La Reina de las Nieves Cuento Completo

La Reina de las Nieves


 I LAS ABEJAS BLANCAS


En una de esas grandes ciudades donde hay tantas casas y tantos habitantes que no queda suficiente lugar para que cada cual posea un jardinillo, y donde, por consiguiente, los más deben contentarse con un cajón de madera en la ventana, o un tiesto de flores en la chimenea, habitaban dos pobres niños que tenían cada cual su jardín en un cajón. No eran hermano y hermana; pero amábanse como si lo fuesen.

Sus padres vivían unos frente a otros, en el cuarto piso de una de esas antiguas casas de madera que, inclinándose una hacia otra, se aproximan cada vez más entre sí hasta que los últimos pisos se tocan casi.

Los tejados de ambas casas no se hallaban, pues, separados, en cierto modo, sino por las dos canales, de manera que un hombre corpulento hubiera podido—como lo hacía aquel gigantesco coloso de Rodas, de quien habréis oído hablar, hijos míos, y que era una de las siete maravillas del mundo—poner un pie sobre una ventana, y el otro en la opuesta, y ver pasar entre sus piernas a las personas que iban por la calle a evacuar sus asuntos o a disfrutar de sus placeres.

Los padres de los dos niños, hermano y hermana, tenían fuera de su ventana, y cada cual en su lado, un gran cajón de madera lleno de tierra, donde crecían hierbas destinadas a los usos de la cocina, como perejil, hierbabuena y perifollo, y además habla un pequeño rosal, con flores la mitad del año, y que, sonriendo al sol, perfumaban el aposento.

Los rosales eran propiedad de los dos niños, que los regaban y los podaban cuidadosamente antes de pensar en sí mismos, a causa del cariño que les tenían.

Los padres, que, por su parte, vivían en la mejor inteligencia, pensaron un día en hacer más completa aún la comunicación de sus dos habitaciones. En vez de colocar los cajones a lo ancho en cada ventana, pusiéronlos atravesados, de modo que formasen un puente sobre la calle; después sembraron guisantes de olor y fríjoles colorados, cuyos largos filamentos pendían sobre la calle o remontaban a lo largo de las ventanas; de manera que los dos cajones formaron como un arco triunfal de verdura y de flores.

Como se había prohibido a los niños atravesar aquel puente de follaje, permitíanles una vez a !a semana subir uno a casa del otro y sentarse en unos taburetes junto a las ventanas, donde el niño jugaba con su muñeco y la niña con su muñeca, y más a menudo con una casita de loza o de hoja de lata que el padrino había regalado a la niña el día de su santo.

En invierno, aquel recreo terminaba al fin, pues los cristales de las ventanas se empañaban con la escarcha, y, para verse uno a otro, los dos niños calentaban una moneda de cobre, aplicábanla contra los vidrios helados, y obtenían así un pequeño círculo, por el cual quedaba el vidrio limpio, permitiendo a los niños mirarse. Entonces, detrás de cada círculo se hubiera podido ver en cada ventana un ojo de expresión benévola y amistosa: eran los de nuestros pequeños vecinos, que se daban los buenos días.

El niño se llamaba Pedro, y la niña Gerda. Durante el invierno, como era imposible abrir las ventanas a causa del frío, las sesiones se prolongaban más naturalmente en casa del uno o del otro, sobre todo cuando nevaba.

—Esas son las abejas blancas que vienen por enjambres, decía la abuela.

—¿Tienen también su reina? preguntaba el niño, sabiendo que esos insectos tenían la suya.

— Sí que la tienen, contestaba la abuela; se llama Reina de las Nieves, y vuela allí donde el enjambre de los copos es más espeso. Es la más grande de todas, y no está nunca ociosa. Apenas ha tocado la tierra, remonta hacia las nubes negras. Solamente a media noche vuela por las calles de la ciudad, mirando las ventanas, y entonces se cubren éstas de una capa de hielo que representa flores.

—Sí, sí, ya hemos visto eso, dijeron los dos niños; y, a partir de aquel instante, creyeron que era cierto, pues los pequeños, y hasta los grandes, creen fácilmente en la verdad de lo que ven, aunque esto, o más bien lo que creen ver, no sea siempre la verdad.

—¿Y mira la Reina de las Nieves a través de las ventanas para entrar en las casas? Preguntó la niña con cierto temor.

— ¡Ah! exclamó el niño, con ese tono fanfarrón peculiar de los chicos. Que entre en la nuestra, y yo la arrojaré al fuego para que se derrita.

Por la noche, cuando estaba medio desnudo, Pedrito subió a una silla y miró por el círculo trazado por una moneda: entonces pudo ver miles de copos de nieve que caían lentamente, y en medio del enjambre de abejas blancas distinguíase uno de aquellos por sus enormes dimensiones: precisamente éste fue a caer en el alféizar de la ventana. Una vez allí, comenzó a crecer de pronto, redondeóse, tomó forma humana y convirtióse en una hermosísima joven, engalanada con un vestido brillante como la plata, formado por millones de copos de nieve, unos en figura de estrellas, y los otros semejantes a flores.

En cuanto al rostro y las manos, se componían del hielo más puro y deslumbrador. En medio de aquel cristal, sus ojos brillaban como diamantes, y sus dientes como perlas. Por lo demás, no andaba, sino que volaba o se deslizaba.  

Al ver que el niño miraba por su agujero, la dama le hizo un saludo con la cabeza y una señal con la mano.

El niño, muy asustado, a pesar de lo que había dicho por la mañana, saltó de la silla, y apoyó las manos contra la ventana con toda su fuerza, para que la Reina de las Nieves no pudiese entrar.

Toda la noche creyó oír un ave muy grande que golpeaba la ventana con sus alas.

Era el viento.

Al día siguiente hubo una helada muy blanca y hermosa; y después llegó pronto la primavera; el cielo se aclaró, vióse brillar el sol y aparecer la verdura; las golondrinas hicieron sus nidos, abriéronse las ventanas, y los niños pudieron mirarse a través de ellas, o uno junto a otro.

Las rosas, los guisantes de olor y los fríjoles colorados florecieron en aquel año de una manera magnífica.

La niña había aprendido un salmo en el que se trataba de las rosas; se lo cantó al niño, y éste lo repitió con ella: Las rosas caen ya marchitas, y pronto veremos al niño Jesús.

Los dos niños permanecían cogidos de la mano, besaban las rosas y querían que comiesen azúcar los capullos entreabiertos, diciéndose que, puesto que las avecillas daban el alimento a sus pequeños, también ellos podían dárselo a sus rosas. Hubo magníficos días de verano, y aquéllas florecieron casi hasta la Navidad, o sea casi hasta el momento en que, como lo decía el salmo, se iba a ver el pequeño Jesús.

Pedrito y Gerda estaban sentados y entreteníanse con un libro lleno de estampas y grabados que representaban animales y aves.

De repente, en el momento en que el reloj de la ciudad daba las cinco, Pedrito exclamó: 

— ¡Ay, ay! Me ha entrado alguna cosa en el ojo, algo que penetra en el corazón.

La niña levantó el párpado a su compañero y sopló.

— ¡Bien! Creo que ya está fuera, dijo el niño. 

Pero se engañaba: lo que le había entrado en el ojo, penetrando hasta el corazón, no había salido.

Digamos lo que era.


II EL ESPEJO DEL DIABLO

No necesito deciros, queridos niños, que hay un ángel malo llamado Satanás que, desde que hizo perder a nuestros primeros padres el Paraíso terrenal, no sabe qué inventar para condenar los hombres y perder al género humano.

Cuando tengáis diez y ocho o veinte años, leeréis en un gran poeta, ciego como Hornero, llamado Milton, que cierto día Satanás se rebeló contra Dios y fue arrojado por él a las profundidades de la tierra; desde allí trata de vez en cuando de luchar contra su vencedor, ya que no por la fuerza, cuando menos por la astucia. Ahora bien: uno de los medios de que se valió en su incesante antagonismo consistió en confeccionar un espejo en el cual lo que era hermoso aparecía hediondo, y lo que era bueno, malo; mientras que la fealdad se convertía en belleza, y el vicio tomaba el aspecto de la verdad.

Aquel espejo tenía por objeto, como ya veis, cambiar la faz de todas las cosas de este mundo.

—He aquí una cosa que será de las más recreativas, dijo el diablo al concluir su espejo. Todos los demonios que frecuentan su escuela— pues tenía una para los demonios — referían por todas partes las propiedades del espejo diabólico, al que llamaban espejo de la verdad; mientras que era, por el contrario, el de la mentira.

—Solamente desde hoy, decían, se verá tal como es esa maravilla de la creación que llaman hombre.

En su consecuencia, comenzaron a recorrer el mundo con el espejo del diablo, y es imposible decir cuánto mal hicieron en todos los lugares por donde pasaron.

Cuando hubieron visitado las cuatro partes (en aquella época, hijos míos, no se había descubierto aún la Oceanía), resolvieron subir al cielo para producir entre los ángeles el mismo desorden que realizaron entre los hombres.

Cuatro demonios tornaron, pues, el espejo por sus cuatro ángulos, y remontáronse más allá de la luna, que se halla a noventa mil leguas de nosotros; y más allá del sol, que está a treinta y seis millones de leguas; y pasaron también de Saturno, que se encuentra a trescientos millones de leguas. Una vez allí, llamaron a la puerta del cielo.

Mas, apenas hubo girado sobre sus goznes aquella puerta de diamante, una mirada de nuestro divino Creador, penetrando hasta el espejo diabólico, le rompió, convirtiéndole en átomos tan impalpables como el polvo levantado por el huracán en la orilla del mar.

Entonces ocurrió una gran desgracia, y fue que todos los átomos del espejo maldito se diseminaron en la atmósfera, flotando con el viento.

Ahora bien: como cada uno de aquéllos había conservado la propiedad del todo, los que recibieron alguno en los ojos comenzaron a ver el mundo bajo el aspecto en que Satanás deseaba que fuese visto, es decir, sumamente feo.

Algunos recibieron una de esas partículas no solamente en el ojo, sino en el corazón también, y para éstos, sobre todo, fue una cosa fatal, pues su corazón se petrificó, llegando a ser semejante a un hielo.

Y el diablo se reía de tal manera, que su vientre se dilató hasta llegar a la barba.

Uno de esas partículas fue la que Pedrito recibió, no solamente en el ojo, sino en el corazón también.

Por eso, en vez de dar gracias a su amiguita Gerda, que acababa de soplar en el ojo y que sentía tanto su padecimiento que las lágrimas rodaban por sus mejillas, le dijo:

—¿Por qué lloras? ¡Oh! ¡Si supieras qué fea te pones cuando lloras! Mira esa rosa que hay allí, picada por un gusano, es fea también, sin contar que huele tan mal como un clavel de la India.

Y, arrancando la flor, arrojóla a la calle.

—¿Qué haces, Pedrito? preguntó la niña Gerda.

¡Dios mío, mi pobre rosa, que era tan fresca y que olía tan bien!

—Y yo te digo que estaba marchita y que apestaba, insistió Pedrito.

Y, arrancando la segunda rosa, arrojóla por la ventana como la primera.

La pequeña Gerda rompió a llorar.

—Ya te he dicho que estabas espantosa cuando llorabas, repitió Pedrito.

Y, a pesar de la orden de sus padres, que habían prohibido a los niños pasar nunca por el puente aéreo, el niño saltó de una ventana a otra, dejando a Gerda aturdida ante el cambio que acababa de efectuarse en su pequeño compañero. Al día siguiente, volvió, y Gerda quiso enseñarle su libro de estampas; pero Pedrito se le hizo saltar de las manos, diciendo que tan sólo era bueno para niños en pañales, y que él era un muchacho grande a quien no divertían ya semejantes necedades.

No era esto solo: cuando la abuela refería historias que en otro tiempo interesaban mucho a Gerda y a su compañero, este último oponía siempre algún pero que despojaba de su encanto la sencilla historia.

Y no solamente no divertían ya a Pedrito los cuentos de la abuela, sino que en toda ocasión burlábase de la buena mujer, haciendo muecas detrás de ella, poniéndose sus anteojos é imitando su voz.

Muy pronto, lo que Pedrito hacía con su abuela hízolo también con todo el mundo: imitaba el acento y el modo de andar de todos los vecinos de la calle, y reproducía cuanto tenían de ridículo con increíble exactitud, tanto, que todo el mundo decía:

—A la verdad que ese niño tiene una disposición extraordinaria para imitar: se debería dedicarle al teatro.

Y todo esto provenía de aquella desgraciada partícula de espejo que había recibido en el ojo y en el corazón.

El invierno llegó, y las abejas blancas reaparecieron.

Cierto día que nevaba, Pedrito llegó con un gran trineo y dijo a Gerda:

—Tú no sabes que me han dado permiso para ir a jugar en la plaza grande con los otros niños.

Y echó a correr, sin decir siquiera: «Hasta la vista”.

Me preguntaréis, queridos niños, si Pedrito tenía un caballo para poner en movimiento su trineo, y, en caso de no tenerlo, de qué podía servir aquel vehículo.

A éstos contestaré que Pedrito carecía de caballo; pero proponíase hacer lo que en semejante circunstancia hacían los niños a quienes faltaba él animal. Con el auxilio de una cuerda ataban sus trineos a los coches que pasaban y dejábanse llevar hasta el fin del camino, lo cual daba el mejor resultado.

Cuando llegaban demasiado lejos, desataban la cuerda y sujetábanla en un coche que fuese en dirección opuesta, volviendo, así, al punto de partida.

Apenas Pedrito y su trineo hubieron llegado a la plaza, vióse llegar otro muy grande y magnífico, tirado por dos caballos blancos, con arneses blancos también. En el trineo iba una hermosa dama con pelliza y sombrero de plumón de cisne; y el mismo vehículo estaba pintado de blanco, siendo blanca igualmente la seda que guarnecía el interior.

— ¡Bueno! dijo Pedrito; aquí está mi negocio.

Y, atando su pequeño trineo al grande, que acababa de llegar, partió con él.


III QUIÉN ERA LA DAMA DEL GRAN TRINEO BLANCO

Apenas Pedrito hubo sujetado su pequeño vehículo al gran trineo blanco, cuando éste, después de dar dos vueltas por la plaza, alejóse rápidamente en dirección al polo Norte.

Al salir de la plaza, la dama del trineo volvió la cabeza e hizo una señal amistosa a Pedrito, como si le conociera.

Después, a un cuarto de legua de la ciudad, el muchacho comenzó a temer que no encontraría ya coche alguno para regresar, y quiso desprender su trineo; pero la dama se volvió otra vez, hízole una segunda señal, y Pedrito dejó su trineo sujeto al de la dama.

Entonces el trineo grande continuó avanzando hacia el Norte, siempre con más rapidez, y la nieve comenzó a caer tan espesa que apenas podía el niño ver el trineo blanco.

Pedrito, haciendo un esfuerzo, desató la cuerda que sujetaba su pequeño vehículo al otro; más quedó poseído de asombro, al observar que su trineo, aunque libre, continuaba siguiendo al grande con la rapidez del viento.

Entonces comenzó a llorar y a gritar; pero nadie le oyó; y como ambos trineos corrían con mucha celeridad, apenas podía respirar.

Y la nieve caía siempre, y hubiérase dicho que los trineos tenían alas.

De vez en cuando, Pedrito sentía grandes saltos, como si pasara sobre fosos y hondonadas; estaba muy espantado y quería decir su Padrenuestro; pero, desde el día en que sintió un dolor en el ojo y en el corazón, había olvidado todas sus oraciones, y no pudo recordar nunca más que el axioma aritmético: «2 y 2 son 4”.

Las abejas blancas (ya se recordará que así llamaban los niños a los copos de nieve) eran cada vez más voluminosas, y muy pronto alcanzaron tales dimensiones, que Pedrito no las había visto jamás así: hubiérase dicho que eran grandes gallinas blancas. De improviso, la dama que conducía al trineo se detuvo y se levantó; su pelliza y su sombrero brillaban por su deslumbradora blancura, y solamente entonces el muchacho la reconoció.

¡Era la Reina de las Nieves!

Pedrito quedó mudo de espanto, porque no tenía allí, como en su casa, una estufa donde poder derretirla.

Inútil es conservar dos trineos, dijo la dama al niño; con uno solo iremos más rápidamente.

Ven conmigo: yo te abrigaré con mi pelliza de piel de oso para que conserves calor.

Y como le era imposible resistir a esta orden, Pedro dejó su trineo y se trasladó al de la Reina de las Nieves, la cual le hizo sentar a su lado, tapándole después con su pelliza.

Sin embargo, al niño le pareció que entraba en un lecho de hielo.

—¿Qué tal? le preguntó la Reina de las Nieves?

¿Tienes siempre frío?

Y le besó en la frente.

Bajo la impresión de aquel beso, Pedrito pensó que su sangre se helaba en las venas y que iba a morir; pero su malestar no duró más que un instante, y casi al punto sintióse muy bien, por haberse desvanecido del todo la impresión fría.

— ¡Mi trineo, señora, no olvidéis mi trineo! gritó el muchacho.

La reina cogió un puñado de nieve, sopló sobre ella, y al punto la convirtió en una pequeña gallina blanca, a la cual se enganchó el pequeño trineo, que siguió al grande volando.

Después la Reina de las Nieves besó por segunda vez a Pedrito, y éste olvidó al punto cuanto había dejado en su casa, la abuela y Gerda.

— Ahora, dijo la reina al niño, no te besaré más; pues, de lo contrario, morirías.

Pedrito la miró: jamás había visto facciones tan hermosas ni expresión más inteligente; ya no le parecía de hielo, como el año anterior, cuando apareció en su ventana y le hizo aquella primera señal que le espantó tanto; ahora no tenía miedo de la dama, pues, en su opinión, jamás había visto nada tan perfecto.

Le dijo que sabía leer y calcular, contar de memoria, hasta por fracciones, que sabía también cuál era la extensión del país en millas cuadradas, y cuál el número de los habitantes.

La reina le preguntó si sabía sus oraciones, a lo cual contestó el muchacho que las había olvidado.

—¿Te acuerdas al menos de hacer la señal de la cruz? le preguntó la dama.

Pedrito procuró hacerla y no pudo conseguirlo.

La reina se echó a reír.

—¡Vamos, vamos! dijo. Decididamente eres bien mío, muchacho.

Después, como llegasen a la orilla de una gran extensión líquida, semejante a un mar, el chico preguntó con inquietud:

—¿Cómo vamos a continuar nuestro camino?

— ¡Oh! No tengas cuidado, contestó la Reina de las Nieves; nada nos detendrá hasta llegar a mi palacio.

—Y ¿dónde está vuestro palacio? Preguntó Pedro.

—En los hielos del Polo, contestó la Reina de las Nieves.

Y sopló sobre el mar, que se heló al punto.

Entonces el trineo partió al galope de los dos caballos blancos, cuyas colas y crines gigantescas flotaban al viento.

Cuanto más avanzaban, más confusas se hacían las formas; de modo que habría sido imposible distinguir si eran cuadrúpedos o aves, y muy pronto parecieron nubes blancas azotadas por las alas de la tempestad.

A poco pasaron por la región de los lobos; éstos se hallaban echados, y levantáronse al punto aullando para seguir a los viajeros.

Alcanzaron después la región de los osos blancos, que estaban echados también y se levantaron gruñendo, para ir en pos del trineo.

Al poco tiempo llegaron a la última región, es decir, a la de las focas y de los terneros marinos,

que, no teniendo bastante energía para correr, contentábanse con arrastrarse, dejando oír gritos prolongados y siniestros mugidos, los cuales parecían propios del mundo de los fantasmas, al que el trineo se aproximaba.

Por último, se penetró en el crepúsculo eterno; y como Pedrito estaba muy cansado, se durmió a los pies de la Reina de las Nieves.


IV LOS ZAPATITOS ROJOS

Ahora, volvamos a la pequeña Gerda. 

La niña se contristó mucho al ver que Pedrito no volvía y cuando transcurrieron dos o tres días sin que se supiera adonde había ido.

La pobre abuela fue a informarse por todas partes; pero nadie pudo dar noticias de él.

Los muchachos que jugaban en la plaza el día de su desaparición dijeron que le habían visto atar su trineo a otro muy grande y blanco, que, después de dar dos vueltas por la plaza, se internó por las calles para salir de la ciudad. Esperábase siempre ver al muchacho presentarse de pronto.

Pero aquella esperanza no tardó en desvanecerse.

Se dijo que tal vez el muchacho habría caído en el río, donde perecería ahogado.

Esto fue asunto de todas las conversaciones en la casa durante las largas noches de invierno, hasta que, al fin, llegó la primavera con su sol vivificante.

— ¡Mi pobre Pedrito ha muerto! decía la pequeña Gerda.

Pero el sol, brillante y hermoso, contestaba que no.

— iMi pobre Pedrito ha muerto! Murmuraba la niña al pasar las golondrinas.

—¡Mi pobre Pedrito ha muerto! decía la pequeña Gerda a sus rosas, a sus guisantes de olor y a los frijoles colorados.

—No lo creemos, contestaban las flores y los fríjoles; y, a fuerza de oír repetir a las flores, a las golondrinas y al sol que no creían en la muerte de Pedrito, la pequeña Gerda acabó por no creer tampoco.

— Quiero ponerme los zapatitos rojos y nuevos, que Pedrito no ha visto aún, dijo la niña; después bajaré para informarme acerca de su paradero, y le buscaré hasta que mis zapatos se hayan gastado.

—Dejemosla hacer lo que guste, dijo la abuela; tal vez sea una inspiración de Dios.

La pequeña Gerda bajó a la calle y dirigióse desde luego a la orilla del río.

—¿Es verdad, preguntó a éste, que te has llevado a mi compañerito de juego? Te daré mis lindos zapatos rojos, del todo nuevos, si quieres devolvérmele.

A la niña le pareció que el río le hacía extrañas señales, y, en su consecuencia, quitóse sus zapatitos rojos, es decir, lo que más amaba en el mundo después de Pedrito, y los arrojó en el rio.

Pero, sin duda, se había engañado al creer que aquél le hacía señas, pues una onda los rechazó hasta la orilla.

Entonces Gerda comprendió que si el río rechazaba un objeto tan precioso como sus zapatitos era porque no se había llevado al pequeño Pedro.

Y después se dijo:

—Puesto que no pereció en las aguas, vamos más lejos.

Entonces subió a una barca, y, apenas estuvo en ella, se desamarró por sí misma y alejóse de la orilla, siguiendo el curso del rio.

Cuando la pequeña Gerda se vio así sola en medio de la corriente, y tan lejos de una orilla como de otra, tuvo mucho miedo y comenzó a llorar; pero nadie vio sus lágrimas ni oyó sus sollozos, como no fueran los gorriones, y, aunque éstos se compadecieron, sus alas eran demasiado débiles para empujar a la niña hasta la orilla. Sin embargo, volaban en torno suyo, cantando alegremente, como para decirle: «No tengas miedo; nosotros no cantaríamos si te amenazase una desgracia. “

La barca, según hemos dicho, seguía el curso de la corriente; la pequeña Gerda se había sentado en medio y estaba inmóvil, con las medias en los pies y los zapatitos rojos en las manos.

Las dos orillas eran magníficas; veíanse hermosas flores, frondosos árboles, y rebaños de carneros que desfilaban; pero, por más que mirase, no veía ningún ser humano.

—Tal vez el río me conduce hacia donde se halla Pedrito, pensó Gerda.

Y comenzó a estar más alegre; se levantó entonces, y miró largo tiempo las hermosas orillas cubiertas de verde.

Muy pronto divisó un magnífico jardín lleno de cerezos, donde había una casita con ventanas rojas y azules; estaba cubierta de rastrojo, y en el terrado veíanse dos soldados de madera, presentando las armas a las barcas que pasaban.

Gerda, que los creía vivos, les gritó:

—¿Sabéis dónde está Pedrito?

Los soldados de madera no contestaron, y Gerda, suponiendo que no la habían oído, se prometió interrogarlos cuando estuviese más cerca.

Esto no debía tardar, pues la corriente impelía la barca hacia el terrado.

Al acercarse, Gerda comenzó a gritar con más fuerza que antes, y esta vez la oyeron, sin duda, pues una viejecita salió de la casa, apoyándose en un báculo. Aunque pareciese tener más de cien años, era muy presumida sin duda, pues llevaba en la cabeza un gran sombrero redondo de seda blanca, adornado de las más bellas flores.

— ¡Oh! ¡Pobre niña! exclamó la vieja. ¿Cómo has venido tú sola en esa barca por este río de tan rápida corriente, y tan lejos del mundo?

Y la vieja, bajando por una escalerita, penetró en el agua hasta las rodillas, atrajo hacia sí la barca con su báculo, y levantó en sus brazos a la pequeña Gerda.

La niña, por su parte, estaba muy contenta de verse en tierra firme, aunque le inspirase algún temor aquella vieja desconocida.

—Ponte tus zapatitos rojos, dijo la vieja, para que los guijarros no te hagan daño en los pies, y dime quién eres, y cómo has venido hasta aquí.

Gerda se puso sus zapatitos y refirió todo a la vieja, que de vez en cuando movía la cabeza murmurando: «¡Hum, hum!» Y cuando la niña hubo contado todo, preguntando después si había visto al pequeño Pedro, la vieja contestó que no, añadiendo que no era cosa de afligirse por esto, pues, en su opinión, el muchacho no había perecido.

Después cogió a Gerda de la mano, y ambas entraron en la casa, cuya puerta cerró la vieja.

Las ventanas eran muy altas, con vidrios rojos, azules y amarillos; de modo que la luz del día, por efecto de todos estos colores, era muy singular en el interior. En una infinidad de tiestos de porcelana había flores magnificas, y en la mesa un canastillo de hermosas cerezas, como nunca había visto Gerda. Invitada por la vieja, la niña comió tantas como quiso; y mientras que comía, su protectora la peinaba con un peine de oro, que dejaba los cabellos rizados y de un hermoso color amarillo de oro, formando el más precioso marco para su rostro risueño.

—He deseado largo tiempo una niña como tú, dijo la vieja, y ahora verás como vamos a vivir juntas.

Y, cuanto más peinaba la vieja los cabellos de Gerda, más olvidaba ésta a su amiguito Pedro, porque la vieja era una maga, pero no maligna, sino bondadosa, pues encantaba por placer y para su propio recreo.

Al ver a la pequeña Gerda tan graciosa, tan linda y confiada, deseó conservarla a su lado, a fin de tenerla por compañera; mas para esto era preciso hacerle olvidar al pequeño Pedro. Ahora bien: como Gerda había hablado mucho de sus rosas y sus rosales, pensó que, si la niña veía en su jardín flores semejantes, esto le haría recordar el niño a quien buscaba, y en su consecuencia bajó al jardín, extendió su báculo sobre los rosales, y éstos desaparecieron al punto, hundiéndose en la tierra como si hubiesen penetrado en trampas.

Cuando todos los rosales hubieron desaparecido, la maga volvió a buscar a Gerda, que comía siempre cerezas, y la condujo al florido jardín. Era un parterre magnífico, con todas las flores imaginables, de todas las estaciones; pero, floreciendo a la vez, y ostentando allí todas sus galas. Ningún libro con láminas, ni tampoco ninguna pintura, hubiera podido reproducir la belleza de aquellos variados colores.

Gerda saltó de alegría al ver tan magnífico parterre, y comenzó a jugar, sin cansarse, hasta que el sol se puso detrás de los altos cerezos. 

Entonces la vieja la condujo a un elegante lecho con almohadones de seda roja con violetas hordadas, sobre los cuales la niña se durmió acariciada por dorados sueños, como los de una reina el día de sus bodas.

Al día siguiente, la niña pudo jugar otra vez al sol y en medio de las flores, sin la menor inquietud; y de este modo pasaron muchos días, durante los cuales Gerda conoció los nombres de todas aquéllas; más, por variadas y numerosas que fuesen, parecíale que faltaba una, la más hermosa de todas. Ahora bien: cierto día, como mirase el gran sombrero de seda blanca de la vieja, vio, en medio de las flores que le adornaban, una rosa que la maga había olvidado retirar.

— ¡Oh! exclamó muy alegre. ¡Una rosa!

¿Cómo es que no tenéis rosas aquí?

Y corrió al jardín, buscando de espesura en espesura, de platabanda en platabanda, pero todo fue inútil, pues no encontró ni una sola rosa.

Entonces sentóse y lloró; pero como sus lágrimas caían precisamente en el sitio donde había un rosal en otro tiempo, antes de que la vieja los hiciera desaparecer, aquellas lágrimas humedecieron el suelo, las hojas del rosal comenzaron a salir, después las flores, y por último la planta entera, en todo su esplendor, tan embalsamada como cuando había desaparecido.

Y, sin cuidarse de las espinas, Gerda cogió el rosal entre sus brazos, lo estrechó contra su corazón, y, pensando en la rosa de su ventana y en Pedrito, exclamó:

— ¡Oh! ¡Cuánto tiempo me he detenido aquí! ¿Cómo he podido olvidar de tal modo a mi amiguito, en busca del cual voy?

Y, volviéndose hacia las rosas, preguntóles:

—¿Sabéis dónde está? ¿Os parece que habrá muerto?

—No ha muerto, contestaron las rosas; hemos estado en la tierra donde llevan a todos los muertos, y no hemos visto al pequeño Pedro.

—Entonces, dijo Gerda, será que Pedrito vive.

Al pronunciar estas palabras corrió hasta la extremidad del jardín.

— ¡Oh Dios mío! exclamó, mirando sus pies.

¡Y yo, que había prometido buscarle hasta que mis zapatos rojos se hubiesen gastado, veo que aún están nuevos! Seguramente me ha embrujado esa vieja.

La puerta estaba cerrada; pero, apoyándose en el picaporte, Gerda pudo abrirla y se precipitó otra vez en el vasto mundo.

Comenzó a correr, volviendo la cabeza de vez en cuando; más, por fortuna, nadie había allí para perseguirla.

Corrió tanto como le fue posible, hasta que le faltó la respiración, y entonces detúvose a descansar sobre un fragmento de roca.

El verano había pasado, y llegaban los últimos días del otoño.

La niña no había podido echarlo de ver en aquel hermoso jardín, donde siempre había un sol magnífico y donde florecían en todo tiempo las plantas de todas las estaciones.

— ¡Ah, Dios mío! exclamó Gerda. ¡Cuánto tiempo he perdido! Ya llega el otoño; no puedo detenerme, y es preciso que encuentre a Pedrito.

Y continuó su marcha; pero, cuanto más avanzaba, todo a su alrededor estaba más frío y desnudo; las largas hierbas amarilleaban, y el rocío se deslizaba por ellas como si fuera lluvia. Las hojas, desprendiéndose de los árboles, caían unas tras otras, y solamente el ciruelo conservaba aún frutos, pero tan ácidos que era imposible comerlos.

— I Oh! ¡Qué triste y vacío parecía el vasto mundo!


V PRÍNCIPE Y PRINCESA

Al fin, Gerda debió descansar otra vez, porque sus fuerzas la abandonaban y porque comprendía que, si avanzaba más, caería sin remedio.

Por lo tanto, sentóse en una piedra grande. 

Enfrente del sitio donde se había colocado saltaba una corneja.

El ave miró largo tiempo a la niña, y acabó por decir:

—¡Cra, cra!... ¡Buenos días, buenos días!

La pobre corneja no sabía explicarse mejor; más era evidente que tenía buena voluntad a la niña.

Por eso Gerda le hizo una señal amistosa con la cabeza al contestar:

—¡Buenos días, corneja!

Y, expresándose siempre en su lenguaje, el ave preguntó a Gerda dónde iba y cómo se hallaba así sola.

La niña refirió toda su historia, acabando por preguntar:

—¿No has visto tú al pequeño Pedro, amiga corneja?

El ave reflexionó largo tiempo y contestó al fin:

—Podría ser muy bien, podría ser.

Gerda cogió al ave y estuvo a punto de sofocarla.

—¡Creo, creo!... exclamó la corneja. Podría ser muy bien... El pequeño Pedro vive... mas ahora debe haberte olvidado por la princesa.

¡Cra, cra, cra!

—¿Acaso vive con una princesa? Preguntó Gerda.

—Sí, contestó el ave; pero yo hablo mal tu lengua. ¿No conoces la mía?

—No: yo no la he aprendido, contestó tristemente la pequeña Gerda; y, sin embargo, hubiera podido aprender, porque mi abuela la conoce.

—No importa, repuso la corneja; yo trataré de hablar, lo más claramente que me sea posible.

Escucha.

La niña tranquilizó al ave, diciéndole que, por mal que hablara, la comprendería bien, y que, por lo tanto, podía referir sin cuidado cuanto supiese.

Y la corneja se expresó así, respecto a todo cuanto sabía:

—En el reino donde estamos ahora vive una princesa que es increíblemente juiciosa y sabia; pero debe decirse también que está suscrita a cuantos diarios se publican en el mundo. Cierto que tiene tanto talento, pero olvida al punto cuanto ha leído. Ocupó el trono a la edad de diez y ocho años, y poco tiempo después se la oyó cantar una canción que comenzaba con estas palabras:

Ya es tiempo de casarme....

Pero el fin de la canción no era tan fácil de expresar como el principio, pues la princesa no quería solamente un príncipe como hay muchos, es decir, que supiera llevar bien un brillante traje, sonreír oportunamente y ser siempre de su opinión; no; quería un verdadero príncipe, apuesto, valeroso é inteligente, que pudiera estimular las artes durante la paz, y ponerse a la cabeza de los ejércitos en caso de guerra; y, mirando todos los tronos del mundo, no veía ninguno como ella lo deseaba. Pero la princesa no desesperó de encontrarle, y estaba resuelta a no fijarse en la condición, y elegir, en cualquiera clase que fuese, un esposo digno de ella. Mandó llamar al director general de la prensa, y al día siguiente los diarios aparecieron orlados de una guirnalda de rosas, anunciando que se abría un concurso para obtener la mano de la princesa, y que todo joven, de buen aspecto, de veinticinco años de edad, podría presentarse en el palacio para hablar con la princesa, que concedería su mano al que le pareciese reunir las mejores cualidades intelectuales y morales.

Todo esto no era nada probable, y la niña parecía dudar de la exactitud del relato de la corneja, cuando esta última, aplicando la pata sobre su corazón, dijo:

—Os juro que no digo sino la verdad, y que he conocido todos estos detalles por una corneja particular que habita en el palacio y que es mi prometida.

Estando el ave tan bien informada, no se podía dudar de lo que decía.

—Los jóvenes solteros acudieron de todos los puntos del reino; había una considerable multitud, tanta que no se podía pasar por las calles; pero ningún joven fue admitido, ni el primer ni el segundo día. Todos hablaban bien y con mucha elocuencia mientras se hallaban delante de la puerta del palacio; pero, una vez dentro, cuando veían a los guardias con su brillante uniforme de plata, cuando después de subir las escaleras encontraban a los lacayos con su librea de oro, y cuando después de atravesar las grandes salas iluminadas se veían delante del trono de la princesa, ¡oh!, entonces era inútil que buscasen palabras; no podían hacer más que repetir la última de la frase que la princesa había pronunciado; de modo que ésta no necesitaba oír más, y sabía desde luego a qué atenerse en su juicio. Hubiérase dicho que todos aquellos jóvenes habían tomado un narcótico que entorpecía su inteligencia y que no recobraban el uso de la palabra hasta hallarse fuera del palacio. Cierto que entonces hablaban de nuevo muy bien, pero todos a la vez, contestándose unos a otros lo que debieron contestar a la princesa, de tal modo que aquello era una confusión en la que nadie se entendía. A la salida del palacio esperaban a los pretendientes muchos ciudadanos imbéciles que se reían del chasco de los jóvenes. Yo estaba allí y me reí también de la mejor gana.

—Pero ¿y el pequeño Pedro? preguntó Gerda. 

No me hablas de él.

—Esperad, esperad, contestó la corneja; ya llegaremos a Pedrito. El tercer día se presentó un hombre pequeño, sin coche ni caballo, y muy alegre, y entró resueltamente en el palacio. Sus ojos brillaban como los tuyos; tenía magníficos cabellos largos, y, a juzgar por su ropa, muy modesta, debía ser pobre.

—¡Era Pedrito, era Pedrito! exclamó Gerda con alegría. ¡Ya le encontré!

Y, en su contento, olvidando la fatiga, comenzó a saltar y a palmotear.

—Llevaba, continuó la corneja, a la que no se podía interrumpir fácilmente, un pequeño saco a la espalda.

—No me habláis de su trineo; con él se marchó, y debía llevarle.

—Es posible, repuso la corneja; tal vez fuese aquello su trineo y no un saco, lo cual no puedo asegurar, porque no miré de cerca. Sin embargo, lo que sé por boca de mi novia, la corneja domesticada, es que el joven, al pasar por la gran puerta del palacio, al ver los guardias con su uniforme de plata, y en las escaleras a los lacayos con sus libreas de oro, no se intimidó, al parecer, en lo más mínimo. Hizo una señal amistosa con la cabeza y dijo:

«Me molesta permanecer en la escalera esperando, y de consiguiente voy a entrar.”

En efecto, penetró en las salas iluminadas, y allí, donde estaban los consejeros de la princesa, ostentando ricos trajes bordados, con los pies desnudos para no hacer ruido, él se adelantó con sus zapatos, que rechinaban mucho, sin que, al parecer, le importase nada.

— ¡Era Pedrito, era Pedrito! gritó Gerda. Yo se que tenía zapatos nuevos, los cuales rechinaban mucho en la habitación de la abuela.

—Pues bien, continuó la corneja; el joven se dirigió valerosamente a la princesa sin vacilar.

Esta última estaba sentada en una perla del tamaño de la rueda de un torno; todas las damas de la corte, con las de servicio; todos los señores con sus acompañantes, y cada cual con un lacayo pequeño, estaban alineados en la sala, y, cuanto más próximos se hallaban a la puerta, mayor era la altivez de su expresión.

—¡Oh! Eso debía ser muy imponente, dijo Gerda. Y ¿es verdad que Pedrito no se desconcertó un solo instante?

—-Ni un momento: comenzó a hablar, según me ha dicho mi prometida, sirviéndose de la lengua del país, casi tan bien como lo hago yo cuando hablo con mi futura.

— ¡Ah! Reconozco en eso a Pedrito, exclamó Gerda; tenía mucho talento y sabía contar  mentalmente, hasta por fracciones. ¿Quieres conducirme al palacio, buena corneja?

—¡Vaya! ¡Muy pronto está dicho! contestó el ave. ¿Cómo arreglaremos eso? Yo hablaré con mi compañera, y tal vez ésta nos dé un buen consejo, pues debo decirte que no hay ejemplo de que una niña de tu edad haya entrado en el palacio.

—¡Oh! Yo entraré, contestó resueltamente la pequeña Gerda. Apenas sepa Pedrito que he llegado, saldrá para recibirme.

—Espérame aquí, pues, dijo la corneja: volveré lo más pronto que sea posible.

Y, moviendo la cabeza, remontó el vuelo.

Hasta ya muy entrada la noche, la corneja no volvió.

—¡Cra, cra, cra! gritó. Te saludo tres veces de parte de mi novia, y he aquí un pequeño pan que he cogido para ti en la cocina, pues debes tener mucha gana. No es posible que entres en el palacio, porque los guardias con uniforme de plata, y los lacayos con librea de oro, no te dejarán nunca pasar. Sin embargo, no te aflijas, porque podrás subir a los graneros, y, una vez allí, mi compañera conoce una escalerilla secreta que conduce a la alcoba, y cuya llave sabemos dónde está. Sígueme.

Gerda siguió a la corneja, que andaba a saltitos, y así llegaron a la verja del parque de palacio; las dos hojas de la puerta estaban sujetas por una cadena; pero como esta última se había dejado algo floja, Gerda, muy pequeña, pudo pasar por la abertura.

En cuanto a la corneja, pasó por un hueco de los barrotes.

Una vez en el parque, tomaron una pequeña alameda, donde las hojas secas comenzaban a rechinar bajo los pies. Llegadas a la extremidad ocultáronse en una espesura y esperaron hasta que las luces del palacio se extinguieron una tras otra. Cuando la última se apagó, la corneja condujo a Gerda a una puertecilla oculta bajo una capa de follaje.

El corazón de la niña latía de temor y de esperanza; tan profunda era su emoción, que se hubiera dicho que trataba de hacer algún daño; pero tan sólo quería asegurarse de que el pequeño Pedro se hallaba en el palacio.

Si, debía ser él. Gerda le recordaba tal como era, con su encantadora sonrisa y sus ojos inteligentes, cuando ambos estaban sentados junto a las rosas. ¡Cómo se alegraría al verla, al oiría referir cuanto había andado para volver a encontrarle, al saber cuánto le echaban de menos y se habían afligido todos los de la casa al ver que no volvía!

Gerda se estremeció de contento de tal manera, que se hubiera creído que estaba poseída de espanto.

En aquel momento, llegaron a la escalera; sobre un armario se hallaba una pequeña lámpara, y en el primer peldaño veíase a la corneja domesticada con la cabeza vuelta para ver mejor a Gerda, que hizo una reverencia como le había enseñado su abuela.

Al fin, la corneja tomó la palabra.

—Señorita, dijo, mi prometido me ha hablado tan bien de vos, que estoy dispuesta a complaceros.

Servios coger la lámpara que está sobre el armario, y yo iré delante. Podemos avanzar mucho sin encontrar a nadie.

—Y, sin embargo, observó Gerda, diríase que no estamos solos. ¿No veis pasar sombras por el muro? Me parece que allí hay caballos con sus jinetes y pajes, caballeros y damas, montados también; y al otro lado, una hermosa joven vestida de blanco, coronada de rosas, blancas también, echada en un ataúd, y alrededor de ella personas que lloran.

—Son los Sueños que vienen a robar los pensamientos de los que están dormidos en el castillo, y que se los llevan hacia los placeres o el pesar: esto es mejor, porque nos prueba que aquéllos han entrado ya. 

Así, llegaron a la primera sala, cuyas paredes se hallaban revestidas de seda sonrosada con ramos de oro y de plata; los salones siguientes eran cada vez más magníficos, y había allí una riqueza que deslumbraba los ojos. Al fin, Gerda y la corneja penetraron en la alcoba: el pabellón del lecho figuraba una palmera con el follaje de esmeraldas, de cuyo tallo estaban suspendidos dos lechos en forma de lirio; el uno, el de la princesa, blanco, y el otro, el del príncipe, encarnado.

Gerda subió al estrado revestido de ricas alfombras, por donde se llegaba al lecho, y, al ver una cabeza con cabellos negros y rizados, exclamó:

— ¡Oh! ¡Ese es mi Pedrito!

Y comenzó a gritar:

— ¡Pedro, Pedro!

El príncipe despertó y volvió la cabeza hacia la niña.

¡Pero aquél no era Pedrito!

En el mismo instante, en medio del blanco lecho, la princesa levantó la cabeza y preguntó quién era.

Entonces la niña comenzó a llorar, y entre sollozos refirió su historia, así como todo lo que las dos cornejas habían hecho en su favor.

— ¡Pobre niña! exclamaron los príncipes.

Y elogiaron a las dos cornejas por cuanto habían hecho, diciendo que no se hablan enojado por la visita, puesto que gracias a ella habían tenido el gusto de conocer a tan graciosa niña. Sin embargo, no debían entrar otra vez, porque acaso no fuesen tan bien recibidas. Por lo demás, la princesa estaba dispuesta a recompensar a las dos cornejas.

—¿Queréis vuestra libertad, preguntó a las dos aves, o preferís ser consejeros de la corona, con el usufructo, de toda la parte desocupada del palacio?

Las dos cornejas se inclinaron en señal de agradecimiento, rogando al príncipe y a la princesa que les proporcionasen una posición fija, porque pensaban en la vejez, puesto que el macho tenía ya ciento cincuenta años y la hembra ciento cuarenta.

—Si vivimos trescientos años, decían, que es la edad ordinaria de las cornejas, bueno es tener alguna cosa segura para nuestra vejez. 

Se convino, por lo tanto, en que las dos cornejas formaran parte del consejo de Estado desde el día siguiente.

Entretanto, como no sabían dónde acostar a la pequeña Gerda, y atendido que el príncipe quería cederle su lecho, la princesa permitió que se acostase a su lado, dióle las buenas noches y la besó, única cosa que podía hacer.

Gerda unió sus dos manitas, rezó la oración de costumbre, y durmióse, murmurando:

— ¡Oh! ¡Qué buenos son los hombres y los animales en este mundo!

Entonces los Sueños, que acababan de entrar, en busca de Gerda, comenzaron a jugar alrededor del lecho; tiraban de un pequeño trineo en el cual iba sentado Pedrito, que le hacía señales con la cabeza; pero todo esto no pasaba de ser un sueño, y, de consiguiente, todo había desaparecido.

Al día siguiente, la princesa vistió a la niña de terciopelo y seda de pies a cabeza, y quiso ponerle en los pies unas preciosas zapatillas de paño de oro, con flores de color de cereza; pero Gerda dijo que había hecho voto de llevar sus zapatos encarnados para buscar a Pedrito, y que no podía usar otros.

La princesa quiso nombrarla dama de honor, señalándole una magnifica habitación en el castillo; pero Gerda rehusó, rogando que le diesen tan sólo un cochecito, con un caballo pequeño, pues deseaba seguir buscando a su querido amigo.

Como quería marchar al punto, la princesa dio sus órdenes, y poco después se detuvo a la puerta una pequeña carroza dorada con dos caballos y el postillón. En las portezuelas brillaban como estrellas las armas del príncipe y de la princesa. Estos últimos colocaron por sí mismos a Gerda en el coche, deseándole toda especie de felicidades; y la corneja de los bosques, que aquella misma mañana se había casado con su prometida, la acompañó en las tres primeras millas, sentada junto a la niña. En cuanto a la otra, se había quedado a la puerta del palacio, diciendo que le aquejaba una fuerte jaqueca, debida, sin duda, a que comía demasiado desde que ocupaba una buena posición.

Las cornejas, y hasta los cuervos que en otro tiempo las conocieron, pretendían, no sin razón, que los honores habían trastornado el seso a los recién casados.

El interior de la carroza estaba atestado de confites, y en la caja del pescante había frutas y bizcochos.

— ¡Adiós, y buen viaje! exclamaron el príncipe y la princesa, enjugando cada cual una lágrima.

La pequeña Gerda lloraba también, y hasta la corneja abría el pico repetidas veces, porque tenía oprimido el corazón.

Así recorrieron las tres primeras millas; entonces la corneja se despidió a su vez, y ésta fue para Gerda la despedida más penosa.

En cuanto a la corneja, voló hasta la copa del árbol más alto, y allí estuvo batiendo las alas mientras vio la carroza, que brillaba a los rayos del sol.


VI LA HIJA DE LOS LADRONES

Cuando la noche llegó, Gerda se hallaba a la entrada de un bosque sombrío, que parecía tanto más oscuro cuanto que el día declinaba.

El postillón se apeó para encender los faroles; de modo que la luz se reflejó en la carroza dorada.

Al verla brillar así, unos ladrones que estaban ocultos en el bosque se dijeron:

—-¡La cosa no es posible, porque la carroza es de oro macizo!

Y se precipitaron sobre aquélla, detuvieron los caballos, mataron al postillón y sacaron del coche a la pequeña Gerda, muy espantada.

—Es muy linda, es muy graciosa y está gordita, dijo la mujer del jefe de los ladrones, que tenía una larga barba gris y cejas que le cubrían casi los ojos.

Llevaba en hombros a su hija, que tendría poco más o menos la misma edad de Gerda.

Y como no solamente era ladrona, sino también aficionada a la carne humana, tocó los brazos y los costados de Gerda, añadiendo:

—¡Buen bocado será una ovejita tan gorda!

Y desenvainó un largo cuchillo, que brillaba de un modo siniestro.

— ¡Ay! exclamó la vieja en el mismo instante.

Su hija, que llevaba a la espalda, acababa de morderle la oreja, hasta hacer saltar la sangre.

— ¡Mala víbora! exclamó la madre. ¡No en balde habías de ser hija mía!

—No quiero que la maten, dijo la hija de los ladrones; jugará conmigo, me dará sus ricos trajes y sus zapatitos encarnados, y las dos dormiremos juntas.

—No, contestó la vieja; la guardo para guisarla a mi gusto.

Mas, apenas hubo pronunciado estas palabras, su hija la mordió en la otra oreja, de tal modo que la hizo saltar de dolor.

Y todos los ladrones se reían y burlaban de la madre.

— ¡Quiero entrar en el coche! gritó la niña.

Y fue preciso acceder a su voluntad, porque no consentía en que le rehusasen nada.

—Bueno, dijo después; ahora quiero que pongan a la viajera junto a mí.

Y se hubo de poner a Gerda a su lado.

Esta última y la hija de los ladrones se hallaban, pues, sentadas en el coche, que rodaba sobre los fosos y las raíces de los árboles, internándose en la profundidad de los bosques.

La hija de los ladrones, como ya hemos dicho, tenía la edad de Gerda; era poco más o menos de la misma estatura, pero más ancha de hombros; tenía los ojos rasgados y negros, y la boca grande, pero agraciada, a causa de sus dientes, muy blancos y agudos.

En aquel momento parecía estar triste.

Cogió a Gerda por la cintura y le dijo:

—No tengas cuidado. Mientras yo no me enfade contra ti, no te matarán. Tú debes ser, por lo menos, una princesa...

—No, contestó Gerda; no soy más que una pobre niña, y solamente por casualidad me hallaba en ese hermoso coche.

Y le refirió toda su historia, diciendo cuánto amaba a Pedrito.

Cuando Gerda hubo terminado, la hija de los ladrones enjugó las lágrimas que corrían de sus ojos, diciendo:

— ¡Ya veremos, ya veremos!

La carroza se detuvo: las dos niñas habían llegado al centro del patio del castillo de los ladrones, gran edificio agrietado de arriba abajo; los cuervos y las cornejas pasaban y repasaban por las aberturas; pero estas aves eran salvajes, y en nada se parecían a las cornejas del príncipe y de la princesa. Además de esto, de todos los ángulos del patio salían silenciosamente grandes perros dogos, cada uno de los cuales hubiera podido devorar un hombre; pero a todos les habían cortado la lengua por temor de que ladrasen, descubriendo así la guarida de los ladrones.

—¿Has comido alguna vez lenguas de perro a las finas hierbas? preguntó la hija de los ladrones a Gerda.

—Jamás, contestó la niña, haciendo un ademán de repugnancia.

—Pues mira, repuso la otra; es un manjar muy delicado.

Poco después entraron en el castillo.

En medio de una gran sala baja, con el suelo embaldosado, ardía un gran fuego; el humo llegaba hasta el techo, saliendo después por donde podía; y en una olla enorme hervía la sopa; mientras que en tres asadores se hallaban atravesados algunos cuartos de jabalí, un pequeño corzo entero, diez o doce liebres y quince o veinte conejos.

Era la cena de los ladrones.

—Esta noche dormirás conmigo en mi lecho, dijo la hija de aquéllos.

La vieja dio de comer y beber a las dos niñas, y éstas se retiraron después a un rincón donde había paja y alfombras.

Era el lecho de la pequeña.

Sobre el mismo veíase un centenar de palomas, que la hija de los ladrones cebaba para comérselas después sin compasión, por más que las conociese y acariciase mucho. Las palomas parecían dormir todas; pero se movieron un poco al acostarse las dos niñas.

—Ahora, dijo la hija de los ladrones, voy a enseñarte mi montura acostumbrada.

Y dio un golpecito en una especie de pequeño cercado de tablas, con puertas de enrejado de alambre.

Gerda esperaba ver salir un caballito, una jaquita o un burro pequeño; pero vio de pronto un animal que no conocía, semejante a un ciervo, sólo que sus astas eran proporcionalmente más grandes y de distinta forma. 

— ¡Oh! ¡Qué extraño animal! exclamó Gerda.

¡Cómo se llama?

—Es un rengífero o un reno, contestó la pequeña; viene de un país donde no hay caballos, y cuyos habitantes los enganchan a sus trineos, y es preciso tenerle siempre encadenado, pues, a no hacerlo así, huiría al reino de las nieves; pero cada noche le hago cosquillas en la garganta con mi cuchillo; y como se le ha advertido que a su primer tentativa de fuga le cortaré el cuello para beber su sangre caliente, está bastante quieto.

Y la hija de los ladrones sacó de una grieta de la pared, donde estaba como en una especie de vaina, un largo cuchillo, cuya hoja pasó suavemente sobre el cuello del reno: el pobre animal tembló al punto de pies a cabeza; pero la pequeña no hacía más que reír de su terror.

Después se echó definitivamente con Gerda.

—Y ¿te acuestas con ese largo cuchillo a tu lado? preguntó la niña, fijando una mirada inquieta en el arma.

— Siempre, contestó la hija de los ladrones; nadie sabe lo que puede suceder.

Al decir esto, pasó su brazo alrededor de la cintura de Gerda, y, teniendo en la otra mano su cuchillo, durmióse y comenzó a roncar con tal fuerza, que se la hubiera podido oír desde el patio.

Pero la pobre Gerda no podía dormir, y preguntó a dos palomas que se acariciaban:

—¿No habéis visto por casualidad a Pedrito y su trineo?

Las aves arrullaron un poco, contestando después:

—Sí, le hemos visto.

— ¡Oh! Pues entonces, queridas palomas, dijo Gerda, uniendo las manos como para implorar, decidme qué hacía y dónde iba.

—Estaba sentado en el trineo de la Reina de las Nieves, que pasaba muy cerca de nosotros sobre el bosque, mientras nos hallábamos aún en nuestro nido. La Reina de las Nieves sopló a varias de nuestras compañeras, y todas murieron, excepto nosotras dos, añadió la paloma, señalando a su pareja.

—Y ¿dónde iba la Reina de las Nieves? Preguntó Gerda.

—Probablemente a Laponia, donde siempre hay nieve y hielo. Su pequeño trineo, al que iba enganchada una gallina blanca, seguía al grande.

—Y ¿a quien debo preguntar para asegurarme de que iba a Laponia? preguntó Gerda.

—Al reno, contestaron las palomas, porque es de aquel país. ¡Kurru, kurru, kurruku!

—Allí donde hay siempre nieve y hielo, dijo el reno, suspirando, antes que le preguntasen; allí hace un tiempo magnífico; allí se salta alegre y libre en los grandes valles brillantes; y allí la Reina de las Nieves ha levantado su tienda de estío; pero su palacio de invierno está muy cerca del Polo, en una isla de hielo llamada el Spitzberg.

—¡Oh Pedrito! ¡Pobre Pedrito! suspiró Gerda.

¡Qué frío debes tener!

—Estáte quieta, dijo la hija de los ladrones, y no hables ni te muevas tanto, o te haré estar tranquila de una vez, sepultando mi cuchillo en tu corazón.

Gerda tuvo mucho miedo y se calló, permaneciendo inmóvil.

Por la mañana, la hija de los ladrones preguntó a la niña:

—¿Qué decías esta noche a mis palomas y a mí rengífero?

Gerda refirió entonces que las palomas habían visto pasar a Pedrito en su trineo, con la Reina de las Nieves, que se le llevaba a Laponia.

La pequeña quedó pensativa, y, moviendo después la cabeza, contestó:

—No importa.

Y, volviéndose hacia el reno, le preguntó:

—¿Sabes dónde está el país de Laponia?

—¿Quién podría saberlo mejor que yo, puesto que soy de allí? contestó el animal. Nací en aquel país, y saltaba a través de sus campos de nieve.

Y sus ojos brillaban como si volviese a ver su patria.

—Escucha, dijo la hija de los ladrones a Gerda; ya ves que toda nuestra gente ha marchado a una expedición. Aquí no ha quedado más que mi madre para cuidarse de la cocina; pero al mediodía se bebe seis botellas de vino y se queda dormida. Apenas cierre los ojos, yo haré alguna cosa por ti.

Gerda esperó impaciente dicha hora, y según había dicho la hija de los ladrones, la vieja vació de un trago su bota, de seis botellas de cabida.

Entonces la hija de los ladrones se dirigió hacia el reno y le dijo:

—Aún podría recrearme largo tiempo pasándote mi cuchillo por el cuello, porque te espantas de tal modo que me haces morir de risa; pero no importa: voy a dejarte en libertad para que vuelvas a Laponia; pero a condición de que lleves esta niña al castillo de la Reina de las Nieves, donde está su amiguito.

El animal dio un salto de alegría.

—¿Te comprometes a ello formalmente?

—A fe de rengífero. La dejaré en el patio mismo del castillo.

La hija de los ladrones colocó un cojinete sobre el dorso del animal, sentó sobre él a la pequeña Gerda, sujetándola con correas, cubrió sus pies con unas botinas de piel de conejo, sobre sus zapatitos encarnados, y en las manos unos guantes del mismo pelo, pertenecientes a su madre, tan grandes que los brazos de Gerda se introdujeron hasta el codo. Después le dio el beso de despedida.

Gerda derramaba lágrimas de alegría.

— ¡Ah! No puedo sufrir que llores de tal modo, le dijo la hija de los ladrones. Ahora deberías estar contenta, puesto que vas a ver a tu amiguito.

Toma, añadió; aquí tienes dos panes y un jamón, para que no te mueras de hambre.

Y sujetó dichos objetos en el dorso del animal. 

Después salió primero, ató a los dogos en sus perreras, reunióse con la niña, y, cortando con su cuchillo la cuerda del reno, le dijo:

—Ya puedes marchar ahora, pero cuidado con la niña.

Gerda extendió las manos hacia la hija de los ladrones en señal de despedida, y el rengífero, saliendo del patio, y después del castillo, precipitóse a través de los bosques. Apenas se le hubiera podido seguir con la vista; cruzaba los valles, los ríos y las estepas como si hubiera tenido alas; los lobos aullaban detrás de él, los cuervos graznaban sobre su cabeza; pero el reno volaba más bien que corría, y parecía que sus ojos brotaban fuego.

—|Ah! He ahí mis estrellas del Polo, exclamó el animal. ¡Mira cómo brillan!

Y, al verlas, redoblaba su celeridad.

Y corrió así ocho días y ocho noches, y los dos panes desaparecieron, así como el jamón.

¡Pero habían llegado a Laponia!


VII LA LAPONA Y LA FINLANDESA


El rengífero no se detuvo hasta llegar a una casita, o mejor dicho una cabaña, pero tan pobre y pequeña-, que era triste de ver; el techo tocaba casi la tierra, y la puerta era tan baja, que para entrar o salir se hacía necesario arrastrarse por el suelo.

En la cabaña había una vieja lapona que hacía hervir pescado a la luz de una lámpara alimentada con aceite de ballena.

La mujer estaba sola en aquel momento.

El rengífero refirió la historia de Gerda, sin olvidar la suya propia, que le parecía también muy interesante; y en cuanto a la niña, estaba tan aterida de frío que no la era posible hablar.

— ¡Ah! ¡Pobres criaturas! exclamó la lapona, confundiendo a la niña y al animal bajo la misma denominación. Aún tenéis mucho que correr. Os será preciso franquear al menos trescientas millas por Finlandia, que es donde habita la Reina de las Nieves. Voy a trazar dos palabras en un arenque muy seco, pues no tengo tinta, ni pluma ni papel, y le entregaréis a una hechicera de aquel país, amiga mía, la cual podrá informaros mejor que yo.

Al decir esto, cogió su cuchillo por la hoja, y con la punta trazó dos palabras en el arenque seco.

Después, cuando la niña Gerda se hubo calentado, y comido y bebido, la buena mujer la sujetó en su montura, que partió al punto. El rengífero corrió toda la noche a la luz de una de esas auroras boreales que comunican al cielo el verdadero color de las llamas.

Por último, hacia la mañana llegaron a Finlandia; y como se habían dado al reno todas las señas necesarias para no equivocarse, el animal se detuvo precisamente delante de la cabaña de la hechicera.

Llamaron a la puerta; la finlandesa abrió, é hizo entrar al rengífero y a la niña, que le entregó el arenque de la lapona. La hechicera leyó tres veces las dos palabras escritas, y, después de grabarlas bien en su memoria, puso el arenque sobre las brasas, pues era una mujer muy económica, que no dejaba perder nada.

Después se ocupó de la pequeña Gerda, retiróla de su montura; y como en la cabaña hacía un calor espantoso, le quitó sus guantes y sus botas de pieles.

Después preguntó a la niña y al rengífero, tan eficazmente recomendados por su amiga, quiénes eran.

Entonces el animal refirió primeramente su historia, como lo había hecho en casa de la lapona y después la de la niña. La finlandesa, escuchando con atención, guiñaba su ojo inteligente, pero no decía nada.

—Ya sé que eres hechicera, dijo el rengífero, y tan sabia, que puedes atar los cuatro vientos con el mismo hilo. Si el piloto hábil deshace un nudo, tendrá céfiro; si deshace otro, se producirá céfiro y viento norte; y si comete la imprudencia de deshacer los otros dos, soplará el aquilón, es decir, el huracán completo, la tempestad con todas sus reglas. ¿No quieres tú hacer alguna cosa en favor de la niña Gerda, como, por ejemplo, darle una bebida que le comunique la fuerza de doce hombres, y un aliento más poderoso que el de la Reina de las Nieves?

—¿Para qué? preguntó la finlandesa.

—Para que la pequeña Gerda pueda librar a su amigo Pedrito, que está en manos de aquella reina.

—En primer lugar es preciso saber si está realmente con ella.

—Pero ¿cómo sabréis eso? preguntó Gerda.

—Por el poder de mi arte, contestó la finlandesa.

Al decir esto, la maga rodeó al rengífero y a la niña con un círculo trazado por su varilla; después dirigióse hacia una tabla, tomó en ella una piel arrollada, muy grande, y la desarrolló.

Estaba cubierta de caracteres extraños; pero la finlandesa leyó y leyó, tanto y tan largo tiempo, y con tal afán, que el sudor bañaba su frente y llegó a regar el suelo.

Después penetró en el círculo en que había encerrado al rengífero y a Gerda, é, inclinándose hacia el oído del animal, le dijo:

—Pedrito está, efectivamente, en poder de la Reina de las Nieves, donde lo encuentra todo a su gusto y se figura que habita en el lugar más encantador del mundo; pero esto proviene de habérsele introducido en el ojo un pedacito del espejo del diablo, que ha penetrado hasta su corazón.

Ante todo, es preciso que el pedacito de cristal salga del sitio donde se halla, y, sin esto, la Reina de las Nieves conservará eternamente su imperio sobre Pedrito.

—Pero ¿no podrías dar tú a Gerda algún talismán, dijo el rengífero, que le permita adquirir imperio sobre la Reina de las Nieves y Pedrito?

—-Yo no podría, contestó la hechicera, darle mayor poder que él que ya tiene. ¿No observas cuan grande es? ¿No ves cómo la obedecen hombres y animales, y cómo con unos simples zapatitos rojos ha recorrido ya tanto camino como el Judío errante? No somos nosotros los que podemos obtener ese poder: lo recibe de Dios, está en su corazón, y consiste en que es una niña dulce y piadosa. Si no puede penetrar por sí propia en la morada de la Reina de las Nieves, y sacar ella misma el cristal del corazón de Pedro, nosotros no sabríamos qué hacer. Ahora bien: a dos millas de aquí comienza el jardín de la Reina de las Nieves. Conduce a ese sitio a la niña, déjala junto a un gran arbusto cargado de bayas rojas, y no te entretengas a charlar con ella: debes volver aquí a toda prisa.

Y la finlandesa dejó a Gerda sobre el rengífero, que comenzó a correr cuanto le era posible.

— ¡Oh! exclamó la niña apenas estuvo fuera, y cuando sintió la impresión del frío. No llevo mis guantes ni mis botinas de piel: tan sólo tengo mis pobres zapatos rojos, rotos ya, y cuyas suelas se caen. ¡Detente, buen rengífero, detente!

Pero el animal había recibido sus instrucciones; no se aventuró a detenerse ni a volver a casa de la finlandesa, y corrió hasta llegar al arbusto de bayas rojas, donde, apenas hubo depositado a Gerda, lamió sus dos mejillas y volvióse corriendo, no sin derramar copiosas lágrimas.

Y la pobre niña quedó allí, sin guantes, con sus zapatos gastados, en la extremidad de Finlandia, en medio de los hielos inexorables y de las nieves terribles.

Gerda siguió avanzando todo lo deprisa que pudo; pero de repente llegó un ejército de copos de nieve, disponiéndose no solamente a cerrarle el paso, sino a rodearla para que sucumbiese; pero había una cosa extraordinaria, y era que aquellos copos no caían del cielo, puro y brillante de estrellas en aquel instante, aunque en otras partes debía brillar el sol, sino que andaban, o, más bien, rodaban por el suelo, siendo más voluminosos a cada momento: hubiérase dicho que tomaban formas espantosas, conservándose blancos y helados. Estas formas eran extravagantes: las unas parecían de puercos espines; las otras, de serpientes de varias cabezas, y las demás, de osos, perros y lobos: era la vanguardia de la Reina de las Nieves; ¡eran copos vivos de la misma!

Entonces la niña, viéndose en peligro de ser devorada por todos aquellos monstruos, de los que jamás había oído hablar nunca, y de cuya existencia ni siquiera tenía idea, comenzó a rezar su Padrenuestro. Y el frío era tan grande que, a medida que pronunciaba las palabras, podía ver su propio aliento salir de la boca como vapor; pero poco a poco hizose más denso, y, con gran asombro de la niña, viole descomponerse en una infinidad de angelitos, que se agrandaban a medida que iban tocando la tierra, llevando todos un casco en la cabeza, una lanza en la mano izquierda, y el escudo en la derecha: estos objetos eran de oro puro, y el número de ángeles aumentaba siempre a medida que Gerda progresaba en su oración: cuando ésta hubo terminado, vióse rodeada de una multitud.

Entonces los ángeles se oprimieron alrededor de la niña y golpeaban con sus lanzas de oro los espantosos copos, que, apenas tocados por las armas divinas, deshacíanse y se disolvían. Al ver esto, Gerda recobró valor y adelantóse, rodeada de sus ángeles, que acariciaban y calentaban con la punta de sus alas sus manos y sus pies.

Muy pronto divisó una mole blanca, y supuso que aquél era el palacio de la Reina de las Nieves.

Más en este momento debemos abandonar a la niña, por la que nada se debe temer ya, y ver lo que hacía Pedrito. Tal vez pensaba en su amiguita; pero seguramente no sospechaba que estuviese tan cerca de él.


VIII EL CASTILLO DE LA REINA DE LAS NIEVES Y LO QUE SUCEDIÓ ALLÍ

Los muros del castillo estaban formados por la nieve que lo cubre todo, y las puertas y ventanas por el viento que corta; contenía más de cien salas, todas ellas de nieve, la cual caía como una cortina blanca, pero sin consolidarse nunca.

La más grandiosa de estas salas medía por sí sola más de tres millas, y todas estaban iluminadas por la blanca luz del Norte; todas eran tan grandes, tan solitarias, tan blancas y glaciales, que parecían mortalmente tristes. Jamás había en aquel palacio placer alguno ni la menor animación, ni tampoco esos bailes donde las mujeres de los osos blancos pudieran balancearse, ostentando, sus gracias naturales, mientras que la tempestad hubiera servido de orquesta.

Jamás se veía allí reunión alguna, ni se hacían invitaciones, para tomar el té o el café, a las hijas de los zorros azules y de las martas. No: las salas de la Reina de las Nieves estaban eternamente desiertas y tranquilas. En la más grande de aquellas salas interminables había un lago helado, en medio del cual elevábase un trono de hielo, que la Reina de las Nieves ocupaba cuando permanecía en casa, pretendiendo entonces estar sentada sobre el espejo del espíritu, el más grande y mejor que pudiese haber en el mundo.

Pedrito estaba completamente amoratado por el frío; pero no lo echaba de ver, porque la Reina de las Nieves había desviado de él todo temor al hielo, a fuerza de besos, y porque, gracias al pedacito de espejo que penetró en su corazón, se asemejaba a un témpano. Pasaba la vida reuniendo fragmentos de aquél, en los cuales había letras, como las que se hacen en un juego que conocéis bien, es decir, en un rompecabezas chino, a fin de formar una figura o una palabra: mas el muchacho no conseguía nunca formar la que deseaba, que era la de un sol, ni tampoco podía escribir la palabra eternidad, que era la que buscaba, pues la Reina de las Nieves le había dicho:

—Cuando de todos esos hielos que tienen cada cual una forma diferente, y que llevan cada uno su letra, hayas formado un sol en cuyo centro se lea la palabra eternidad, volverás a ser dueño de ti, y te daré el mundo entero con un par de patines nuevos.

Pero Pedrito no conseguía formar su sol, ni escribir la palabra eternidad.

Entretanto, formaba las figuras más extravagantes é incoherentes, que le parecían magníficas, y que le distraían, sin echar de ver que el tiempo pasaba.

Cierto día, la Reina de las Nieves le dijo:

—Voy a marchar a los países cálidos, pues quiero ver lo que sucede en el fondo de las ollas negras que el fuego eterno hace hervir (así era como la Reina de las Nieves llamaba al Etna, al Vesubio, el Strómboli y los demás volcanes); voy a blanquearlas un poco, y esto será bueno para los limones y las uvas.

La Reina de las Nieves remontó el vuelo, y Pedrito quedó solo, reuniendo sus fragmentos de hielo en la gran sala desierta y helada. De repente, alguna cosa crujió dentro de él, y permaneció rígido é inmóvil, de tal modo que se le hubiera podido creer helado.

Precisamente en aquel momento, Gerda entraba en el castillo. La puerta grande estaba cerrada por la fuerza del viento; pero la niña rezó un Avemaria, y el viento cesó de pronto.

Entonces, cruzando el patio, donde quedaron los restos de sus míseros zapatitos rojos, penetró en las grandes salas desiertas y frías, llegando, al fin, a la del lago helado, donde Pedrito se hallaba.

Desde la puerta le reconoció, y, corriendo hacia él, estrechóle entre sus brazos, exclamando:

— ¡Pedrito, mi querido Pedrito! ¡Al fin, te encontré!

Pero el muchacho continuó impasible, rígido y frío.

La niña Gerda comenzó a llorar, y así como una vez ya, hallándose en casa de la hada de las flores, sus lágrimas penetraron en la tierra e hicieron brotar rosales, así ahora llegaron hasta el fondo del pecho de Pedrito y derritieron su corazón.

Aún no hablaba; pero miraba ya a la niña con ojos que se animaban cada vez más.

Entonces Gerda entonó la canción que ellos cantaban en otro tiempo junto a la ventana cuando se acercaba Navidad:

Las rosas se marchitan y caen al suelo:

al niño Jesús

pronto veremos.


Entonces Pedrito recobró del todo la sensibilidad.

Se deshizo en lágrimas y lloró tanto, tanto, tanto que la bolita de vidrio que tenía en el corazón le salió por el ojo con una lágrima más gruesa que las otras.

Al punto reconoció a Gerda, y, en un arranque de alegría que no sentía hacía mucho tiempo, exclamó:

—Gerda, mi buena Gerda: ¿dónde has estado tanto tiempo?

Olvidaba que era él quien había estado y no Gerda.

Y miraba a todos lados con asombro.

—¡Qué frío hace aquí! siguió diciendo. ¡Qué grande es esto y que vacío está!

Y se agarraba a Gerda, que lloraba de alegría, sonriendo: tanto era el miedo que tenía de que la niña se fuese, dejándole abandonado en el palacio de la Reina de las Nieves.

Y su satisfacción, mezclada con su temor, era tan dulce y tan conmovedora, que los témpanos se pusieron a bailar de contento y las paredes de nieve a llorar de alegría.

Mientras tanto, los fragmentos de hielo, con los que Pedro había jugado tanto tiempo, se agitaban, por su parte, y al agitarse acabaron por formar un sol, en medio del cual estaba escrita la palabra eternidad.

En el mismo instante se abrieron todas las puertas del palacio. Cada puerta, por la cual debían pasar Gerda y Pedro, estaba guardada por dos ángeles.

Gerda besó las mejillas del muchacho, las cuales, de azules que eran, se volvieron encarnadas.

Ella bajó los ojos, los cuales se pusieron tan brillantes como los de él.

Luego la niña le besó las manos y los pies, y desapareció la inmovilidad que los tenía encadenados.

Ahora la Reina de las Nieves podía regresar si quería: el sol de hielo brillaba en tierra, y en medio del sol la palabra eternidad.

Entonces los niños se cogieron de la mano, salieron del castillo escoltados por los ángeles y hablando de la abuela y de las rosas que florecían en la ventana, y, por dondequiera que pasaban, los vientos callaban y el sol brillaba.

Cuando llegaron al arbusto de frutos encarnados, vieron al reno que los aguardaba.

Iba acompañado de su hembra, cuyas mamas estaban llenas de leche. Los dos niños bebieron de ella y se sintieron muy reanimados.

Entonces, como Gerda y el pequeño Pedro no necesitaban ya a los ángeles, éstos se despidieron de los dos niños diciéndoles que algún día se volverían a ver en el cielo; y desaparecieron dejando el aire tibio y perfumado.

Gerda montó en un reno y Pedrito en el otro, y los dos animales se pusieron a galopar hasta que llegaron a la cabaña de la finlandesa, donde se calentaron y donde Gerda, que iba descalza por haber destrozado sus zapatos rojos yendo en busca de Pedro, encontró sus botinas y sus guantes de pelo.

Allí se había quedado el pequeño trineo de Pedrito.

Los renos se engancharon a él, y los dos niños tomaron asiento, muy juntitos para calentarse el uno al otro. La finlandesa los arropó con una piel de oso blanco, y los dos renos echaron a correr en dirección a la choza de la lapona.

Durante su ausencia, la buena mujer les habla hecho pellizas de piel de zorro azul, de las que tenían gran necesidad, porque las ropas de ambos niños estaban tan destrozadas como los zapatos rojos de la pequeña Gerda.

Sólo se detuvieron el tiempo necesario para tomar un bocado y ponerse sus pellizas, y partieron dando gracias de todo corazón a la buena mujer.

A los tres días estaban en la frontera de las Nieves; allí empezaban a brotar del suelo los primeros musgos y los primeros liqúenes.

Entonces se alejaron de ellos los rengíferos.

La separación fue triste, y se lloró mucho por una y otra parte; pero los renos no se atrevían a aventurarse por un país que no fuera el suyo. El que tenía leche habría ido más lejos; pero el que había estado preso retuvo a su compañera diciéndole cuánto había sufrido durante su cautiverio.

Los dos niños se vieron obligados a abandonar el trineo del pequeño Pedro y prosiguieron el viaje cogidos de la mano. Poco a poco, a los musgos y a los liqúenes sucedieron los brezos y rododendros; luego a los brezos y rododendros, zarzas y espinos; a las zarzas y espinos, abetos achaparrados, después otros más hermosos, luego verdes robles, y, por fin, oyeron cantar a los pajarillos; encontraron las primeras flores y divisaron, por último, un gran bosque de hayas y castaños.

De aquel bosque salió, montada en un magnífico caballo, que Gerda reconoció al punto por uno de los dos que habían sido enganchados a su carroza dorada, una linda joven que llevaba en la cabeza un gorro de color de escarlata y en la cintura dos pistolas.

Era la hija de los ladrones.

Gerda la conoció, y ella conoció a Gerda.

Ambas corrieron a encontrarse y se abrazaron tiernamente.

La arrogante amazona se había cansado de la vida que llevaba en el castillo del bosque, y, apoderándose de una gruesa suma de oro en la guarida de los ladrones, se llenó de él los bolsillos, sacó uno de los dos caballos dados por la princesa a Gerda, montó en él y partió.

Los dos jóvenes tuvieron una gran alegría.

—¿Quién es ese niño? preguntó la hija de los ladrones designando a Pedro.

Gerda le contestó que era el compañero que buscaba con tanta ansiedad cuando la detuvieron los ladrones.

Entonces, volviéndose a Pedro, le dijo:

—Eres un viajero animoso, y desearía saber si en realidad mereces que se te vaya a buscar al fin del mundo.

Gerda le dio un golpecito en la mejilla, y le preguntó por el príncipe y la princesa.

—Están viajando por el extranjero, contestó la hija de los ladrones.

—¿Y las cornejas? preguntó Gerda.

—La corneja silvestre ha muerto de indigestión; de suerte que la corneja domesticada se ha quedado viuda. Lleva una gasa en la pata izquierda y se lamenta horriblemente. Esto es todo lo que sé. Ahora cuéntame a tu vez lo que ha sucedido y cómo has encontrado a tu fugitivo.

Gerda y Pedrito se lo contaron todo.

—Corriente, contestó, todo va bien. Regresad a la ciudad, y si alguna vez paso por ella iré a haceros una visita.

Y, después de abrazarlos sin apearse, echó su caballo a galope y desapareció.

Pedro y Gerda prosiguieron su marcha, cogidos como siempre de la mano, y después de cruzar por países cubiertos de verdor y de flores que les hicieron olvidar aquella horrible Laponia, tan encomiada por los rusos, oyeron el sonido de las campanas y, al fin, divisaron en el horizonte la gran ciudad en que habían nacido.

El pequeño Pedro conoció aún la puerta por donde había salido, las calles por que había pasado, y, por último, llegaron al umbral de sus dos casas.

Subieron la escalera de la de Gerda y entraron en el cuarto de la abuela. Todo estaba allí en el mismo sitio. El reloj hacía tic, tac, y señalaba la hora; pero al ponerse enfrente del espejo advirtieron que Pedrito se había vuelto un gallardo mancebo y Gerda una hermosa doncella. Las rosas seguían floreciendo en sus cajones, y junto a la ventana se veían aún sus sillitas de niños.

Pedro y Gerda se sentaron en ellas. Habían olvidado el pasado como se olvida un mal sueño, y les parecía que jamás habían salido de aquella casa.

En aquel momento, la anciana abuela volvía de misa, llevando en la mano su libro de oraciones.

Saludó al apuesto joven y a la linda muchacha; y como no los conoció a causa de lo cambiados que estaban, les preguntó quiénes eran,

Entonces ellos entonaron un cántico que la vieja les había enseñado en otro tiempo.

Las rosas se marchitan

y caen al suelo:

al niño Jesús

pronto veremos.


La abuela dio un grito de alegría: en el apuesto joven y en la linda muchacha había conocido a Pedrito y Gerda.

Un mes después, las campanas, cuyos tañidos pudieron reconocer antes de ver la ciudad, anunciaban su boda.

Diez meses después, las mismas campanas tocaban por el bautizo de dos preciosos gemelos, uno de los cu)les se llamó Pedro, como su padre, y la otra Gerda, como su madre.

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De El Narrador de Cuentos (1857-1860)

Lee la versión original de La Reina de las Nieves de Hans Cristian Andersen

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