Juan El Chico y Juan El Grande Cuento Completo

Juan El Chico y Juan El Grande - Alejandro Dumas

I

Una vez habitaban en un pueblo, cuyo nombre no recuerdo, dos individuos que tenían el mismo nombre, es decir, Juan.

Pero el uno poseía cuatro caballos; mientras que el otro no contaba más que con uno.

Y a fin de distinguir a los dos mozos, se había dado el nombre de Juan el Grande al dueño de los cuatro caballos, y de Juan el Chico al que solamente tenía uno, lo cual os indica de paso, amiguitos míos, que no es la inteligencia ni la talla lo que establece la diferencia entre los dos Juanes, y sí solamente la fortuna...

A causa de un convenio concluido entre los dos aldeanos, Juan el Chico debía labrar las tierras de Juan el Grande, prestándole su único caballo durante los seis días de la semana; mientras que Juan el Grande, por reciprocidad, debía ayudar al otro, dejándole sus cuatro caballos para labrar su campo, pero esto solamente una vez a la semana, el domingo.

Cualquiera se hubiera quejado de trabajar el día en que todo el mundo descansa; pero Juan el Chico era un alegre compañero, a quien no arredraba la fatiga.

¡Y era de ver aquel día cómo disfrutaba de su triunfo! Se cuadraba orgullosamente delante de su tiro de cinco caballos, hacia chasquear su látigo y ¡zis, zas!, pues durante todo un día figurábase que los cinco cuadrúpedos eran suyos.

El sol brillaba, las campanas llamaban a los fieles a la iglesia, y veíase pasar a campesinos y campesinas con su devocionario debajo del brazo, vistiendo su traje de fiesta, por delante del campo de Juan el Chico, para ir a misa.

Y, encorvado sobre su arado, Juan el Chico se erguía para saludar a sus amigos, mostrándose allí alegre y orgulloso con los cinco animales que labraban su campo.

— ¡Zis, zas! ¡Adelante, caballos míos! Gritaba Juan el Chico alegremente.
—No deberías hablar así, dijo Juan el Grande, que, en vez de ayudar en el trabajo, según se había convenido, se contentaba con mirar como el otro se afanaba, y permanecía cruzado de brazos.
—Y ¿por qué no he de hablar así? Preguntó Juan el Chico.
—Porque de esos cinco caballos, tan sólo uno te pertenece, pues los otros cuatro son míos. 
—Es verdad, contestó, sin envidia, Juan el Chico.

Mas, a pesar de esta confesión, apenas un amigo, un conocido y hasta un extraño pasaba por allí y se complacía en mirarle trabajar, el joven olvidaba la prohibición, y, haciendo chasquear a más y mejor su látigo, gritaba:
—¡Adelante, adelante, mis cinco caballos!
—Ya te he prevenido, le dijo Juan el Grande, que me desagradaba que dijeses: «¡Mis cinco caballos!. Y te advierto otra vez, y esta será la última, que, si te vuelve a suceder, ya verás lo que haré.
—Pues ya no sucederá más, dijo Juan el Chico.

Sin embargo, tan pronto como volvió a pasar gente, saludándole con la cabeza de la manera más amistosa, el demonio de la vanidad se apoderó de él otra vez, y, a riesgo de lo que pudiera hacer Juan el Grande, chasqueó de nuevo su látigo, gritando con todas sus fuerzas:

— ¡Adelante, mis cinco caballos!
—Espera ahora, dijo Juan el Grande; ya verás cómo arreo a tus cinco caballos.

Y, cogiendo un guijarro, le arrojó con tal fuerza a la cabeza del caballo de Juan el Chico, que el cuadrúpedo cuyo muerto en el sitio.

—¡Ah! He aquí que ya no tengo caballo, exclamó Juan el Chico. Y comenzó a llorar.

Mas era un muchacho poco melancólico por naturaleza, y comprendió que las lágrimas no remediarían en nada el mal; las enjugó, pues, con la manga de la camisa, sacó un cuchillo de la faltriquera, y como su caballo no tenía ya nada de bueno más que la piel, se dispuso a desollarle.

Terminada la operación, Juan el Chico extendió la piel en una cerca, para secarla.

Su intención era ir a venderla a la ciudad; pero ésta última estaba lejos del pueblo de Juan el Chico, y antes de llegar era preciso cruzar por un gran bosque muy sombrío. Cuando se hallaba a la mitad de éste, estalló una tormenta, extravióse, y la noche cerró antes de que pudiera encontrar su camino.

Sin embargo, a fuerza de andar llegó al lindero del bosque, donde vio una granja.

Acercóse muy contento, con la esperanza de encontrar un albergue. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, pero en el interior brillaba una luz a través de las rendijas.

Juan el Chico llamó a la puerta.

La dueña abrió.

El joven expuso cortésmente su deseo; pero la campesina no se conmovió.

—Seguid vuestro camino, amiguito, contestó; mi marido está ausente, y, cuando no se halla aquí, no recibo a personas extrañas.

—Pues deberé pasar la noche al sereno, dijo Juan el Chico, suspirando.

Pero la mujer, sin enternecerse ni contestar, le dio con la puerta en las narices.

Juan el Chico miró a su alrededor, porque estaba resuelto a no seguir adelante.

Cerca de la casa veíase una muela para el heno, y entre ésta y aquélla elevábase un pequeño cobertizo con tejadillo de rastrojo.

— ¡Hola! pensó Juan el Chico al ver el tejadillo. He aquí que ya tengo cama; extenderé la piel de mi caballo sobre el rastrojo, me taparé con mi saco, y dormiré mejor que ese perverso Juan el Grande, que me ha matado mi pobre caballo.

—Con tal que la cigüeña, continuó el joven, no venga a sacarme los ojos con su largo pico mientras que duermo, quedaré contento.

Efectivamente, había un nido de cigüeñas sobre la chimenea que dominaba el cobertizo, y en aquélla, el macho o la hembra estaba de pie, sosteniéndose en una pata.

Hecha esta observación, Juan el Chico subió al tejado, extendió su piel, echóse, se tapó con su saco, y se volvió varias veces de uno a otro lado para ahondar un poco su lecho. 

Una vez, al volverse, un rayo de luz llamó su atención, y pudo ver que partía de un postigo entornado.
Por la abertura, el joven pudo ver lo que se hacía en la habitación de la granja.

Pensando en lo que le había dicho la campesina, lo que vio no pudo menos de admirarle...

Sobre una gran mesa se ostentaba un pez magnífico, un pavo asado, un pastel y toda especie de vinos excelentes.

A la mesa estaban sentados la mujer del labrador y el bedel del pueblo donde Juan el Chico habitaba.

Estaban solos, y la campesina servia a su compañero una parte del pescado, que era su manjar favorito, llenándole el vaso repetidas veces e invitándole a beber cuanto quisiera.

—¡Hola, hola! exclamó el mancebo. Paréceme que eso es una fiesta. ¡Vamos! He aquí que la campesina se levanta. ¿Qué irá a buscar ahora? ¡Bizcochos, pastelillos de crema! ¡Bah! ¡No es tan desgraciado nuestro bedel, diablo!

Un momento después, oyó que por el camino se acercaba alguien en dirección a la granja.

Era el marido de la campesina, que regresaba a su casa.

Juan el Chico no le conocía, pero le adivinó al verle dirigirse hacia la puerta y llamar con redoblados golpes.

Solamente el amo podía proceder así.

Era un buen hombre el labrador; pero se le censuraba una extraña manía, y era la de no poder mirar de frente a un bedel sin experimentar furores semejantes a los de la rabia.

Añadamos que el bedel, conociendo esta antipatía del marido a los bedeles en general, y a él en particular, había ido a dar los buenos días a la mujer, precisamente porque no ignoraba que estaba fuera; y la buena campesina, agradeciéndole su bondad, habíale servido los mejores manjares que tenía.

Ahora bien: cuando los dos oyeron llamar a la puerta, reconociendo en la manera de hacerlo al amo de la casa, atemorizáronse de tal manera, que la mujer rogó al bedel que se ocultase en un gran cofre vacío, que estaba en un ángulo de la habitación.

El bedel, temblando de pies a cabeza, no se hizo de rogar, y mientras que la mujer levantaba la tapa introdújose en el cofre y se agazapó en el fondo.

La mujer dejó caer la tapa.

Hubiera querido cerrar el cofre con llave; pero hacía largo tiempo que ésta se había extraviado, y, sin prever cuál podía ser la utilidad de aquel cofre, la campesina no quiso que se construyera otra llave.

Se contentó, pues, con echar sobre el mueble cuanto encontró a mano, y, corriendo hacia la mesa, retiró el pescado, el pavo y los pasteles, escondiéndolo todo en el horno.

Pues ya se comprenderá que, si su marido hubiese visto todo aquello, no habría dejado de preguntar cuál era la causa de tal banquete.


—¡Ah! exclamó en alta voz Juan el Chico, al ver que por la boca del horno desaparecían todos aquellos magníficos manjares. ¡Ah, bienaventurado horno!
El labrador, que llamaba siempre a la puerta, oyó aquel suspiro.
— ¡Eh! gritó. ¿Quién anda por ahí arriba?
—Soy yo, contestó el joven.
—Y ¿quién eres tú?
—Juan el Chico.
—Y ¿qué haces ahí?
—A fe mía, señor, trataba de dormir; pero esto no es fácil, y por eso suspiraba.
—Y ¿cómo es que no estás en la granja o en el pajar?
—Porque vuestra mujer, que es muy prudente, me ha contestado que cuando no estabais en casa no recibía a ningún extraño.
—¡Ah, ah! exclamó el labrador, satisfecho.

Bien reconozco en eso a mi buena Claudia; pero ven conmigo y te recibirá bien: yo te lo prometo.
— ¡En, eh! replicó Juan el Chico, guardando la piel en su saco, echándose éste al hombro y deslizándose por la pendiente del tejadillo. Me parece que la buena Claudia tarda en abrir la puerta.
—La buena mujer estará acostada y duerme, repuso el labrador; y tiene el primer sueño muy pesado; pero ahí está, ya la oigo.
La puerta se abrió.
—¡Ah! ¿Eres tú, mi pobre Nicolás? Exclamó la campesina abrazando a su marido. ¿Has llamado muchas veces?

Y estrechaba al pobre hombre de tal modo contra su corazón al abrazarle, que pasó un momento sin que pudiera contestar.

— ¡Diantre! exclamó, al fin. Diez minutos, o un cuarto de hora.
— ¡Un cuarto de hora! ¡Oh pobre marido mío! exclamó Claudia. ¡Qué frío debes tener y qué cansancio! Ven pronto a dormir y descansar.
— ¡Oh, oh! repuso Nicolás. No tan pronto, porque tengo más hambre que frío y sueño, y quiero cenar antes de acostarme, sin contar que este muchacho me acompañará. ¿No es cierto, Juan el Chico?
— ¡Ah, diablo, señor Nicolás! contestó el mozo. No me hubiera atrevido a pedíroslo; pero, puesto que me invitáis, esto me complacerá mucho.

Y, volviéndose hacia la campesina, añadió, como si la viese por primera vez:

—Señora, tengo el honor de daros las buenas noches.
—Buenas las tengas, dijo la campesina, que hubiera querido tener a Juan el Chico a cien leguas de allí, no porque pensase que éste podría haber visto algo, sino porque temió que, si su marido y el joven se ponían a la mesa, sería difícil hacerlos levantar después, lo cual debía molestar mucho al pobre bedel encerrado en su cofre.

Mas la mujer pensó en otro medio para que no estuviesen largo tiempo a la mesa, y fue servir tan sólo un gran plato de legumbres hervidas en agua, sin manteca ni tocino, resto de la comida de los carreteros.

El labrador, muy hambriento, comía con el mejor apetito, sin quejarse, porque no sospechaba que en la casa hubiese otra cosa, y porque en aquel plato de legumbres reconocía el espíritu económico de una buena ama de casa.

Mas no sucedía lo mismo con Juan el Chico, que había visto el pescado, el pavo, el pastel y los pastelillos de crema, y que sabía que bastaba levantar la puertecilla del horno para encontrar todo esto.

Juan el Chico había dejado debajo de la mesa el saco donde estaba la piel de caballo que iba a vender a la ciudad, tenía el pie encima, y como el plato de legumbres no era de su agrado y pensaba en el medio de hacer salir del horno todas las golosinas que contenía, apoyó maquinalmente el pie en el saco.

—¡Crac! hizo la piel.
—Silencio, dijo el labrador.
—¿Qué hay? preguntó Juan el Chico.

El labrador permaneció silencioso.

Juan el Chico apoyó de nuevo el pie sobre el saco. 

—¡Crac! repitió la piel, gimiendo por segunda vez.

El labrador observó de dónde venía el ruido.
—¿Qué tienes en tu saco? preguntó al joven.
—¡Oh! No hagáis caso, contestó Juan el Chico; es un mágico.
—¿Cómo un mágico?
—Si.
—¿Llevas un mágico en tu saco?
—¿Por qué no?
—¿Y es que se queja?
—Es que me habla.
—Y ¿qué te dice?
—Me dice en su lengua que no coma esas insulsas legumbres sin manteca ni tocino, puesto que en el horno hay muy buenas cosas, destinadas para nuestra cena.

—-¡Diablo! exclamó el campesino. Si esto fuese verdad, tu mágico sería un gran hombre.
—Id a verlo vos mismo.
—¿Y si miente?
—No habréis perdido gran cosa, pero mi mágico no miente jamás.

II

Juan el Chico hablaba con tal tono de seguridad, que el labrador se fue derecho al horno y levantó la puertecilla.

Entonces quedó asombrado, porque allí estaban todos los buenos manjares y las golosinas que su mujer había escondido.

En cuanto a la campesina, no se atrevía a decir palabra, y se apresuró a poner en la mesa todas las buenas cosas que el horno contenía, y que los dos convidados comenzaron a comer de la mejor gana.

Pero era triste no acompañar aquello más que con vino común.  

Por eso Juan el Chico volvió a poner el pie sobre su saco, y de nuevo se oyó el crac.
— ¡Bueno! ¿Qué más hay? preguntó el labrador, muy satisfecho de la excelente comida que se le daba sin que le costase un cuarto.
—Pues hay que ese mágico hablador no quiere callarse.
—Y ¿por qué se ha de callar, cuando tan bien habla?

El mágico repitió su crac.
—¿Qué dice? preguntó el labrador, que no comprendía aquel lenguaje.
—Dice, contestó Juan el Chico, que en el rincón opuesto al horno ha ocultado tres botellas de excelente vino, destinado a sazonar el pescado, el pastel y el pavo.

—Ve a verlo, mujer, ve a verlo, dijo alegremente el labrador.

Y la mujer se vio obligada a ir en busca de las botellas de vino y a dar de beber a los dos hombres.

El labrador bebía mucho y se ponía muy alegre, manifestando deseos de poseer él también un mágico.

—¿Podría hacer que apareciese el diablo? preguntó a su compañero de mesa.
— ¡Uf! contestó Juan el Chico. Eso es pedir demasiado,
—Preguntadle si puede, insistió el labrador.
—Y ¿no tendríais miedo?
—¡Yo! Cuando tengo una botella de vino en el cuerpo ya no temo nada; pero ¿podrá hacerlo?
—Mi mágico puede todo lo que yo quiero, contestó el joven. ¿No es verdad? preguntó mirando bajo la mesa, y apoyando el pie sobre el saco, lo cual hizo crujir la piel.
—¿Qué dice? preguntó el labrador, poseído de ansiedad.
—Pues ¿no habéis oído?
—Sí, pero sin comprender.
—¡Ah! Es cierto. Pues bien: ha contestado que no deseaba otra cosa.
— ¡Pues vamos, pronto!
—El diablo es tan feo, amigo mío, que mejor fuera no verle.
— ¡Bah! Yo no soy una mujercilla.
—No importa; hay una cosa, o un hombre, por ejemplo, que aborrecéis más que todo en el mundo.
—Sí, los bedeles en general, y el del pueblo de Niederbronn en particular.

Precisamente el bedel de este pueblo era el que estaba oculto en el cofre.
—Pues bien: el diablo se os aparecerá bajo la forma del bedel de Niederbronn.
—¡Sea! Pero que no se acerque demasiado, o no respondo de mí.
—Bueno; pues, en este caso, decid a vuestra mujer que levante la tapa del cofre.
— ¡Claudia! ¡No se atrevería jamás!... ¿No es verdad, Claudia?
—I Oh! ¡No! contestó la mujer.

Y sus dientes se entrechocaban unos con otros.
—Pues, entonces, yo iré, dijo Juan el Chico.
—No levantéis demasiado la tapa, para que no se escape.
— ¡Oh! No tengáis cuidado.  

El labrador alargó el cuello, mientras que su mujer se apoyaba contra un sillón, tan pálida y desfallecida que parecía que iba a caer en tierra.
.
Juan el Chico levantó la tapa del cofre.
—¡Ah! Ved ahora si no se parece punto por punto al bedel de Niederbronn.
—¡Uf! exclamó el labrador. ¡Esto es terrible! No se debía temer que el diablo tratase de salir, pues hallábase como adherido en el fondo del cofre.

Juan el Chico dejó caer la tapa.

—Y ahora, bebamos, dijo. No sé si sois como yo; pero nada me altera tanto como ver al diablo.

Y los dos amigos se hicieron llenar las vasos por Claudia, que escanciaba el vino temblando, y brindaron alegremente.
—De todos modos, dijo el labrador a su compañero, tú debías venderme tu mágico.
— ¡Oh! contestó el joven. Es imposible. Bien veis que es muy útil para mí.
—Pídeme por él lo que quieras.

Y añadió en voz baja:
—Yo soy rico, mucho más rico de lo que se cree.
—Si; mas apenas os le haya vendido, contestó Juan el Chico, yo seré pobre.
—¿Y si te pago lo bastante para que te enriquezcas?
Mira: te daré una talega de plata.
—-Escucha, contestó Juan el Chico. Como has sido bueno para mi y me has dado hospitalidad cuando estaba al sereno, haré por ti, lo que no haría por nadie. Tendrás mi mágico por una talega de plata, bien llena.
—Conforme.
—Espera.
—¿Qué?
—Quiero ese cofre viejo además.
—Con mucho gusto; pero el diablo no debe estar allí ya.
—Ve a verlo.
— ¡Ah! Yo no quiero nada con él: ¡es demasiado feo!

El labrador dio a Juan el Chico una talega de plata bien llena, y el mozo le entregó la piel de caballo que guardaba.

El primero proporcionó además a Juan el Chico una carreta y dos caballos para llevarse la plata y el cofre, porque estaba muy contento de su compra.

— ¡Adiós, Nicolás! dijo Juan el Chico 

Y partió con la carreta, los dos caballos, el dinero y el cofre, donde aun se hallaba el bedel. 

A la salida del bosque había un río muy ancho y profundo, y, llegado a la mitad de él, Juan el Chico murmuró:

—A fe mía que hice mal en pedir este viejo cofre a Nicolás: no sirve para nada, y, aunque está vacío, pesa tanto que cualquiera le creería lleno de piedras. Voy a dejarle caer en el agua.

Si flota y llega a la casa, tanto mejor; y si se hunde hasta el fondo, tanto peor: a mí me es igual.

Y, cogiendo el cofre por un lado, levantóle como para arrojarle al agua. 

Juan el Chico hacía esto con malicia para espantar al bedel.

En efecto, el hombre se atemorizó mucho, tanto que gritó al punto:
— ¡Detente, Juan el Chico, detente un momento, pardiez, y déjame salir antes!
— ¡Ah! exclamó el joven, sentándose sobre el cofre. Nada de eso; ya que el diablo está dentro aún, ahoguémosle, y todo irá perfectamente en la tierra.
—No soy el diablo, gritó el pobre prisionero; soy el bedel de Niederbronn. No me ahogues, Juan el Chico, y te daré una talega llena de plata.
—Pues hazme un recibo, dijo el mozo, pasando un lápiz y papel al prisionero por una abertura del cofre.

Cinco minutos después, el recibo salió del cofre por el mismo conducto.
— ¡Ahí le tienes! dijo el bedel.

Juan el Chico leyó:
«Reconozco deber al portador una talega de plata...»
—Te se ha olvidado añadir: bien llena, observó Juan el Chico.
—Te lo prometo, te lo prometo, contestó el bedel.
—Bien llena, ¿me entiendes?
—Sí .
«...Y que le entregaré apenas me halle sano y salvo en mi casa”, añadió el bedel.

El hombre había puesto la fecha, y debajo su firma; de modo que el recibo estaba en regla.

Juan el Chico abrió el cofre, el bedel saltó fuera., y entre los dos arrojaron aquél al agua.

Cuando la carreta estuvo en la otra orilla, penetró en un camino que conducía al pueblo de Niederbronn.

Juan el Chico dejó al bedel en su puerta, apeándose con él.

El hombre le entregó un saco de plata bien lleno.

Juan el Chico acondicionó bien los dos que ahora tenía y alejóse.

Poco después hallábase en su casa.

—A fe mía, se dijo, que me han pagado bien mi caballo.
Y vació su dinero en medio de la habitación.
—He aquí que Juan el Grande estará muy triste ahora, pensó el joven, cuando sepa hasta qué punto me ha hecho un gran favor al matar mi pobre caballo; pero me parece que esos dos tunos han medido la plata muy escasamente.

Y, llamando a un muchacho, envióle a casa de Juan el Grande para pedirle de su parte una talega vieja.

—¿Qué diablos tendrá que medir, para pedirme tal cosa? se preguntó Juan el Grande.

Y, para averiguarlo, untó con pez el fondo de la talega, a fin de que se adhiriera algún fragmento de lo que en ella se pusiese.

No dejó de suceder así, como lo había previsto Juan el Grande, pues el otro, sin sospechar la malicia, o bien descubriendo el ardid, pero satisfecho hasta cierto punto de que Juan el Grande conociera su buena fortuna, no miró el fondo de la talega: de modo que Juan el Grande encontró tres monedas de plata pegadas.

—¡Oh, oh! ¿Qué será esto? preguntóse Juan el Grande. Mí compañero habrá llegado a ser rico, cuando así mide la plata.

Y corrió a casa de Juan el Chico.

El dinero estaba en el suelo aún.

—¿Dónde has encentrado toda esa plata? Preguntó Juan el Grande, asombrado.
—Es el precio de la piel de mi caballo, que vendí ayer noche, contestó Juan el Chico.
—¿De veras?
—De veras.

Juan el Chico no mentía.

Cierto que tenía el dinero del bedel mezclado con el del labrador; pero todo provenía de la venta de la piel de su caballo.

—Pues te la han pagado muy bien, según parece.
— ¡Oh! Mucho más de lo que vale. ¡Qué favor me has hecho, sin presumirlo, al matar un animal que, vivo, no valía diez escudos, y muerto me ha producido más de tres mil!
—Y ¿a quién se lo has vendido?
—Al labrador que vive en el lindero del bosque.
Si tienes alguna cosa que venderle, dirígete a Nicolás.
—Sí, contestó Juan el Grande, precisamente tengo alguna cosa.
— ¡Hola! exclamó Juan el Chico. Esto vendrá perfectamente. A mí me ha prestado su carreta y sus dos caballos después de hacerme la compra.

Tú tienes tanta avena y tanto heno, que rebosan en tu granja; da un buen pienso a esos cuadrúpedos, enganchados a la carreta, llévaselo todo a Nicolás y él te pagará bien.

—Me conviene, dijo Juan el Grande.

Y se llevó la carreta.

Al entrar en su casa cogió un hacha, se fue a la cuadra, mató sus cuatro caballos, los desolló, puso a secar las pieles en la cerca, y, colocándolas después en el vehículo, tomó el camino de la ciudad.

Precisamente era día de mercado.
— ¡Pieles de caballo! gritaba Juan el Grande.

Los zapateros y los curtidores acudieron presurosos.
—¿Cuánto valen las pieles? preguntaron.
—Dos talegas de plata, bien llenas, cada piel, contestó Juan el Grande.

Al pronto creyeron todos que el mozo estaba borracho.

Pero como andaba bien derecho y no tenía la voz avinada, se comprendió que hablaba con formalidad.

—¿Estás loco? le preguntaron los curtidores y los zapateros. ¿Crees tú, por ventura, que nosotros tenemos el dinero para darle por talegas?
— ¡Pieles de caballo vendo, pieles de caballo vendo! seguía gritando Juan el Grande.
Y a todos aquellos que preguntaban el precio de sus pieles, contestábales siempre:
—Dos talegas de plata bien llenas, cada una.
— ¡Quiere burlarse de nosotros! decían los zapateros.
—¡Y de nosotros! añadían los curtidores.

Y unos y otros comenzaron a zurrar de veras a Juan el Grande.

El mozo pidió auxilio.

Entre los curiosos que acudieron a sus gritos se hallaba el labrador Nicolás.

Este último no vio más que dos cosas: sus caballos y su carreta.

Y, recordando que había prestado todo esto al tunante que le engañó, gritó al punto:

— ¡Ah, bandido! ¡Ah, bribón! ¡Ah, tunante!
Y a su vez cayó sobre Juan el Grande, descargándole sendos golpes con el mango de su látigo.

El mozo huyó, dejan lo los dos caballos y la carreta de Nicolás, juntamente con sus cuatro pieles, y escapó fuera de la ciudad con toda la ligereza que sus piernas le permitían, aunque no tanto que no quedara cruelmente magullado.

—¡Ah! exclamó Juan el Grande al entrar en su casa. ¡Ya me las pagará Juan el Chico, pues voy a matarle!


III


Ahora bien: la casualidad quiso que, mientras que Juan el Grande meditaba su mala acción, la anciana abuela de Juan el Chico, que acababa de cumplir ochenta años, muriese en la habitación que ocupaba junto a la de su nieto.

Había sido muy mala para el pobre Juan el Chico; siempre le pegaba, o le tenía a pan y agua sin que lo mereciese; pero como el muchacho poseía un excelente corazón, no le afligió menos aquella muerte, la cual debía esperar, sin embargo, atendida la avanzada edad de la difunta.

Cogiendo, pues, a la pobre vieja en su lecho helado, la trasladó al suyo propio, caliente aún, a fin de ver si aquel calor devolvería la vida a su abuela.

Y después Juan el Chico se fue a sentar en un rincón, arreglándose para dormir, como lo habia hecho muchas veces.

Pero, como ya se comprenderá; su sueño no era pesado, y así es que durante la noche, al oír que abrían la puerta, despertóse y miró para ver quién entraba.

Entonces observó una cosa terrible.

Vio a Juan el Grande, pálido como un difunto que entraba de puntillas con un hacha en la mano.
Como aquél sabia dónde estaba el lecho de Juan el Chico, aunque la habitación no estuviese iluminada más que por la luna, adelantóse directamente hasta la cama y partió de un hachazo el cráneo de la abuela, creyendo dar el golpe a Juan el Chico.

— ¡Toma, toma! exclamó. ¡Ya no te burlarás de mí!

Y se volvió a su alojamiento.

— ¡Oh! ¡Qué hombre tan perverso! pensó Juan el Chico. ¡Ha querido matarme! ¡Suerte ha sido para la abuela estar muerta ya, pues sin esto la habría dejado sin vida!

Durante el resto de la noche, como Juan el Chico no quisiera, o, más bien, no se atreviera a dormir, se trazó mentalmente un plan, el cual puso en ejecución apenas llegó el día.

Puso a su abuela su traje de fiesta, ocultó bajo su mejor sombrero la herida que Juan el Grande le había inferido en la frente, pidió un caballo a su vecino de la izquierda, le enganchó a una carreta que le proporcionó su vecino de la derecha, colocó a su abuela apoyada en el enrejado de estacas, a fin de que no cayese en el camino, y marchó así hacia el bosque.

A eso de las nueve se detuvo delante de una gran posada para tomar un bocado.

El posadero era muy rico, más aún que el labrador y que el bedel. Al principio de su carrera, el padre de Juan el Chico le había prestado una considerable suma para montar su establecimiento; pero el hombre no pensó en devolverle el dinero.

Muerto su padre, Juan el Chico, sabiendo que aun se debía aquella cantidad, se había presentado al posadero para reclamársela; pero éste aplicó la extremidad del pulgar de la mano derecha en la punta de la nariz, y con los otros cuatro dedos simuló el movimiento de rotación de las alas de un molino de viento, lo cual quiere decir en todos los países del mundo: «Si confías en esto, muchacho, has contado sin la huéspeda.»

Juan el Chico no se dio por vencido é insistió; mas el posadero hizo otro ademán no menos expresivo que el anterior, tanto más cuanto que para éste se sirvió de las dos manos.

Con la derecha cogió un vergajo de buey, y con la izquierda mostró la puerta a su acreedor. Ahora bien: como Juan el Chico no ignoraba que aquel hombre era muy violento, y como no se creía con fuerzas para luchar con él, tomó el camino que se le indicaba y desapareció.

Desde aquel día, Juan el Chico volvió a ver ocho o diez veces al posadero, pero sin hablarle de nada, lo cual no impedía que se acordase de la suma que el posadero quedó a deber a su padre.

Ya hemos dicho que a eso de las nueve de la mañana Juan el Chico se detuvo delante de la puerta de aquel hombre violento y de mala fe.

Después entró en el establecimiento.
—Buenos días, Juan el Chico, díjole el posadero. ¡Diablo! Temprano comienzas a caminar. Bien se ve que no tienes un cuarto, pobre muchacho.
—Es verdad, contestó Juan el Chico; he salido temprano porque conduzco a mi abuela a la ciudad; pero en cuanto a no tener dinero, os engañáis: ahí va una moneda de plata de dos groschen para que me deis una botella de vino Mosela y dos vasos, a fin de que podamos beber mi abuela y yo.

El posadero miró la moneda, y, viendo que era buena, se la guardó, sin devolver el cambio, y bajó a la bodega para traer la botella.

Después la destapó y llenó los dos vasos. 
Juan el Chico acercó el suyo a los labios.
— ¡Eh! le dijo el posadero. ¿No llevas ése a tu abuela?
— ¡Bah! contestó el joven. Paréceme que vos tenéis más sed que ella, maese Claus.
—La verdad es que la tengo, contestó el hombre.
—Pues bien, bebed, dijo Juan el Chico, chocando su vaso medio vacío contra el otro, lleno aún.

El posadero no esperó la segunda invitación; le agradaba mucho beber su vino cuando otro lo pagaba, y así es que tomó el vaso y apuró su contenido de un trago.

— ¡Ah! exclamó Juan el Chico. Habéis bebido tan de prisa, que no se os habrá apagado la sed mucho. Repetid, maese Claus.

Y le llenó por segunda vez su vaso, que el posadero apuró con más lentitud, pero con no menos satisfacción.

Como los vasos eran grandes, el vino de la botella se agotó muy pronto.
—¡Toma! Es extraño, dijo maese Claus, mirándola al trasluz. ¡La botella está ya vacia!
—Pues bien, dijo Juan el Chico; en vez de devolverme el cambio de mi moneda, id a buscar otra botella, o más bien dos; pues, si no me engaño, éstas son las que me corresponden por mi dinero.
— ¡Diablo! Sabes contar bien, muchacho, exclamó el posadero.
— ¡Pardiez! Cuando no se puede contar mucho, es preciso hacerlo con cuidado.
—Bien dicho, contestó el posadero.

Y bajó a la bodega, subiendo un instante después con otras dos botellas.

De estas últimas, el hombre se bebió todo el contenido, excepto un vaso; de modo que el vino se le subió a la cabeza, y los ojos, inyectándose de sangre, parecían querer salirse de sus órbitas.

Al mismo tiempo apretaba los puños, jurando que, si en aquel instante le buscase alguno camorra, lo pasaría muy mal.

Pero Juan el Chico no tenía el menor deseo de trabar pendencia, pues no habla venido para esto.

El posadero iba a servirse el último vaso que aun quedaba en la tercera botella, cuando Juan el Chico le detuvo.
—Y la abuela, preguntó, ¿no ha de beber su vaso? Me parece que ha esperado ya bastante tiempo.
—Tienes razón, dijo el posadero, vaciando la botella en el vaso; lleva eso.
—¡Oh! exclamó Juan el Chico, aparentando que tropezaba. No tengo las piernas bastante fuertes: hacedme el favor de llevárselo vos mismo, maese Claus, puesto que sois más robusto.
— ¡Ah, tunante! dijo el posadero. No quieres molestarte. Pues bien, si: yo llevaré el vaso de vino a tu abuela, y si no la revive será porque tiene hielo en el vientre.

Y maese Claus fue en busca de la vieja, que estaba sentada en la carreta.
—Tomad, buena mujer, dijo; aquí tenéis un vaso de vino de Mosela, que vuestro nieto os envía.

Bebed eso, y ya me diréis si es bueno.

Pero la buena mujer, sin contestar, permaneció inmóvil.
—¡Hola! ¿No me ois? gritó el posadero con todas las fuerzas que tenia. Os digo que toméis este vaso de vino de Mosela, que vuestro nieto os envía.

Pero, por más que gritase, la anciana no contestó.

Y, por tercera vez, maese Claus repitió las mismas palabras, gritando masque nunca; pero como la mujer no contestase ni despegara los labios, el posadero exclamó:
— jAh, vieja testaruda! Ya te enseñaré a burlarte de mí.

Y le arrojó el vaso de vino a la cabeza.
El golpe fue tan violento, que la buena mujer
perdió el equilibrio y cayó de lado.
— ¡Ah! exclamó Juan el Chico, que habla seguido al posadero de puntillas. ¡Tú has matado a mi abuela! Mira qué agujero le has hecho en la frente.

Y le cogió del cuello gritando:
— ¡Quedas detenido!
—Es una gran desgracia, exclamó el posadero, sereno ya y levantando las manos al cielo. ¡Ay de mí! Todo esto se debe a mi viveza de genio; pero yo no tenía intención de hacer daño.

Me has de perdonar, amiguito, en consideración de que tu abuela era ya muy vieja, y no hubiera tardado en morir naturalmente.
— ¡Desgraciado! exclamó Juan el Chico. Aun hubiera vivido doscientos años, pues ya ves que estaba en la flor de su edad. ¡A casa del juez, a casa del juez!
—Cállate, Juan el Chico, dijo el posadero, y te daré una talega llena de plata.
—¿Bien llena?
—Sí, bien llena.
—Pues bueno: ve a buscarla, replicó Juan el Chico; pero, en conciencia, mi abuela valía más que eso.

Y el joven recibió del posadero un saco bien lleno de plata, y mandó enterrará su abuela de la manera más conveniente.

La medida de plata constituía la mitad de la suma que el padre de Juan el Chico había prestado a maese Claus.

Pero se ha de recordar que los intereses corrían desde hacía diez años.

IV

Cuando Juan el Chico entró en su casa, envió un muchacho a casa de Juan el Grande, el mismo que fue la primera vez, para que le prestara su talega vieja, porque la necesitaba de nuevo.

— ¡Cómo! exclamó Juan el Grande. Pues ¿no le he matado? Es preciso que me asegure.

Y él mismo quiso llevar a Juan el Chico lo que pedía.
Lo primero que vio fue el dinero que le había entregado maese Claus.
—¿De dónde te viene toda esa plata? le preguntó, abriendo los ojos con asombro.
—Escucha, Juan el Grande, le dijo el otro.

Creyendo matarme, has dado muerte a mi abuela: entonces yo he vendido la difunta, y me han dado todo el dinero que ves.
—¿Te han dado todo ese dinero por tu abuela?
—Sí: parece que las viejas van caras este año.
—Muy bien, dijo Juan el Grande. Yo tengo mi abuela que es idiota y todo el mundo dice: «¡Qué dicha para la pobre mujer si muriese!”

Pues voy a matarla y la venderé.

Y Juan el Grande volvió a su casa, cogió la misma hacha con que había dado muerte a sus caballos, y abrió la cabeza de su abuela; después puso el cadáver en su vehículo, y marchó a casa del boticario de la ciudad más próxima.

Se detuvo delante de la tienda, y sin apearse gritó:
— ¡Eh, eh, señor boticario!

El hombre estaba de rodillas. ¿Qué hacía en esta postura? La historia no lo dice.
Pero como oyese que le llamaban contestó:
—Está bien, está bien: ya voy. Concluyo en un momento.

Pero Juan el Grande tenía prisa; se apeó de su vehículo y entró en la tienda por la puerta de la calle, precisamente cuando el boticario lo hacía por la trastienda.
—¿Qué deseáis, amigo mío? preguntó a Juan el Grande.
— Señor boticario, quiero vender mi abuela.
—¿Vuestra abuela? ¡Oh! ¿Que he de hacer yo con semejante idiota?
—Ya no lo es, contestó Juan el Grande.
— ¿Cómo que no lo es?
—No: ha muerto.
— ¡Dios le ha hecho un favor! ¡Pobre mujer!
—No es Dios quien le ha hecho esa gracia, sino yo, repuso Juan el Grande.
— ¿Cómo vos?
—Sí: yo la he matado.
—¿Para qué?
—Para venderos su cuerpo por una talega de plata.
— ¡Una talega de plata por el cuerpo de una vieja!
— ¡Diantre! Es el precio en que Juan el Chico vendió el cuerpo de la suya.
—Amigo mío, dijo el boticario, eso es un cuento.
—¿Un cuento?
—Sí; y es una dicha para vos, porque si hubierais matado a vuestra abuela, como decís, sin contar que nadie os daría por su cuerpo ni un cuarto, los gendarmes os prenderían, los jueces instruirían el proceso, condenándoos a muerte, y el verdugo os cortaría la cabeza.
—¿Verdaderamente sucedería eso? Preguntó Juan el Grande, palideciendo.
—Punto por punto.
—¿No habláis en broma?
—Yo no me chanceo nunca.
—¿Palabra de honor?
—A fe de boticario.
— ¡Hola, hola! murmuró Juan el Grande, subiendo a su carreta. Por fortuna, nadie ha visto a mi abuela.

Y, volviéndose hacia el boticario, díjole en voz alta.
—Tenéis razón: eso ha sido un cuento.
Y, hostigando a su caballo, llegó muy pronto a su casa, colocó a la abuela en su cama, desprendió una piedra del techo; de modo que cayese sobre la cabeza de la infeliz, y salió gritando:

— ¡Socorro, socorro! Mi abuela acaba de morir por un accidente. Y como Juan el Grande no tenía ningún motivo para matar a su abuela, atendido que era pobre y que, por lo tanto, no heredaba, no se hizo ninguna investigación sobre aquella muerte, sin contar que la buena mujer tenía ya ochenta y dos años y había vivido más de lo acostumbrado.

Pero cuando llevaban a la pobre mujer al cementerio, Juan el Grande se dijo:

— ¡Ya me la pagarás, Juan el Chico!

Y aprovechando el momento en que todo el pueblo seguía el ataúd, tomó el saco más grande que pudo encontrar en su casa, y se fue en busca de Juan el Chico.

— ¡Ah, ah! le dijo. Mas vuelto a burlarte de mí, tunante, y ésta es la segunda vez. La primera me hiciste matar mis caballos, la segunda has sido causa de que diera muerte a mi abuela; pero ahora te cojo aquí, y ya no te escaparás más.

Y, en el momento en que menos lo esperaba Juan el Chico, le arrojó el saco sobre la cabeza, le envolvió con él todo el cuerpo, atándole después por la extremidad abierta, y se lo cargó en
los hombros, diciendo:

—Ahora encomienda tu alma a Dios, pues voy a tirarte al rio.

El aviso no tranquilizó nada a Juan el Chico, el cual presumía, por lo demás, que era inútil suplicar.

Desde la casa de Juan el Chico hasta el río había larga distancia, y el mozo pesaba mucho.

Cuando cruzaron por delante de la iglesia, y como se oyese el sonido del órgano y el canto de los fieles, Juan el Grande resolvió aprovechar la oportunidad para rezar una breve oración.

En su consecuencia, dejó su saco junto a la puerta y entró en el templo.

Su imprudencia se justificaba por la imposibilidad de que Juan el Chico pudiera salir de su saco.

— ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! suspiró el pobre mancebo volviéndose y revolviéndose en su prisión.

Pero no pudo repetir por tercera vez estas palabras sin que su saco se desatara.

Una especie de pastor acertó a pasar por allí; pescador en otro tiempo, había tenido una juventud muy borrascosa; su primer oficio, según decían, se redujo a ponerse al acecho en las más densas y lejanas espesuras de la Selva Negra, y las opiniones diferían respecto a sus propósitos al hacerlo así. Los unos aseguraban que lo hacía tan sólo para cazar ciervos, gamos, o jabalíes del gran ducado de Badén; pero los otros decían que atacaba, por el contrario, a todo cuanto pasaba por allí, bien fueran personas o animales; que de estos últimos utilizaba la piel; y de los viajeros la bolsa.

Por último llegó el momento en que, renunciando a este oficio, se dedicó al de traficante en ganado; mas, por honrada que fuese esta última profesión, fácil era reconocer que el hombre tenía un peso en la conciencia, el cual le agobiaba más a medida que envejecía. 

Uno de los bueyes que iban delante de él tropezó contra el saco en que estaba Juan el Chico y le derribó.

— ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! exclamó el mozo, creyendo llegada su última hora. ¡Qué joven soy aún para entrar en el reino de los cielos!
—Y yo, miserable de mí, dijo el traficante, soy demasiado viejo para entrar nunca.
—Quienquiera que seas, gritó Juan el Chico, abre el saco, ocupa mi lugar, y dentro de un cuarto de hora te aseguro que estarás en el reino de los cielos.

—¡Ah! Si te creyese, dijo el hombre.

—A fe de Juan el Chico, contestó el prisionero con un acento de sinceridad que no dejó la menor duda al traficante.

Este último desató el saco, ayudó a Juan el Chico a salir, ocupó su lugar, y rogó al mozo que atase bien aquél sobre su cabeza, para que no se echase de ver la sustitución.

Juan el Chico hizo un verdadero nudo gordiano.
— ¡Cuida bien los animales! gritó el traficante desde el interior del saco.
—Puedes estar tranquilo, contestó el mozo.

Y comenzó a hostigar el rebaño para que continuara su marcha.
Apenas hubo doblado la esquina de la calle, Juan el Grande salió de la iglesia y volvió a echarse el saco al hombro. El traficante, viejo ya, y muy seco, pesaba dos terceras partes menos que Juan el Chico; pero Juan el Grande creyó que su descanso en la iglesia le había comunicado más vigor.

— ¡Oh, oh! exclamó. ¡Qué ligero me parece ahora! Sin duda, se deberá esto a mi oración.
Y encaminóse hacia el rio, eligió un sitio ancho y profundo, y arrojó el saco con el traficante, a la vez que gritaba, creyendo hablar a Juan el Chico:

— ¡Toma! Esta vez no me engañarás más.
Y después se dirigió hacia su casa, tomando un camino de travesía, que acortaba la distancia en cerca de una legua.

De aquí resultó que, de repente, vio delante de sí a Juan el Chico, que, obligado a seguir la carretera a causa de su rebaño, arreaba sus bueyes, sus vacas y carneros.

—¿Qué significa esto? exclamó Juan el Grande estupefacto. ¡Pues qué! ¿No te he ahogado?
—No, contestó Juan el Chico. Ciertamente me arrojaste al agua; pero...
—Pero ¿qué?
—Pues que, apenas llegado al fondo, el saco se abrió y me hallé en medio de la más hermosa pradera del mundo.
—¡De veras! exclamó Juan el Grande.
—Y no es eso todo, continuó Juan el Chico; una ondina vestida de azul, con una corona de mimbres en la cabeza, me cogió de la mano, y, ayudándome a salir del saco, preguntóme con dulzura:
«—¿Eres tú, Juan el Chico?
“—Sí, señorita, contesté; pero, sin que sea indiscreción, ¿a quién tengo el honor de hablar?
“—A una de las hijas del rey de las aguas, y estoy encargada de ofrecerte de parte de mi padre ese hermoso rebaño, que pace tranquilo en aquel valle.*”
—Miré alrededor de mí, y pude ver, no solamente el rebaño que me ofrecía la hija del rey de las aguas, sino también otras muchas cosas que me llenaron de admiración.
—¿Cuáles?
—En primer lugar, observé que el fondo del río era un gran camino por donde viajaba el pueblo en dirección al mar, y que los habitantes de este último remontaban por el río; no se veía más que gente que iba y venía a pie, a caballo o en coche, y el camino estaba flanqueado de árboles y flores; se andaba sobre un césped muy fino, y en el agua veíanse peces de todos colores, plateados, dorados, rojos y azules, los cuales se deslizaban entre los cañizos como las aves en el aire. ¡Ah Juan el Grande! Tú no puedes formar idea del extraño pueblo y del magnífico ganado que hay alli!
—Pero si todo es tan bueno allá abajo, observó Juan el Grande, ¿por qué no te has quedado?
—Espera, repuso Juan el Chico; lo que más me llamó la atención fue, en particular, la hija del rey de las aguas... Como me trataba con mucha bondad, le pregunté si se avendría a ser mi esposa, a lo cual me contestó que con mucho gusto; pero que como yo tenía padre y madre, necesitaba que me dieran su permiso. Era muy justo. Contesté que iría a buscarle, y ella me dijo entonces:
«—Pues bien: para que te crean, lleva este rebaño y diles que es el regalo que les hace su nuera.”
—Entonces me marché, conduciendo el rebaño para mis padres, y a fin de recoger los papeles
para casarme con la hija del rey de las aguas.
No me detengas, pues, Juan el Grande, pues ya comprenderás que llevo prisa: podría caer al agua un joven más guapo que yo, y si la hija del rey se enamorase de él, se casaría; lo cual sería perder una buena ocasión de ser yo feliz, aunque podría apelar a una de las hermanas.
—Conque ¿tiene hermanas? preguntó Juan el Grande.
— ¡Ocho!... Y todas son hermosísimas, según parece.
—Bien puedes vanagloriarte de haber nacido de pie, díjóle Juan el Grande.

Juan el Chico se contoneó, muy satisfecho.
—¿Y si me arrojasen a mí al río, preguntó Juan el Grande, crees tú que me casaría con una de las hijas?
— ¡Oh! No lo dudo, contestó Juan el Chico, puesto que tú eres mejor mozo que yo.
—Pues bien: hazme un favor.
—De buena gana.
— Como sé nadar, si me arrojase al agua yo solo, tal vez no llegaría al fondo...
— ¡Ah! Es probable.
—Pues ponme en un saco y arrójame tú.
—Con mucho gusto; pero como eres muy pesado, yo no podría llevarte hasta allí, cual tú lo hiciste conmigo.
—Iremos a pie hasta el puente.
—Esto me hará perder tiempo, Juan el Grande, repuso el otro, como si vacilara.
— Sí, pero me habrás hecho un favor.
—Es cierto, contestó Juan el Chico, y esto me decide. ¡Ah! Espera.
—-¿Qué hay?
—No te enamores de la mía.
—Dime su nombre.
—Se llama Coralina.
—Pues no tengas cuidado.
—¿Palabra de honor?
—A fe de Juan el Grande.
—En tal caso, vamos allá, dijo Juan el Chico; pero despachemos.
—No seré yo quien te entretenga, replicó el otro, emprendiendo la marcha en dirección al puente.
Pero al llegar a este sitio, Juan el Chico exclamó:
— ¡Es imposible!
—¿Por qué?
—Porque he olvidado el saco en el fondo del agua; y como tú sabes nadar, no llegarías allí nunca, siendo indispensable que toques el fondo para encontrar las hijas del rey de las aguas.
—Hay un medio, replicó Juan el Grande.
—¿Cuál?
—Átame una piedra al cuello.
— Sí; pero tendrás las manos libres, y seguramente harás esfuerzos para desatar la piedra.
Más vale volver a casa en busca de un saco.
—Será tiempo perdido.
— ¡Pardiez! Tienes razón.
—Escucha: átame las manos a la espalda.
—Es verdad, repuso Juan el Chico.
—La hija del rey de las aguas me las desatará.
— ¡Ah! exclamó Juan el Chico, moviendo la cabeza y suspirando. Decididamente eres más avisado que yo.
—Siempre lo he creído así, repuso Juan el Grande con una sonrisa de vanidad. Vamos, vamos: átame las manos, y sujeta la piedra al cuello.
—Tú eres quien lo pide: ¿no es verdad?
— ¡Ya lo creo que soy yo quien te lo pide!
—¿No harás la corte a Coralina?
—Me guardaré bien de ello, dijo Juan el Grande con burlona sonrisa.
—Pues bien: ya que es tu deseo, mi pobre Juan el Grande, no quiero rehusarte nada.
Y, atándole las manos a la espalda, le puso después la piedra al cuello, y, terminada esta operación, Juan el Grande subió por si mismo al parapeto del puente.
—Ahora empújame, dijo.
—¿Tú lo quieres?
— Si .
— ¡Pues buen viaje! exclamó Juan el Chico.

Y empujó a su compañero, que cayó en el rio con gran estrépito, y que a causa de tener las manos ligadas y la piedra al cuello, no reapareció nunca.

En cuanto a Juan el Chico, volvió a su casa, conduciendo el rebaño. Al fin, llegó a ser rico, y se casó, no con la hija del rey de las aguas, la bella Coralina, sino con Margarita, la más hermosa joven de todo el pueblo.

Y la moral de todo esto, queridos niños, es que el mal recae siempre en aquel que quiere hacerlo.

Juan El Chico y Juan El Grande Cuento Completo Juan El Chico y Juan El Grande Cuento Completo Reviewed by Leer para Crecer on 13:30:00 Rating: 5

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