Historia maravillosa de Don Bernardo de Zúñiga Cuento completo

l. La Fonsanta


Era el 25 de enero de 1492. Tras una lucha de ochocientos años contra los españoles, los moros acababan de declararse derrotados en la persona de Al-Shaghyr-Abu-Abdallah, quien el 6 del mes anterior, es decir, el día de Reyes, había puesto la ciudad de Granada en manos de sus vencedores, Fernando e Isabel. 

Los moros habían conquistado España en dos años; fueron necesarios ocho siglos para quitársela. 

El rumor de esa victoria se había difundido. Por todas las Españas las campanas repicaban en las iglesias como en el día santo de Pascua, cuando Nuestro Señor resucitó, y todas las voces gritaban: ¡Viva Fernando! ¡Viva Isabel! ¡Viva León! ¡Viva Castilla! 

Pero esto no era todo; se decía que en ese año de bendición en que Dios había mirado a España con ojos de padre, un gran viajero se había presentado a los dos reyes, y había prometido darles un mundo desconocido que estaba seguro de descubrir dirigiéndose siempre de Oriente a Occidente. 

Pero esto se consideraba generalmente fábula, y el aventurero que a ello se había comprometido, y que se llamaba Cristóbal Colón, era considerado como un loco. 

Por lo demás, estas nuevas, en esa época de comunicaciones difíciles, aún no se habían difundido de forma positiva por toda la superficie de la península. A medida que, topográficamente, las provincias se hallaban a mayor distancia de aquéllas en que los moros habían concentrado su poder, y que sólo hacía diecinueve días Fernando e Isabel habían liberado, igual que, a medida que uno se aleja de un centro luminoso, los objetos tornan paulatinamente a la oscuridad, paulatinamente, las poblaciones aún dudaban de aquella gran ventura que caía en suerte a toda la cristiandad y, apiñándose en torno a cada viajero que llegaba del teatro de la guerra, le preguntaban detalles de aquel gran acontecimiento. 

Una de las provincias, no de las más alejadas pero sí de las más separadas de Granada porque dos grandes cadenas montañosas se extienden entre ella y esa ciudad, Extremadura, la Extremadura situada entre Castilla la Nueva y Portugal, y que toma su nombre de su extremada posición respecto a las fuentes del Duero, Extremadura, en fin, tenía tanto mayor interés en estar informada cuanto que, liberada ya de los moros en 1240 por Fernando III de Castilla, pertenecía desde entonces a ese reino del que Isabel, que acababa de merecer el sobrenombre de la Católica, era heredera. 

Por eso el día en que se abre esta historia, es decir, el 25 de enero de 1492, una gran muchedumbre estaba congregada en el patio del castillo de Béjar, donde acababa de entrar don Bernardo de Zúñiga, tercer hijo de Pedro Zúñiga, conde de Bagnares y marqués de Ayamonte, dueño del castillo. Y nadie podía ofrecer noticias más frescas de los moros y los cristianos que don Bernardo de Zúñiga, que, caballero del ejército de Isabel, había sido hecho prisionero en una de las salidas intentadas por el héroe de los árabes, Musay-Ebn-Aby’l- Gazan, y llevado herido a la ciudad asediada, cuyas puertas no se abrieron para él hasta el día en que los cristianos hicieron su entrada en ella. 

En la época en que se nos aparece, es decir, en el momento en que, tras una ausencia de diez años, vuelve al castillo paterno, montado sobre su caballo de batalla y rodeado de criados, de servidores y de vasallos, don Bernardo era un hombre de treinta y cinco a treinta y seis años, enflaquecido por las fatigas y sobre todo por las heridas, y que habría sido pálido si su rostro, quemado por el sol del sur, no estuviera cubierto de un tinte bronceado que parecía hacer de él el compatriota y hermano de los hombres contra los que acababa de combatir. Este parecido era tanto más exacto cuanto que, envuelto como estaba en la gran capa blanca de la orden de Alcántara, con un faldón de esa capa enrollado alrededor del rostro para guardarse del cierzo de las montañas, nada distinguía aquella capa del albornoz árabe a no ser la cruz verde que los caballeros de la orden santa llevaban en el lado izquierdo del pecho. 

Aquel séquito, que con él entraba en el patio del castillo, le acompañaba desde su aparición en las puertas de la villa; antes incluso de haberle reconocido, habían adivinado que aquel hombre de mirada sombría, de porte heroico, de capa mitad religiosa, mitad guerrera, venía del teatro de la guerra. Se habían dirigido a él para informarse de las noticias. Entonces él había dicho su nombre, había invitado a las buenas gentes a seguirle hasta el patio del castillo y, llegado allí, acababa de poner pie a tierra en medio de signos de cariño y respeto universales. 

Tras haber arrojado la brida de su caballo a las manos de su escudero, y haberle recomendado a aquel valiente compañero de sus fatigas que, como su amo, llevaba más de una huella visible de la lucha que acababa de sostener, don Bernardo de Zúñiga subió los peldaños de la escalinata que conducía a la entrada principal del castillo; luego, llegado al último escalón, se volvió contando, para satisfacer la curiosidad de todos, cómo Fernando el Católico, tras haber conquistado treinta plazas fuertes y otras tantas villas, había terminado por asediar Granada; cómo tras un asedio largo y terrible, Granada se había rendido el 25 de noviembre de 149l, y cómo, por último, el rey y la reina habían hecho su entrada en ella el 6 del mes de enero, día de la Santa Epifanía, dejando por todo dominio al sucesor de los reyes de Granada y de los califas de Córdoba una pequeña donación en las Alpujarras. 

Una vez dadas estas informaciones para gran alegría de los oyentes, don Bernardo entró en el castillo seguido sólo por dos de sus servidores más íntimos. 

No sin gran emoción, don Bernardo volvió a ver, tras diez años, el interior de aquel castillo en el que había transcurrido su infancia, y que encontraba ahora vacío; su padre se hallaba en Burgos y de sus dos hermanos mayores, uno había muerto y el otro estaba en el ejército de Fernando. 

Don Bernardo recorría, triste y silencioso, todas las dependencias; se hubiera dicho que en el fondo de su pensamiento había una pregunta que no osaba hacer, y que permanecía velada bajo las preguntas que hacía. Por fin, deteniéndose ante el retrato de una niña de nueve o diez años, preguntó, con cierta vacilación, de quién era aquel retrato. 

Aquel a quien dirigía la pregunta miró fijamente a don Bernardo antes de responder. Se hubiera dicho que no comprendía. 

—¿Ese retrato? —preguntó. 

—Desde luego, ese retrato —repitió don Bernardo, en un tono más imperativo. 

—Pero, señor —repitió el servidor—, es el de vuestra prima Ana de Niebla. Es imposible que Vuestra Señoría haya olvidado a esa joven huérfana que fue educada en el castillo y que estaba destinada a vuestro hermano mayor. 

—Ah, es cierto —dijo don Bernardo—, ¿y qué ha sido de ella? 

—Cuando vuestro hermano mayor murió, en 1488, mi señor vuestro padre ordenó que Ana de Niebla entrara en el convento de la Inmaculada Concepción, de la orden de Calatrava, y que allí hiciera sus votos, dado que vuestro segundo hermano estaba casado y Vuestra Señoría era caballero de una orden que prescribe el celibato. 

Don Bernardo lanzó un suspiro. 

—Cierto —dijo. 

Y no hizo ninguna otra pregunta. 

Sólo que, como Ana de Niebla era muy amada en el castillo de Béjar, el servidor, aprovechando que la conversación había recaído sobre la joven heredera, trató de continuarla. Pero a la primera palabra que dijo sobre el tema, don Bernardo le impuso silencio haciéndole comprender que se había informado de cuanto quería saber. 

Por lo demás, no había que engañarse sobre las causas que habían determinado el regreso de don Bernardo al castillo de sus padres; porque desde aquel mismo día hizo conocer esa causa a todo el mundo. El castillo de Béjar estaba situado a dos o tres leguas de una fuente que se llamaba la Fonsanta, y que sin duda debía a su vecindad con el convento de la Inmaculada Concepción el privilegio de hacer milagros.


Aquella fuente era maravillosa sobre todo para la curación de heridas, y, como hemos dicho, don Bernardo estaba todavía flaco, pálido y sufriente de las heridas que había recibido en el asedio de Granada. 

Por eso, al día siguiente, don Bernardo decidió iniciar el tratamiento al que, en su fe religiosa, esperaba deber una pronta curación. El régimen era muy sencillo de seguir; don Bernardo haría lo que hacia el campesino más pobre que iba a implorar la asistencia de la santa madona bajo cuya invocación se encontraba la fuente. Encima del manantial se alzaba una pequeña colina formada por una sola roca; en lo alto de la roca había una cruz. Se subía la roca con los pies desnudos, se arrodillaba uno ante la cruz, se decían devotamente cinco Pater y cinco Ave, se bajaba siempre con los pies descalzos, se bebía un vaso de agua y uno volvía a su casa. Las peregrinaciones se dividían en novenas; al cabo de la tercera novena, es decir, al final del día vigesimoséptimo, era raro que no estuviera uno curado. 

Efectivamente, a la mañana siguiente, al rayar el día, don Bernardo de Zúñiga hizo almohazar su caballo; y como cien veces en su juventud había hecho el viaje a la fuente, partió solo para cumplir su peregrinación sanitaria. 

Llegado a la fuente, echó pie a tierra, ató su caballo a un árbol, se descalzó, trepó la roca con los pies desnudos; dijo sus cinco Pater y sus cinco Ave, bajó, bebió un vaso de agua en la propia fuente, volvió a ponerse el calzado, a subir al caballo, lanzó una mirada, religiosa sin duda, hacia el convento de la Inmaculada Concepción que, a media legua de allí, aparecía entre los árboles y regresó al castillo. 

Todos los días hizo el mismo viaje don Bernardo, y era notorio que el agua milagrosa actuaba sobre su cuerpo, aunque su humor siguiera siendo triste, solitario, casi salvaje. 

De este modo agotó las tres novenas. Durante los últimos días de la tercera, la salud le había vuelto por completo, y ya había anunciado su próxima partida para el ejército cuando el día vigesimoséptimo, estando arrodillado al pie de la cruz diciendo su penúltimo Ave, vio avanzar un séquito que no dejaba de tener interés para un hombre que con tanta frecuencia había mirado, al decir adiós a la fuente, hacia el convento de la Inmaculada Concepción. 

Era un cortejo compuesto por religiosas que acompañaban una litera descubierta porteada por campesinos. Sobre aquella litera iba una religiosa a la que parecían llevar en triunfo a la fuente: las religiosas que acompañaban la litera y la que estaba tendida encima iban escrupulosamente veladas. 

En lugar de bajar, como de costumbre, para beber en la fuente, don Bernardo esperó, curioso sin duda de ver lo que iba a ocurrir. 

Su curiosidad era tan grande que olvidó decir su último Ave. 

El cortejo se detuvo ante la fuente, la religiosa tendida en la litera bajó de ella, se quitó el calzado, y, con paso vacilante primero pero que fue afirmándose paulatinamente, inició su ascensión; llegada al pie de la cruz que don Bernardo, retrocediendo, había dejado libre, la religiosa se arrodilló, hizo sus preces, volvió a levantarse y bajó para reunirse con sus compañeras. 

Fue una ilusión, pero a don Bernardo le pareció que en el momento de arrodillarse y volverse a levantar, la religiosa había detenido un instante sus ojos sobre él a través del velo. 

Por su parte, al acercarse la santa mujer, don Bernardo había sentido una emoción extraña, algo así como un deslumbramiento había pasado ante sus ojos, y se había pegado al árbol como si la roca, poco segura sobre su base, hubiera temblado para él. 

Pero a medida que la religiosa se alejaba de don Bernardo, había recuperado la fuerza; entonces, para seguirla durante más tiempo con la mirada, se había inclinado sobre el borde de la roca que estaba suspendida sobre la fuente. La religiosa había bajado, se había acercado a la fuente y, haciéndose sólo visible para el agua santa, había apartado su velo y bebido según la costumbre en el mismo manantial. 

Pero entonces había ocurrido una cosa en la que nadie habría pensado y que por consiguiente nadie hubiera podido prever. El límpido cristal de la fontana se trocó en espejo, y desde el lugar en que estaba situado don Bernardo de Zúñiga vio la imagen de la religiosa con tanta nitidez como si fuera reflejada por un espejo. 

A pesar de su palidez, era tal milagro de belleza que don Bernardo de Zúñiga lanzó un grito de sorpresa y de admiración que resonó lo bastante alto para hacer estremecerse a la santa enferma que, tras haber mojado apenas sus labios en el agua, cruzó su velo y volvió a subir a la litera, no sin girar una última vez la cabeza hacia el imprudente caballero. 

Don Bernardo de Zúñiga descendió rápidamente los peldaños de la roca y dirigiéndose a uno de los espectadores de aquella escena le preguntó: 

—¿Sabes quién es esa mujer que acaba de beber en la fuente y que llevan al convento de la Inmaculada Concepción? 

—Sí —respondió el hombre preguntado—, es una religiosa que acaba de tener una enfermedad que todos creían mortal, puesto que de hecho estuvo muerta según parecía durante más de una hora, pero que, por la virtud del agua santa, se ha curado; y tan bien que hoy sale por primera vez a cumplir su voto de venir a beber por sí misma a la fuente el agua que todavía ayer sacaban para llevársela. 

—¿Sabes el nombre de esa religiosa? —preguntó don Bernardo, con una emoción que indicaba la importancia que daba a la pregunta. 

—Sin duda, mi señor; se llama Ana de Niebla, y es la sobrina de Pedro de Zúñiga, conde de Bagnares, marqués de Ayamonte, cuyo hijo, que volvió hace un mes más o menos del ejército, trajo la buena nueva de la toma de Granada. 

—¡Ana de Niebla! —murmuró don Bernardo—. ¡Ay! Ya la había reconocido, pero jamás habría creído que se hubiera vuelto tan hermosa... 


2. El rosario de Ana de Niebla 


Así pues, don Bernardo había vuelto a ver a aquella joven a quien había dejado niña en el castillo de Béjar y cuyo recuerdo, según todas las probabilidades, le había seguido durante sus diez años de ausencia. 

Durante esos diez años de sueño solitario en que el pensamiento de don Bernardo había seguido el viaje de Ana de Niebla en la primera primavera de la vida, la joven se había hecho mujer; había alcanzado la edad de veinte años mientras don Bernardo alcanzaba la de treinta y cinco; ella había vestido el hábito de religiosa, mientras él se había puesto la capa de caballero de Alcántara. 

Ella era la prometida del Señor, él era el caballero de Cristo. 

A los dos jóvenes criados en la misma casa, desde la salida de aquella casa les estaba prohibida toda comunicación por medio de la palabra, todo intercambio de miradas. 

Por eso sin duda la vista de su prima, en el extraño espejo en que él había perseguido sus trazos, había despertado una emoción tan viva en el corazón de don Bernardo de Zúñiga. 

Retornó al castillo, pero más pensativo, más sombrío, más taciturno aún que de costumbre, y casi de inmediato fue a encerrarse en la habitación donde había visto aquel retrato de Ana de Niebla niña. Indudablemente, trataba de encontrar en la tela los rasgos conmovedores que acababa de ver temblar en la fuente, de seguir su desarrollo juvenil durante los diez años que acababan de transcurrir, de verlos abrirse al soplo de la vida como se abre una flor al sol. 

Él, que desde hacía quince años luchaba en los campos de batalla, en medio de las emboscadas, de los asaltos de las villas, contra los enemigos mortales de su patria y de su religión, no trató siquiera de resistir por un momento ante aquel enemigo más terrible que iba a atacarle cuerpo a cuerpo y que al primer golpe le doblegaba bajo él. 

Don Bernardo de Zúñiga, el caballero de Alcántara, amaba a Ana de Niebla, la religiosa de la Inmaculada Concepción. 

Había que huir, huir sin perder un instante, volver a aquellos combates reales, a aquellas heridas físicas que sólo matan el cuerpo. Don Bernardo no tuvo valor suficiente. 

Al día siguiente, aunque su novena, salvo un Ave, estuviera concluida, volvió a la fuente, sin rezar ya, porque el amor se había apoderado de su corazón y no había dejado lugar para la plegaria. Sólo que, sentado en lo más alto de la roca, con la mirada vuelta hacia el convento, esperaba un nuevo cortejo semejante al que ya viera y que no venía. 

Así, sin descanso, sin sueño, merodeando alrededor del convento cuyas puertas permanecían despiadadamente cerradas, esperó tres días. 

El cuarto, que era domingo, sabía que las puertas de la iglesia se abrían, y que todo el mundo podía entrar en aquella iglesia. 

Encerradas en el coro, las religiosas cantaban detrás de grandes colgaduras; se las oía sin verlas. 

Y aquel día tan deseado llegó por fin. Por desgracia, don Bernardo lo esperaba con un objetivo completamente profano; la idea de que ese día era aquel en que podía acercarse al Señor no se le pasó por la mente; sólo pensaba en acercarse a Ana de Niebla. 

A la hora en que las puertas del convento se abrieron, él estaba allí, esperando. 

A las dos de la mañana él mismo había ido a la cuadra, había ensillado su caballo y salido sin avisar a nadie. Desde las dos a las ocho, había vagado por los alrededores de la fuente, pero ahora no con la frente envuelta en su gran capa para guarecerse del cierzo de las montañas, sino con la frente descubierta, implorando todos los vientos de la noche para apagar aquel hogar encendido que parecía devorar su cerebro. 

Una vez que hubo entrado en la iglesia, don Bernardo fue a arrodillarse lo más cerca que le fue posible del coro de la iglesia, y allí permaneció esperando, de rodillas sobre las losas, con la frente contra el mármol. 

Comenzó el servicio divino: don Bernardo no tuvo ni un solo pensamiento para el Salvador de los hombres, cuyo sacrificio se realizaba; toda su alma estaba abierta como un recipiente, para absorber aquellos cantos que se le habían prometido, y en medio de los cuales debía subir al cielo el canto de Ana de Niebla. 

Cada vez que en medio de aquel concierto suave una voz más armoniosa, más pura, más vibrante que las demás se dejaba oír, en ese mismo instante don Bernardo se estremecía y alzaba maquinalmente sus dos manos al cielo. Se hubiera dicho que trataba de colgarse de aquel acorde y subir al cielo con él. 

Luego, cuando el sonido se había apagado, cubierto por las demás voces o agotado en su propio éxtasis, volvía a caer con un suspiro, como si sólo hubiera vivido de aquella armoniosa vibración y como si no pudiera vivir sin ella. 

La misa concluyó en medio de emociones hasta entonces desconocidas. Los cantos cesaron, los últimos sonidos del órgano se apagaron, los asistentes salieron de la iglesia, los oficiantes entraron de nuevo en el convento. El monumento no fue ya más que un cadáver mudo e inmóvil; la plegaria cuya alma era había remontado al cielo. 

Don Bernardo quedó solo, entonces pudo mirar a su alrededor. Encima de su cabeza había, colgado, un cuadro representando la Salutación angélica; en una esquina del cuadro estaba la donante de rodillas y con las manos juntas. 

El caballero de Alcántara lanzó un grito de sorpresa. La donante, aquella mujer representada de rodillas y con las manos juntas en una esquina del cuadro, era Ana de Niebla. Llamó al sacristán, que apagaba las velas, y le interrogó. 

Aquel cuadro era obra de la misma Ana de Niebla; se había representado de rodillas y rezando, según la costumbre de la época, que casi siempre exigía para la donante un humilde puesto sobre la tela sagrada. 

Había llegado la hora de retirarse; a la invitación que le fue hecha por el sacristán, don Bernardo se inclinó y salió. 

Se le había ocurrido una idea: adquirir aquel cuadro al precio que fuese. 

Pero todas las proposiciones que hizo o que mandó hacer al capítulo del convento fueron rechazadas, le respondieron que lo que se había dado no se vendía. 

Don Bernardo juró que poseería aquel cuadro. Reunió todo el dinero que pudo procurarse, veinte mil reales aproximadamente, mucho más que el valor real del cuadro, y decidió penetrar el siguiente domingo con la gente en la iglesia, como ya había hecho, ocultarse en algún rincón y por la noche descolgar y enrollar la tela, dejando los veinte mil reales sobre el altar cuyo cuadro habría robado. 

En cuanto a salir de la iglesia, había observado que las ventanas estaban a una altura de doce pies como máximo, y que daban al cementerio; amontonaría las sillas unas sobre otras y saldría fácilmente de la iglesia por una ventana. 

Luego retornaría al castillo con su tesoro, lo haría enmarcar magníficamente, lo situaría frente al retrato de Ana de Niebla, y pasaría su vida en aquella habitación que encerraba su vida. Los días y las noches transcurrieron a la espera del domingo que por fin llegó. 

Don Bernardo de Zúñiga fue uno de los primeros en entrar, como había sido el domingo anterior. Llevaba consigo los veinte mil reales en oro. 

Pero lo que primero sorprendió su mirada fue el aspecto fúnebre que había revestido la iglesia; a través de las verjas del coro se veía brillar la punta de unos cirios que iluminaban el remate de un catafalco. 

Don Bernardo se informó. 

Aquella misma mañana había muerto una religiosa, y la misa a que iba a asistir era una misa mortuoria. 

Pero, como ya hemos dicho, don Bernardo no iba por la misa, iba a preparar la realización de su proyecto. 

El cuadro angélico estaba en su sitio, encima del altar, en la capilla de la Virgen. 

La ventana más baja tenía diez o doce pies, y gracias a los bancos y a las sillas superpuestas, nada era más fácil que salir. 

Estos pensamientos preocuparon a don Bernardo durante la duración del servicio divino. Se daba perfecta cuenta de que iba a cometer una mala acción; pero en gracia a su vida completamente dedicada a combatir a los infieles, en gracia a la suma que dejaba en el lugar del cuadro, esperaba que el Señor le perdonaría. 

Luego, de vez en cuando, oía aquellos cantos fúnebres, y entre todas aquellas voces frescas, puras y sonoras, buscaba en vano la vibración de aquella voz cuyo timbre celeste había despertado ocho días antes todas las fibras de su alma y las había hecho sonar como un arpa celeste bajo los dedos de un serafín. 

La cuerda armoniosa estaba ausente, y se hubiera dicho que una tecla faltaba al teclado religioso. La misa concluyó. Todos salieron. Al pasar delante de un confesionario, don Bernardo de Zúñiga lo abrió, entró en él y lo cerró tras de sí. Nadie le vio. 

Las puertas de la iglesia rechinaron sobre sus goznes. Bernardo oyó chirriar las cerraduras. Los pasos del sacristán rozaron el confesionario donde él se había ocultado, y se alejaron. 

Todo tornó al silencio. 

Sólo de vez en cuando, en el coro que seguía cerrado, se oía el roce de un paso sobre el enlosado, luego el murmullo de una plegaria dicha en voz baja. 

Era alguna religiosa que iba a decir las letanías de la Virgen sobre el cuerpo de su compañera muerta. 

Llegó la noche, la oscuridad se difundió por la iglesia, sólo el coro permaneció iluminado, transformado como estaba en capilla ardiente.


Luego se levantó la luna, uno de sus rayos pasó a través de una ventana y lanzó su luz macilenta en la iglesia. 

Todos los ruidos de vida se apagaban paulatinamente fuera y dentro; hacia las once cesaron las últimas preces alrededor de la muerta, y todo dejó paso a ese silencio religioso peculiar de las iglesias, de los claustros y de los cementerios. 

El grito monótono y regular de una lechuza, posada con toda probabilidad en un árbol cercano a la iglesia, continuó sonando con su triste periodicidad. 

Don Bernardo pensó que había llegado el momento de ejecutar su plan. Empujó la puerta del confesionario en que estaba escondido y sacó el pie fuera de su escondite. 

En el momento en que su pie se posaba sobre la losa de la iglesia, comenzaban a sonar las campanadas de medianoche. 

Inmóvil, esperó a que los doce tañidos hubieran vibrado lentamente y se perdieran poco a poco en estremecimientos insensibles, para salir por completo del confesionario y avanzar hacia el coro; quería asegurarse de que nadie velaba cerca de la muerta, ni nadie le molestaría en la realización de su designio. 

Pero al primer paso que dio hacia el coro, la verja del mismo se abrió, lentamente empujada y apareció una religiosa. 

Don Bernardo lanzó un grito. Aquella religiosa era Ana de Niebla. 

Su velo alzado dejaba su rostro al descubierto. Una corona de rosas blancas fijaba su velo a la frente. Llevaba en la mano un rosario de marfil, que parecía amarillo al lado de la mano que lo sostenía. 

—¡Ana! —exclamó el joven. 

—¡Don Bernardo! —murmuró la religiosa. Don Bernardo se adelantó. 

—¡Has dicho mi nombre! —exclamó don Bernardo—. Entonces ¿me reconociste? 

—Sí —respondió la religiosa. 

—¿En la Fonsanta? 

—En la Fonsanta. 

Y don Bernardo rodeó a la religiosa con sus brazos. Ana no hizo nada para desasirse del amoroso abrazo. 

—Pero, perdón, porque me vuelvo loco de alegría o de felicidad, ¿qué fuiste a hacer allí? — preguntó Bernardo. 

—¡Sabía que estabas allí! 

—¿Y me buscabas...? 

—Sí. 

—¿Sabes, pues, que te amo...? 

—Lo sé. 

—Y tú, ¿también me amas tú? 

Los labios de la religiosa permanecieron mudos. 

—¡Oh, Niebla, Niebla! Una palabra, una sola. En nombre de nuestra juventud, en nombre de mi amor, en nombre de Cristo, ¿me amas? 

—He hecho los votos —murmuró la religiosa. 

—¡Oh, qué me importan tus votos! —exclamó don Bernardo—. ¿No los he hecho yo también y los he roto? 

—Estoy muerta para el mundo —dijo la pálida prometida. 

—Aunque estuvieses muerta para la vida, Niebla, yo te resucitaría. 

—No me harás revivir —dijo Ana, sacudiendo la cabeza—. Y yo, Bernardo, te haré morir... 

—¡Más vale dormir en la misma tumba que morir separados!

—Entonces, ¿qué decides, Bernardo?

—Raptarte, llevarte conmigo al fin del mundo, si es preciso; más allá de los océanos, si es menester.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—Las puertas están cerradas.

—Tienes razón; ¿estás libre mañana?

—Estoy libre siempre.

—Mañana espérame aquí a la misma hora, tendré una llave de la iglesia.

—Te esperaré, pero ¿vendrás?

—Te lo juro por mi vida. Pero, y tú, ¿cuál es tu juramento, cuál tu prenda?

—Toma —dijo ella—, aquí tienes mi rosario.

Y le puso el rosario de marfil alrededor del cuello.

Al mismo tiempo don Bernardo abrazó a Ana de Niebla y con sus dos manos la estrechó contra su pecho; sus labios se encontraron e intercambiaron un beso.

Pero en lugar de ser ardiente como un primer beso de amor, el contacto de los labios de la religiosa fue helado; y el frío que corrió por las venas de don Bernardo atravesó su corazón.

—Está bien —dijo Ana—, ahora ninguna fuerza humana podrá ya separarnos. Hasta luego, Zúñiga.

—Hasta luego, querida Ana. ¡Hasta mañana!

—¡Hasta mañana!

La religiosa se desasió de los brazos de su amante, se alejó lentamente de él, volviendo la cabeza, y entró de nuevo en el coro que se cerró a su espalda.

Don Bernardo de Zúñiga la dejó volver a entrar, con los brazos tendidos hacia ella, pero inmóvil en su sitio, y cuando la hubo visto desaparecer, sólo pensó en retirarse.

Puso cuatro bancos atravesados, colocó encima de esos bancos una silla, y salió, como de antemano lo había pensado, por la ventana. La hierba era alta y tupida, como suele ocurrir en los cementerios; pudo, pues, saltar desde la altura de doce pies sin hacerse ningún daño. No había necesidad de llevarse el retrato de Ana de Niebla, puesto que al día siguiente la misma Ana de Niebla iba a pertenecerle.

3. El Muerto Viviente


El día empezaba a apuntar en el horizonte cuando Don Bernardo de Zúñiga volvió a buscar su caballo a la cabaña donde lo había dejado.
Sentía un malestar que no podía explicarse él a si mismo, y aun cuando envuelto en su largo manto, un frio glacial helaba todo su cuerpo.
Preguntó en seguida al mozo de cuadra dónde vivía el cerrajero del convento, el cual le dijo que vivía a un extremo del pueblo.
Entonces Don Bernardo echó a andar al trote largo con el objeto de entrar en calor, y a los pocos instantes oyó el golpe del martillo sobre el yunque, y vio a través de las vidrieras las chispas que salían de dentro de la fragua.
Llegado que hubo a la puerta del cerrajero, se apeó del caballo; paro cada vez mas entumido  por el frió que lo invadía, admirabase de la rigidez casi automática de sus movimientos.
El cerrajero por su parte se quedó con el martillo levantado a la altura de su cabeza viendo llegar admirado a aquel noble señor envuelto en su manto de caballero de la orden de Alcántara, que se apeaba a su puerta y entraba en su casa como podía haberlo hecho un hombrecillo cualquiera.
Conociendo que era a él a quien iban buscando, el cerrajero dejó su martillo sobre el yunque , y acercándose con la gorra en la mano, preguntó con la mayor amabilidad:
—¿Qué se os ofrece, caballero?
—¿Eres tú el cerrajero del convento de la Concepcion? preguntó el caballero.
—Si, señor, yo soy, respondió el cerrajero.
—¿Entonces tendrás las llaves del convento?
—No señor , pero conservo los modelos , por si alguna vez se perdía alguna y me mandaban hacer otra.
—Pues bien , yo necesito una llave de la iglesia.
—¿Que necesitais una llave de la iglesia?
—Si.
—Perdonad, señor; pero mi deber me manda preguntaros el uso que vais a hacer de ella.
—Quiero marcar con ella a mis perros para preservarlos de la rabia.
—Vamos, será algún derecho señorial. ¿Sois acaso, señor de las tierras en que se halla edificado el convento?
—Soy Don Bernardo de Zúñiga, hijo de Pedro de Zúñiga, conde de Bañares , marques de Ayamonte, y mando cien hombres de armas , y soy ademas caballero de Alcántara, como puedes verlo por el manto que visto.
—Pero , señor , ¡si eso no puede ser!... dijo el cerrajero con una expresión visible de espanto.
—¿Y por qué no ha de poder ser?
—Porque vos estáis vivo, y bien vivo, aunque parecéis tener mucho frío , y Don Bernardo de Zúñiga ha muerto esta misma noche a cosa de la una de la madrugada.
—¡Hombre! y ¿quién ha sido el que te ha dado tan buena nueva? le replicó el caballero.
—Un escudero que llevaba la librea de los de Béjar, y el cual acaba de pasar por aquí, hará cosa de una hora de pedir un servicio fúnebre al convento de la Concepción.
—Toma, toma, le dijo D. Bernardo echándose a reír; toma esas diez monedas de oro por la llave que vendré a buscar después de medio día, y si la tienes hecha doblaré la suma.
El cerrajero se inclinó haciendo un signo de asentimiento, diciendo para si; ¡cáspita, veinte monedas de oro! no las gano yo ni en todo un año, y bien valen la pena de arriesgarse a una reprimenda.
Por otra parte, ¿porqué habían de reprenderle cuando había la costumbre de marcar a los perros de caza con las llaves de las iglesias para preservarlos da la rabia? Y cuando había un señor que lo pagaba tan generosamente, quien quiera que él pudiera ser, no debía ser un ladrón.
Don Bernardo volvió a montar a caballo, y aun cuando había hecho por calentarse mientras estuvo en la fragua, no pudo conseguirlo, esperando saturarse al contacto del sol que empezaba a mostrarse tan brillante y tan caliente como lo es ya en España en el mes de marzo.
Saltó por fin al campo y echó su caballo a escape; pero el frió entumecía sus miembros cada vez mas.
No era esto todo sin embargo; parecía como encadenado al convento y atado a él, de modo que describía como un circulo, cuyo centro era la veleta de la iglesia.
Al atravesar un bosque, y a cosa de las once, vió a un trabajador que cepillaba unas tablas de madera de encina , cosa que había visto cien veces hacer a otros obreros , pero que sin embargo le hizo preguntar a aquel hombre , aunque a pesar suyo:
—¿Qué haces ahí? le preguntó el caballero.
—Ya lo veis, ilustre señor, le respondió aquel.
—No lo veré cuando te lo pregunto.
—Pues bien, hago un ataúd.
—¿De encina? entonces trabajarás para algún gran señor.
—Para el caballero Don Bernardo de Zúñiga, hijo del señor Don Pedro de Zúñiga, conde de Bañares, marques de Ayamonte.
—¿Y acaso ha muerto ese caballero?
—Si señor, a la una de la madrugada, respondió el obrero.
—Vamos, está loco, dijo el caballero encogiéndose de hombros y prosiguiendo su camino; luego, al acercarse al pueblo donde había mandado hacer la llave, encontró a un fraile que viajaba en mula, seguido de un sacristán que iba a pie, con un crucifijo y una pila de agua bendita en la mano.
Don Bernardo había ya refrenado su caballo para dejar paso al santo hombre, cuando de pronto se volvió y le hizo seña de que deseaba hablarle, lo cual conocido por el fraile se paró.
—¿De dónde venis, padre mio? le preguntó el caballero.
—Del castillo de Béjar, ilustre señor.
—¡Del castillo de Béjar! repitió D. Bernardo admirado.
—si.
—¿Y qué habéis idou a hacer al castillo de Béjar?
—He ido a confesar y administrar a Don Bernardo de Zúñiga, que sintiéndose morir a eso de media noche, me mandó llamar para recibir la absolución de sus pecados; pero aun cuando me apresuré a ir lo mas pronto posible, he llegado sin embargo demasiado tarde.
—¿Cómo demasiado tarde?
—Si, porque cuando llegué ya Don Bernardo de Zúñiga había dejado de existir.
—¿Que había dejado de existir? repitió el caballero.
—Si, y lo que es peor, sin confesión; así Dios quiera tener piedad de su alma.
—¿Y a qué hora decís que ha muerto?
—A la una de esta noche.... respondió el fraile.
—Pues señor, está visto; estas gentes quieren volverme loco; y volvió a echar su caballo al galope.
Diez minutos después estaba ya en la puerta de la fragua.
—¡Oh! dijole el chispero; ¿qué tiene vueseñoria que está tan pálido?
—Tengo frío, respondió D. Bernardo.
—Aquí tenéis la llave.
—Y tú aquí tu oro, dijole D. Bernardo echándole en la mano otras doce monedas de aquel metal.
— ¡Jesus! dijo el cerrajero; ¿dónde llevais vuestro bolsillo?
— ¿Y por qué me preguntas eso?
—Porque vuestro oro está mas frió que el hielo. ¡Ah! a propósito....
— Qué?
—No olvidéis el persignaros tres veces antes de hacer uso de la llave.
—¿Y por qué?
— Porque cuando se hace alguna llave de iglesia, jamás deja de venir el diablo a soplar el juego.
—Está bien; y tu no olvides pedir a Dios por el alma de Don Bernardo de Zuñiga , le dijo el caballero tratando de reírse.
—Lo haré así, dijo el cerrajero; pero me temo que mis oraciones no lleguen a tiempo, puesto que ha muerto.
Aun cuando D. Bernardo no hubiese hecho caso de aquellos diferentes encuentros, ni menos diese importancia a las respuestas que le habían dado, sin embargo, todo lo que había pasado por la mañana no había dejado de hacer una fuerte impresión a él, lo mismo que al hombre de mas corazón del mundo. Sobre todo, aquel frio mortal que iba en aumento y penetraba hasta la médula de sus huesos, paralizando los movimientos de su corazón, lo aterrorizaba a pesar suyo. Frio de tal naturaleza que al apoyar su pie sobre el estribo o al apretarse una mano contra otra, ni sentía la presión de la una, ni la resistencia que ofrecía el estribo a su peso.
Vino el aire de la noche silbando en sus oídos como una brisa y atravesando su manto y sus vestidos, como si el uno y los otros no tuvieran mas consistencia que una tela de araña, y una vez llegada la noche entró en el cementerio y ató su caballo al pie de un plátano.
Acostóse después sobre la yerba para eludir en lo posible el viento glacial que azotaba su rostro; pero apenas hubo tocado en tierra su cuerpo fue todavía peor, porque aquella tierra, sembrada de átomos de muerto, parecía una losa de mármol.
Poco a poco, y en virtud de un esfuerzo que hizo pata resistir al frió, cayó en una especie de letargo, del que lo sacó el ruido producido por dos hombres que cavaban una fosa.
Entonces hizo un esfuerzo sobre si mismo, y apoyando el codo en tierra incorporóse un tanto.
Los dos sepultureros que vieron a un hombre que parecía salir de un hoyo, dieron un grito de terror.

— ¡Por Cristo! dijo Don Bernardo a los sepultureros; me alegro que me hayais despertado: ya era tiempo.
—En efecto, señor, le contestaron aquellos; debéis darnos las gracias , porque cuando uno se duerme en estos sitios es para no despertarse tan fácilmente.
—¿Y qué hacéis a esta hora en este cementerio ?
—Ya lo estáis viendo.
—¿Caváis una fosa
—Si señor.
—¿Y para quién ?
— Para Don Bernardo de Zúñiga.
—¿Para Don Bernardo deZúñiga?
—Si; parece que el ilustre señor dejó dicho en el testamento que hizo hace tres semanas, que quería ser enterrado en el cementerio del convenio de la Concepción , y nos han avisado para que nos pusiéremos inmediatamente al trabajo.
—¿Y a qué hora ha muerto ese caballero?
— Esta noche a la una. He aquí la fosa concluida; ahora que venga Don Bernardo cuando quiera. Adios, señor.
-—Espera, dijo e1 caballero; todo trabajo merece recompensa; toma para ti y para tu camarada.
Dijo, y echó en tierra siete u ocho monedas de oro, que los sepultureros se apresuraron a coger.
—¡Maria Santísima! dijo uno de ellos ; yo espero que el vino que vamos a beber a vuestra salud no estará tan frió como vuestro dinero, porque si no seria cosa de helarsenos el alma dentro del cuerpo.
Dijo, y ambos sepultureros salieron del cementerio.
Las once y media acababan de dar, y Don Bernardo se paseó todavía una media hora , pudiendo apenas sostenerse de pie, sintiendo que la sangre se le helaba dentro de las venas. Por fin dieron las doce.
Al dar la primera campanada introducía el caballero la llave en la cerradura, y abrió la puerta; ¡pero cuál no fue su admiración al ver la iglesia toda alumbrada por mil cirios que ardían con vacilante luz, el coro abierto y los pilares y las bóvedas todas tapizadas de negro!
Elevábase en medio de la capilla una especie de túmulo, sobre el cual estaba tendida una religiosa vestida de blanco y cubierta con un velo también blanco, sostenido por una guirnalda de rosas blancas que coronaban su frente.
Al acercarse al túmulo un presentimiento singular oprimió el corazón del caballero, que sin embargo se acercó vacilante al cadáver, le levantó el velo y dio un grito de espanto al ver el cadáver de Ana de Niebla.
En seguida volvióse, buscando a quien preguntar, y viendo cerca de si al sacristan:
—¿Qué cadáver es ese? le preguntó.
— El de Ana de Niebla, le respondió el hombre.
—¿Cuándo ha muerto?
El domingo por la mañana.
Entonces Don Bernardo sintió aumentarse el frío que helaba sus miembros, aun cuando no creía lo que el sacristán le decía.
Después, pasándosela mano por la frente:
—Luego entonces estaba ya muerta ayer a las doce? volvió a preguntar.
—Si señor.
—¿Y dónde estaba a esa hora?
—Donde mismo está esta noche y a la misma hora, solo que no estaban encendidos mas cirios que los que alumbraban el cenotacio, ni la iglesia estaba colgada, y la reja del coro estaba cerrada.
—¿De modo que si alguien hubiera venido ayer a esta hora a ver a Ana de Niebla ó a hablarle, no habría visto ni hablado mas que a un fantasma, a un espectro?
— ¡Dios preserva siempre a un cristiano de semejante desgracia! contestó el sacristán; pero si alguno se hubiese atrevido a hacerlo , sin duda que no hubiera visto mas que a un espectro, añadió; y Don Bernardo vaciló.
Todo estaba comprendido: había prometido su mano a un fantasma , y había recibido el beso de un espectro. He ahí por qué ese beso era tan frío; he ahí por qué también desde entonces parecía que corría un río de hielo por todo su cuerpo.
Entonces se acordó del anuncio de su propia muerte, que le habían hecho sucesivamente el cerrajero, el carpintero, el fraile y el enterrador.
A la una le habían dicho todos que había muerto Don Bernardo dfc Zúñiga, y era sin duda, porque Bernardo de Zúñiga había recibido el beso de Ana de Niebla en aquella misma hora.
Pero, sin embargo, ¿estaba muerto o estaba vivo?
¿Era su alma la que andaba errante por las cercanías del convento de la Concepción, mientras su cuerpo yacia espirando en el castillo de Béjar?
En estos pensamientos volvió a echar el veló sobre el rostro del cadáver, y se lanzó fuera de la iglesia poseído de un vértigo, y en el mismo instante en que el reloj del convento daba la una.
Con la cabeza baja, y el corazón oprimido Don Bernardo se internó en el cementerio, tropezó con la fosa que estaba abierta, cayó en ella, volvió a levantarse, desató su caballo, saltó sobre él, y se lanzó veloz como el mismo viento en dirección del castillo de Béjar , única parte en que podía resolverse el problema terrible para él de saber si estaba o no vivo o muerto.
Pero, ¡cosa extraña! Sus sensaciones disminuían por instantes. Apenas sentía ya entre sus piernas al caballo que lo llevaba , y la sola impresión a que era sensible todavía era ese creciente frió que lo atosigaba como el soplo de la muerte.
En vano pretendía ostigar a su caballo, cuyas crines le parecía prolongarse por instantes, y cuyos pies dejaban ya de hacer sentir su galope bajo el suelo.
De repente y a derecha e izquierda vio que le seguían dos grandes perros negros, cuyos ojos eran de fuego, y sus bocas de color de roja sangre, los cuales apenas tocaban el pie en tierra, no ya corriendo, sino volando a un lado y otro del caballo.
Todos los objetos situados al lado del camino desaparecían a los ojos del caballero como arrastrados por un furioso huracán; por último, empezaron a descubrirse en lontananza los torreones, los muros y las puertas del castillo de Béjar, donde debían desaparecer todas sus dudas.
A medida que el caballero avanzaba, también el castillo parecía venirse hacia él ; por fin la puerta se abrió, y el caballero se lanzó a tierra entrando en el patio, donde nadie se apercibió de su llegada, a pesar de estar todo lleno de gente: habla, pero no le responden; pregunta, pero no le ven; toca, pero no le sienten.
En aquel momento apareció un heraldo en la parte superior de la escalera del castillo, gritando por tres veces:
—Oid, oid, oid: el cuerpo de Don Bernardo de Zúñiga va a ser trasportado al cementerio del convento de la Concepción, según la voluntad de dicho señor, manifestada en su testamento; que aquellos que tienen el derecho de rociar su féretro con agua bendita me sigan; dijo, y volvió a entrarse en el castillo.
El caballero quiere continuar su camino hasta el fin; pero le falta la tierra bajo los pies y cae de rodillas, intentando en vano sostenerse asido a los estribos de la silla de su caballo.
En aquel instante los dos perros que le habían seguido se le tiran a la garganta y lo estrangulan. Quiere gritar , pero las fuerzas le abandonan y apenas puede exhalar un último suspiro. Sin embargo, los espectadores vieron a los dos perros disputarse la presa, v al caballo deslizarse como una sombra: intentose separar a los primeros a fuerza de golpes; pero fue inútil , porque no dejaron de pelearse hasta no haber dado fin a la obra invisible que cumplian.
Luego , y como a los diez minutos de lucha, ambos desaparecieron por los ángulos del patio, dejando sobre el campo de batalla algunos despojos informes, y en medio el rosario de Ana de Niebla.
En este mismo momento apareció en la puerta principal del castillo el cuerpo de D. Bernardo
de Zúñiga , conducido por los pajes y escuderos del castillo, el cual fue enterrado al día siguiente
con gran pompa y solemnidad en el cementerio del convento de la Concepción, y al lado del sepulcro de su prima. Ana de Niebla.
¡Que Dios tenga misericordia de ambos!
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