha é izquierda; pero el formidable obstáculo le interceptaba por completo el paso. Le sería preciso remontar el río, porque era un verdadero rio, hasta encontrar un puente; pero ¿lo encontraría? ¿Lo había acaso? Era dudoso. 

El pobre niño se quedó desalentado; sentóse junto a la catarata, sin fuerzas ya, y se echó a llorar.

Hacía apenas un minuto que se dejaba llevar de su aflicción, cuando de pronto se sintió levantado suavemente del suelo por una mano gigantesca que le elevó por encima de las aguas amenazadoras y le puso sano y salvo en la orilla opuesta.

Tan luego como la mano hubo dejado al niño en pie, se hizo impalpable y luego indistinta; pero antes que se hubiera disipado por completo, Willie, que era un niño bien criado, tuvo tiempo de quitarse el sombrero y decir:

—Os doy las gracias de todo corazón, buena manaza: habéis cumplido vuestra promesa y os estoy agradecido.

Seguro ya de que la aparición de las manos gigantescas no era un sueño, puesto que, con su ayuda, se encontraba transportado de un lado a otro de la catarata, aumentó el valor de Willie  con la certidumbre de la protección que velaba por él y del inmenso poder de esta última.

Poco después llegó a un bosque espeso, donde había árboles prodigiosamente altos, de troncos nudosos, muy juntos y cuyas enormes ramas se entrelazaban del modo más fantástico, sin contar los matorrales y las raíces parecidos a serpientes que anduvieran por el sendero, como para impedir al viajero la entrada de aquellas verdes profundidades.

Pero Willie no hizo caso de aquellos obstáculos, acordándose del que le habla estorbado el paso y tan fácilmente allanado gracias a las manos gigantescas. En su consecuencia, se metió resueltamente en la espesura dando golpes a derecha é izquierda para abrirse paso con un buen palo que había cortado al entrar en el bosque.

Iba avanzando, cuando de pronto oyó un aullido feroz a pocos pasos de él.

Parose de repente, temblando de miedo.

Miró a todas partes y con verdadera consternación vio un lobo enorme que se había lanzado fuera de la espesura y se aprestaba a cortarle el camino.

Redobló  su terror cuando vio las patas blancas y los ojos sangrientos de la fiera, y diose ya por perdido, porque todas sus fuerzas y todo su valor no podían luchar con semejante adversario. Se puso, pues, a encomendar su alma a Dios, cuando con gran alegría vio que una de las dos grandes manos, saliendo del espeso follaje de un árbol vecino, se situó entre él y su enemigo, mientras que la otra mano, cogiendo al lobo por los costados, le hizo crujir las costillas y lo ahogó.

Willie cayó de rodillas, y dirigió a Dios, que indudablemente estaba oculto detrás de aquellas grandes manos, fervientes acciones de gracias por haberle sacado de aquel terrible trance. En seguida buscó las manos, pero ya no las encontró: se habían desvanecido como la nube de que salían.

Extenuado de fatiga, se sentó al pie de un árbol, decidido a pasar allí la noche; y abrió las pequeñas alforjas, donde su madre había puesto todo el alimento que pudo reunir. Le tenían tan preocupado las extraordinarias aventuras que le habían sucedido a causa de la aparición de las manos gigantescas, que ni siquiera se acordó de comer en todo el día.

Terminada su cena, pensó en lo que debería hacer para arreglarse una cama en aquella inmensa alcoba; porque, desde que el lobo había sido estrangulado, le parecía tener todo el bosque por suyo.

Empezó por reunir una cantidad suficiente de hojas secas para hacer más blanda su cama; y se preparaba a acostarse al aire libre, cuando con grande asombro y mayor contento vio que las manos gigantescas se extendían sobre él con sus dedos entrelazados, de modo que formaron una pequeña tienda, lo más perfecta que pudiera verse. El corazón le saltaba en el pecho de gratitud a las grandes manos, porque comprendía que, con semejante protección, podía dormir tranquilo.

—Os doy de nuevo las gracias, buenas manazas, dijo, por todos los cuidados que os tomáis por mí y por los servicios que me habéis prestado; pero, antes de ponerme a recitar mis oraciones, ¿no podríais decirme algo de mi buena madre, vosotras que sois tan poderosas? ¿Se ha consolado algo de mi ausencia? ¿Tiene que comer?

—Querido Willie, respondió una voz, tu madre no se ha consolado, porque un corazón maternal no se consuela fácilmente; pero ya no está intranquila, porque sabe que estás bajo la protección de Dios, como todos los niños buenos.

Tiene y tendrá siempre que comer, porque es laboriosa. Se le han enviado sus manos desde nuestro reino, donde jamás se han hecho manos ociosas. Duerme, pues, en paz, para que te despiertes descansado y dispuesto para el trabajo de mañana.

Willie rezó sus oraciones, y luego se acostó y se quedó dormido.

Como pasó bien la noche, se levantó muy temprano; pues, según el aviso de las manos, el día debía ser de trabajo para él, y dada su resultado.

Emprendió la marcha, salió del bosque, y al poco rato se encontró ante un gran castillo. 

—Seguramente habrá algo que ganar aquí, pensó.

Aunque los escalones fuesen muy altos para él, subió la escalinata y procuró llamar, pero el aldabón estaba a mucha altura y era muy pesado. 

Se puso de puntillas para alcanzarlo; mas, por fortuna, en aquel momento aparecieron las manos y dieron dos golpes tan fuertes que el ruido resonó en el valle como un trueno y retumbó a lo lejos de eco en eco.

Casi en seguida se abrió la puerta con violencia y se presentó en el umbral la dueña de la casa.

Al verla, Willie quiso echar a correr, porque era una ogresa horrible y de diez pies de altura.

Ella miró estupefacta al muchacho que había descargado tan vigoroso golpe; y luego, con voz tan ronca como el graznido de un cuervo, dijo:

—¿Cómo te has atrevido, miserable, a llamar de ese modo a mi puerta? ¿Eres hijo de rey, de príncipe o siquiera de conde, para meter tanto ruido anunciando tu llegada?

Willie se detuvo temblando al oír los acentos de aquella voz terrible, porque comprendió que sería inútil que tratase de huir, y, quitándose el sombrero, contestó:

—No, princesa, no soy nada de eso, sino un pobre aldeanito que desearía saber si necesitáis un criado para serviros en vuestro magnífico castillo.

—¡Tú criado! Y ¿qué puedes hacer con semejantes manos?

—Todo cuanto plazca a Vuestra Alteza, porque tengo muchas ganas de trabajar.

—Pues entra, porque precisamente se han marchado mis criados por no tener bastante trabajo.

Willie jamás había oído decir que los criados se marcharan de una casa porque no tuvieran trabajo: habría, pues, vacilado si hubiera tenido tiempo para ello; pero a la ogresa le bastó alargar la mano para cogerle y hacerle entrar a la fuerza.

En efecto: bien pronto echó de ver que, muy lejos de no tener nada que hacer en aquel castillo,

había trabajo para diez criados. Su primera ocupación fue preparar la comida, y ¡qué comida! Lo menos para veinte personas, aunque la ogresa vivía sola.

Agréguese a esto que, como en casa de su madre, el pobre Willie no hacía grandes guisos, pues no tenía siquiera las primeras nociones de cocina.

Por lo demás, nada faltaba en el castillo: la despensa estaba provista de caza y de viandas frescas; la bodega, de vinos, y las huertas de verduras y frutas. Luego, en una repostería especial había grandes mesas de mármol con toda clase de pescados.

Aquella abundancia arrancaba suspiros al pobre Willie, porque habría bastado para la manutención de toda su aldea.

Añadamos que estaba bastante apurado para saber por dónde debía empezar.

En aquel momento aparecieron las manos gigantescas poniéndose a trabajar.

Una empezó por raspar las zanahorias y limpiar las cebollas de la olla, mientras que la otra  desollaba liebres y conejos y desplumaba faisanes y perdices. Luego, cuando quedó terminada esta tarea preparatoria, se pusieron a rellenar esto o a hervir lo otro, a condimentar salsas, a amasar pastas, a cortar pan, a espumar el puchero, a poner al fuego las cacerolas, en términos que daba gusto ver marchar toda una cocina con tal conjunto.

Willie ayudaba con sus manecitas a las grandes en cuanto podía.

Puso la mesa como jamás se había puesto; la ogresa comió, sonrió con complacencia al llegar a los postres, y le pareció que su criado era un tesoro.

Los egoístas son siempre ingratos: ésta es una verdad que conoceréis más adelante, queridos niños. La ogresa no dejó de serlo: cada vez se mostraba más exigente con el pobre Willie, que, a pesar de la ayuda de las grandes manos, no tenia un minuto de reposo.

Un día, que había sido más exigente que de costumbre, el niño le dijo:

—Princesa, yo trabajo tanto como puedo, y os aseguro que otro cualquiera se habría rendido ya. Apenas me queda tiempo para dormir, y gracias si consigo satisfacer vuestro terrible apetito.

Queridos niños, si hubieseis podido ver la cara que puso la ogresa al oír esta sencilla observación, os habríais asustado tanto como se asustó el pobre Willie.

— ¡Miserable! aulló. Ganas me dan de hacerte trizas con mis uñas y mis dientes; mas por esta vez te perdono. Ten presente desde este momento que, si llega a faltar un rábano siquiera, te como en lugar de él.

—Entonces, princesa, contestó Willie, tened la bondad de ajustarme la cuenta.

La ogresa se puso encendida de cólera, porque comprendió que, si el pequeño Willie se marchaba, no podría sustituirle con nadie. Se levantó furiosa de su sillón para llevar a cabo su amenaza; pero el niño, asustado, se puso a correr por la habitación dando vueltas alrededor de los muebles, y luego se lanzó al corredor.

La ogresa salió persiguiéndole, chocando sus mandíbulas una contra otra, y ya iba a alcanzarle, cuando de pronto apareció una enorme mano, la cogió por la cintura, y, a pesar de sus alaridos, pasó con ella por una ventana que daba al mar.

El pequeño Willie siguió a la mano muy alegre, dándole mil gracias por haber acudido en su socorro tan oportunamente.

Entre tanto la mano tenía a la ogresa suspendida sobre las mugientes olas.

— ¡Piedad! ¡Perdón! gritaba la ogresa al ver el abismo abierto a sus pies.

Pero como era una mujer mala, la mano gigante no le tuvo compasión; la fue soltando poco a poco, y la ogresa, dando un grito de desesperación, cayó al mar con tal estruendo que las salpicaduras saltaron hasta la torre más alta, y los peces asustados huyeron hasta dos leguas más allá.

No hay para qué decir que la ogresa se hundió hasta lo más profundo del mar y no volvió a salir a la superficie Willie se apresuró a salir del castillo, y cuando se halló en la playa miró las olas con cierto temor, creyendo a cada momento que iba a asomar la cabeza de la abominable ogresa; pero, como hemos dicho, no reapareció.

No vio más que las buenas manos que le seguían, comprendiendo la necesidad que de ellas tenía. Penetraron en el mar precisamente a sus pies. El niño saltó a la palma de una de ellas y se sentó entre el índice y el pulgar. Cada mano tenía, a guisa de mástil, un enorme trinchante al cual estaban atados a modo de velas los dos pañuelos más hermosos de la ogresa. Estos pañuelos se inflaron al soplo del viento, y, como éste era favorable, empujó al otro lado del mar.

Al salir la luna, se encontró desembarcado con toda seguridad y cómodamente instalado en la granja de un buen labrador al cual se había dirigido y que le prometió darle tanto trabajo cuanto pudiera hacer. Pero cuando el labrador le hizo esta promesa, no sabia qué buen trabajador le deparaba la Providencia.

A la mañana siguiente, Willie se fue al campo; era la época de comenzar la siega, y el labrador le designó un gran campo de trigo por segar. Willie se puso en mangas de camisa, cogió su hoz y dio principio a su tarea.

Al punto salieron a sus lados las grandes manos y empezaron a ayudarle, segando el trigo con dos hoces enormes y no deteniéndose sino para atar las gavillas.

Por la noche, Willie había segado y engavillado tanto como podían haber hecho diez hombres.

Al otro día el labrador fue a su campo y se quedó lleno de asombro.

Miraba alternativamente al muchacho y el resultado de sus trabajos, prometiéndose hacer todos los sacrificios posibles para tener siempre a su servicio a un criado tan útil.

—Puesto que tan bien sabe segar y engavillar, dijo para sí, también sabrá labrar.

En consecuencia, cuando concluyó la siega, que el pequeño Willie acabó solo del mismo modo que la había empezado (por supuesto, ayudándole las grandes manos), el muchacho quedó convertido en labrador.

Se le quiso dar caballos o bueyes: pero él dijo que procuraría pasar sin ellos; y como el labrador tenia gran confianza en su aptitud, dijo que se arreglara como quisiera.

Ya comprenderéis, queridos niños, que Willie había contado con las manos gigantescas, y no anduvo descaminado, porque las dos se engancharon al arado, y por la noche estaban abiertos en diez fanegas de tierra unos surcos tan derechos como lo es la línea seguida por una flecha disparada por un brazo vigoroso.

El labrador hacía su recorrida a caballo sin comprender nada, porque las grandes manos, visibles para Willie, eran invisibles para él. Lo único que veía era un arado que avanzaba solo y hacía tanto trabajo como jamás lo había visto hacer a arado alguno. Semejante prodigio daba al traste con toda su experiencia; pero como era hombre religioso, bendecía a la Providencia, que le había enviado un labradorcillo tan sorprendente.

Willie fue admitido a la mesa del buen labrador que pensó que nunca haría demasiado por él. Estaba viudo y tenía una hija de quince años, que era la que cuidaba de la casa; era muy bonita, y tan aficionada al trabajo como Willie.

Nancy, que así se llamaba la joven, quería mucho a Willie, el cual tenía dos años más que ella, del mismo modo que Willie habría querido mucho a Nancy si hubiera creído que le era permitido alzar los ojos hasta la hija de su amo.

Trascurría así el tiempo apaciblemente, Willie enviando todo lo que ganaba a su madre por conducto de las grandes manos, que eran los mensajeros más seguros y rápidos que pudiera encontrar. Por la noche, entregaba su dinero a la mano derecha o a la izquierda indistintamente, y, aunque había cien leguas desde la granja hasta la casa de Willie, la mano partía al punto cerrada, y no se abría sino para dejar el dinero sobre la mesa de la buena madre, donde ésta lo encontraba al levantarse.

Mientras tanto, Willie llegaba a ser mayordomo del labrador. Era ya un gallardo mancebo de veintiún años y Nancy una hermosa doncella de diez y nueve.

Cierto día que había ido a las montañas para reunir los ganados que permanecían en ellas durante el verano y llevarlos a pasar, como de costumbre, el invierno en la granja, donde debían esquilarlos, operación que era una de las ganancias del buen labrador, estalló una furiosa tormenta, y copiosos torrentes de agua inundaron el valle, arrastrando rebaños y pastores.

Willie, en lugar de exponerse como los otros, había tenido la precaución de retener en la ladera de la montaña los animales que se le habían confiado; pero no dejó de asustarse al ver a qué altura subían las aguas, convertidas en un verdadero río.

Buscaba un camino por el cual pudiera llegar a la granja dando un gran rodeo, cuando, en el momento en que menos lo esperaba, vio que las dos manos gigantescas se extendían sobre las aguas y formaban el puente más perfecto que se pueda imaginar.

Como no tenia miedo, pasó el primero; sus carneros le siguieron, y con gran júbilo de todos, y en especial de Nancy, que estaba más inquieta aún por el pastor que su padre por los carneros, entró en la granja de su amo sin haber perdido un corderillo.

Willie recibió aquella vez doble recompensa. 

Se había acostado lleno de alegría, pensando que en poco tiempo sería bastante rico para ir a reunirse con su buena madre, y se había dormido plácidamente dando gracias al Señor, cuando de pronto le despertaron unos gritos de terror y de desesperación.

Saltó de la cama y, vistiéndose apresuradamente, salió al patio de la granja.

Con extraordinario terror, encontró a su amo retorciéndose las manos, presa de la más terrible angustia, porque el incendio que devoraba la granja acababa de llegar al cuarto de su hija.

Nancy se había refugiado en el palomar con las palomas, sus amigas; pero las llamas la habían seguido y quemaban la escalera; de suerte que se encontraba en una especie de torre aislada, de la que no podía bajar, a menos de tener alas como las palomas, que revoloteaban alrededor de su cabeza, y de la cual no era posible sacarla, pues ninguna escalera era bastante alta.

Willie, que se había encaramado al tejado más próximo, estaba desesperado, porque no veía medio de salvar a su querida Nancy, cuando de repente aparecieron las manos gigantescas, y, poniéndose a lo largo de la pared de la casa, formaron una escalera, cada uno de cuyos escalones era un dedo. Willie subió por ellas sin vacilar, llegó hasta la ventana, desde la que Nancy pedía socorro, la cogió en brazos, bajó por la misma gigantesca escalera por donde había subido, y dejó a la joven sana y salva en brazos de su padre.

* * *

A los seis meses del suceso que acabamos de referir, se oían rechinar en el camino que iba a casa de la madre de Willie las ruedas de una carreta muy cargada y cubierta con un toldo tan blanco como la nieve.

—¿Qué había en esa carreta? preguntaréis, queridos niños.

Echadle una ojeada, y veréis a Willie sentado junto a una hermosa joven, que era su esposa.

Aquella joven era Nancy, la hija del labrador.

Ambos iban, tirados por las manos gigantes, a la casa de la madre de Willie, con objeto de llevarle un mueblaje magnifico, si quería continuar viviendo allí, o con el de decirle:

—Madre: aquí tenéis un sitio a nuestro lado, si queréis venir a la granja.

Por fin, llegaron al sendero que iba a parar a la cabaña. La madre de Willie estaba a la puerta, inquieta y, aunque no estuviera advertida, esperaba algo extraordinario.

Las madres, queridos niños, tienen siempre estos presentimientos.

Willie fue el primero en verla y saltó del carro.

Su madre lanzó un grito y ambos corrieron a abrazarse, mientras Nancy juntaba las manos y daba gracias a Dios por presenciar el grato espectáculo de la reunión de un hijo con su madre.

Aquella noche se acostaron tarde en la casa, junto a un fuego agradable y una mesa bien servida.

Durante la velada, Nancy, que estaba cansada, se durmió, y entonces Willie se lo refirió todo a su madre. Creía que iba a maravillarse mucho al oír el relato sobre el auxilio que le habían prestado las manos gigantescas; pero no fue así: la madre se sonrió y, abrazando a su hijo, le dijo:

—Hijo mío, has tenido, en efecto, mucha suerte, pero la has merecido por tu constancia, tu voluntad y tu trabajo. Lo que te parece milagroso es para mí muy natural. Muchas gentes han conocido antes que nosotros esas manos gigantescas, y otras las conocerán después que nosotros; su poder es inmenso y están siempre prontas a acudir en auxilio de los que son buenos y animosos. Se pueden esperar de ellas recompensas positivas y una fortuna segura; porque son las poderosas manos de la industria.

La madre de Willie prefirió irse a vivir con su hijo y su nuera; regaló su casa a una mujer más pobre que ella y se encaminó con ellos a la granja, donde, después de vivir muchos años contenta y satisfecha, se durmió con el sueño de los justos, rodeada de sus hijos y sus nietos.

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