James Rousseau relato completo
Ya lo he manifestado a mis
lectores; la obra que público en este momento es enteramente personal. Además
de mis recuerdos, contiene un sinnúmero de acontecimientos cotidianos que a
su vez serán también recuerdos, y en mis cuentos prodigo no tan solo el poco o
mucho talento que Dios ha tenido a bien concederme, sino una gran parte de mi
corazón, de mi vida, de mi individualidad.
Esto es lo que hace que hoy les
habla de otra cosa distinta que del tío Olifo, y deje a nuestro intrépido
aventurero bogar por el sombrío y misterioso océano de la India para seguir el
alma de un amigo que viaja a estas horas por el océano sombrío y misterioso
también, aunque de un modo muy distinto, de la eternidad.
Había pasado la noche en la
primera representación del drama de Harmental. Según creo, era la cuadragésima
vez que se reproducía para mi aquella prueba de la lucha del pensamiento con la
materia, del aislamiento contra la multitud, juego terrible que me ha hecho no
jugar jamás a otro juego, porque en él expongo no tan solo una cantidad de oro
igual a la que pueden arriesgar los jugadores más fuertes, sino también la
parte de fama conquistada hace veinte años en esa extensa llanura literaria
donde trabajan muchos, pero donde muy pocos recogen laureles.
Cuando un hombre cae en el
teatro, no cae solamente desde la altura de la obra que ha expuesto al público,
sino desde lo alto de los veinte, treinta o cuarenta triunfos que lleva
adquiridos; y mientras mayores y más numerosos han sido estos, más profundo es el
abismo y hay por consiguiente más peligro de matarse en la caída.
Pues bien: estos esfuerzos que
hace todo UD público para arrojar a un autor del trono de sus triunfos,
esfuerzos que he estudiado cuando iban dirigidos a mis compañeros, tengo el
valor de estudiarlos cuando se dirigen contra mí.
Es sumamente curiosa esa lucha en
que una producción arroja con fiereza el guante a 1800 espectadores, lucha
cuerpo a cuerpo con ellos por espacio de seis horas, y si le rinden un momento,
se vuelve a levantar con más arrogancia que antes, rinde a su vez al público y
lo tiene postrado debajo de su rodilla hasta que ha gritado misericordia y
pedido el nombre de su vencedor desconocido.
O demasiado conocido, porque en
ese conocimiento anticipado del nombre, se encuentra a veces el secreto de ese
encarnizamiento del público de las primeras representaciones.
En efecto, este es un público
aparte, compuesto de elementos que se reúnen sin amalgamarse, y que solo se
encuentran juntos ese día; público que sin embargo siempre es el mismo, y que
reconocerá cualquiera al momento, por escasa que sea su memoria para
reconocerlos rostros y las sensaciones.
He aquí los elementos de que se
compone el público del teatro el primer día de una representación.
De quinientas o seiscientas personas
de ambos sexos de las cuales una parte ha acudido anticipadamente al despacho
de billetes y obtenido asientos por su justo precio, y otra ha recurrido a los
revendedores.
Esta segunda parte va de muy mal
humor, atendido a que un asiento que vale cinco francos le cuesta quince,
veinte, treinta y aun cincuenta.
Así es que esta parte del público
no se contenta con divertirse como cinco, sino como cuarenta o cincuenta.
Esta segunda parte se subdivide
en ciertas personas que solo asisten esa noche, porque va la señora Av... o la
señorita B.... y tienen necesidad de cambiar con ella alguna seña imperceptible
para todo el mundo excepto para ellos.
Gasto exorbitante que en esta
bienaventurada época de penuria universal en que nos hallamos, obliga al que lo
hace a fumar por espacio de un mes mal tabaco del estanco, y a comer en un
figón cualquiera.
Esta es la parte del público
compuesta de seiscientas personas, de las cuales trescientas están indiferentes
y las otras trescientas de mal humor.
Pasamos a las otras personas.
Treinta o cuarenta periodistas,
amigos o enemigos del autor o de los autores (más bien lo último que lo
primero), los cuales tendrán un gran talento si la pieza cae, atendido a que
recogen una parte de este talento hundido para hacer de ella proyectiles, al
paso que si la pieza obtiene buen éxito se quedan con el talento que teman.
Treinta o cuarenta autores
dramáticos, a quienes los repetidos triunfos de dos de sus compañeros de
literatura humillan en su orgullo, y que aplauden sin acercar una a otra las
palmas de las manos , diciendo al mismo tiempo al oído del que está a su lado:
¡Es horrible, detestable! ¡Siempre los mismos medios, las mismas combinaciones,
los mismos desenlaces!
Treinta o cuarenta artistas de
los teatros circunvecinos que no vienen a ver la pieza, sino cómo representan
los artistas, eligiendo siempre los momentos en que el público guarda silencio
para emitir algunas observaciones sobre el arte dramático, acompañadas de
comentarios sobre la manera con que ellos han hecho en esta circunstancia o en
la otra y con más o menos éxito, un papel análogo al que representaba el actor
que está, en escena.
Treinta o cuarenta señoritas, que
son un término medio entre grisetas y artistas, que no van por la pieza ni por
los actores, sino por los espectadores andan vagando de acá para allá hasta que
al fin se fijan en un sitio, y entonces se establecen líneas telegráficas,
cuyos tres principales signos son: los lentes, el abanico y el ramo de flores;
concluida la pieza, no han visto de ella más que el vestido de la dama y la
tela de que se componía este vestido. Tres días después, si esta tela era
bonita, se presentan en otra primera representación con un traje igual.
Doscientas o trescientas personas
de la clase media, que van con el convencimiento de que el teatro moderno no es
más que un foco de inmoralidades, llevan a duras penas a sus mujeres, dejando
en casa a la niña. Buscan durante los cinco o seis cuadros de la pieza las
inmoralidades que les habían prometido, y no hallándolas se marchan
disgustadas.
Estas personas son de muy buena
pasta, y en general se dejan seducir por el interés de la pieza. Pocas veces
tiene el autor que quejarse de ellos.
En fin, trecientos o
cuatrocientos intrépidos hijos del pueblo, desprevenidos, despreocupados, que
han estado aguardando dos horas a la puerta con un pan debajo del brazo y un
salchichón en el bolsillo, que van allí para divertirse, que aplauden cuando se
divierten y silban cuando, se fastidian. Estos son los verdaderos jueces, ésta
es la parte inteligente de la sociedad, porque su inteligencia no se halla
oscurecida por el odio, la envidia, la vanidad, el interés ni la
insustancialidad.
Además de esto, una turba
compuesta demás de ciento cincuenta hombres pagados para aplaudir; He aquí un teatro
en la noche de una primera representación, he aquí el areópago ante el cual se
reproduce el genio de todas las épocas; he aquí el, Briarco de mil cabezas y
cuatro mil brazos, contra el cual luchaba yo por la cuadragésima vez el jueves
por la noche con mi habitual tranquilidad; pero al mismo tiempo con una
tristeza mayor aun que de costumbre.
Y digo mayor que de costumbre,
porque no hay nada más triste, lo repito, que esa lucha, (siquiera sea
victoriosa) que tiene uno que sostener contra esa parte mal intencionada del
público que asiste a las primeras representaciones, y que está dispuesta a
atacar a la menor muestra de debilidad o de turbación que advierta en su
contrario.
Luego después toda esa gente
desaparece, dejándonos tanto más abandonados cuanto mayor es el triunfo que
hemos obtenido. Esos amigos que se marchan, olvidándose hasta de estrecharnos la
mano; esas luces que se apagan mucho antes de que hayan salido, los espectadores;
ese telón que se descorre cuando ya no hay ira alma en el teatro; ese teatro
que acaba de perder la vida; esa luz triste que es el único resto de todos aquellos
brillantes resplandores; ese silencio que sucede a todo aquel ruido, todo, todo
es bastante para causar en nuestro pecho la tristeza y el desaliento más profundos.
¡Cuántas veces, Dios mío, aun en
los días en que la tristeza es solo superficial, en que el desaliento no llega
a lo más íntimo del corazón, cuántas veces después de mis triunfos más
ruidosos, más incontestables como Enrique
III, Antony, Angelo, Madlle. de Belle Isle, no he vuelto solo, a pie, con
el corazón dolorido y los ojos prontos a derramar una lágrima, en tanto que la
mayor parte de los espectadores diría
— ¡Cuán feliz será en este
momento!
Pues bien; volvía a casa , como
he dicho, la noche del jueves, más triste que de costumbre, cuando encontré,
esperándome en casa, a mi hijo, que me dijo en cuanto me vio:
—Ha muerto nuestro pobre James
Rousseau.
Bajé la cabeza sin responder. Ya hacía
tiempo que resonaban dolorosamente en mis oídos las mismas palabras.
Mr. Mars ha muerto; Joanny ha
muerto; Federico Soulié ha muerto; Mad. Dorval ha muerto; Rousseau ha muerto.
La primera época de la vida, esa
parte de la existencia dorada por el alba, pasa siempre sin que venga a
entristecerla nada semejante a lo que he dicho. El lúgubre sonido de las
campanas apenas hiere nuestros oídos. Todo el mundo nos dirige palabras suaves,
los murmullos son gorjeos. ¿En qué consiste esto?... En que todavía se va
subiendo esa hermosa montaña de la vida, tan risueña por el lado que se sube,
tan árida por el que se baja.
Saludemos, pues, esa hora
melancólica en que habiendo llegado a la cúspide de la montaña, se detiene uno,
tiende la vista hacia la pendiente florida que se acaba de subir y la pendiente
desolada que se va a bajar, y llegan a nuestros oídos mezcladas con la brisa
del invierno estas fúnebres palabras: ¡Se os ha muerto una madre, un padre o un
amigo!
Despedíos entonces de los goces
tranquilos y expansivos de este inundo, porque esas palabras resonarán
continuamente en vuestros oídos, primero una vez al año, después dos, después
tres, y os sucederá lo mismo que al árbol del estío a quien las primeras
tempestades del otoño arrebatan una hoja, y que dice: ¿qué me importa? ¡Tengo
tantas! —No obstante, las tempestades se suceden las unas a las otras, llegan después
los primeros hielos del invierno, el árbol pierde sus hojas y tras sus hojas
sus ramas, y no siendo ya más que un esqueleto descarnado, solo espera a que el
hacha cortante del leñador le venga a arroja de la superficie de la tierra.
Por otra parte, ¿no es beneficio
del cielo ese abandono sucesivo en que nos deja todo cuanto amábamos, y todo lo
que nos profesaba algún cariño?
Mi hijo me dijo: Ha muerto nuestro pobre James Rousseau.
Voy a explicar ahora con qué
época de mi vida tenía alguna analogía el hombre cuya muerte me acababan de
anunciar.
Tenía diez y ocho años, y carecía
de porvenir, de educación y de fortuna. Era escribiente segundo de un escribano
de provincia, y aborrecía este empleo. Ya me disponía a pretender un destino de
recaudador de contribuciones en un pueblo cualquiera, donde poder pasar una
vida oscura y retirada, cuando en una fiesta que hubo en una pequeña aldea
situada a una legua de Villers-Cotterets, llamada Coray, vi llegar por el extremo
del mismo sendero por donde yo caminaba, tres personas junto a las cuales debía
pasar necesariamente al cabo de treinta o cuarenta pasos.
Estas tres personas eran un joven
de mi edad, una joven de veinte y cinco o veinte y seis años y una niña de
cinco.
La fisonomía del joven me era
completamente descocida; respecto a las otras dos, es decir, la joven y la
niña, conservaba una especie, aunque vaga, de haberlas visto alguna vez hacía tiempo.
La joven era la baronesa Capelle.
La niña era María Capelle, después
Mad. De Lafarge…
¡Dios mío! ¿Quién hubiera dicho
al ver a aquella joven y aquella lindísima criatura, encantadora la una y la
otra prometiendo serlo más aun, ¿quién hubiera dicho, repito, que en el
porvenir de la madre se hallaba una muerte prematura, y en el de la hija una
desgracia peor aún que la muerte?
Al través de los corpulentos
árboles que costeaban el sendero, filtraba un rayo de sol de junio, que hacía
temblar en las radiantes frentes y en los nítidos vestidos de la madre y de la
hija, la sombra de las hojas agitadas ligeramente por esa brisa suave que
circula en los bosques cuando se acerca el crepúsculo de la noche.
Repito que conocía a aquella
mujer, y la conocía no tan solo de vista, sino que sabía los buenos
sentimientos que abrigaba su corazón, y sin saber por qué la profesaba una
amistad sin límites.
A los tres años quedé huérfano, y
su padre fue nombrado tutor mío. Además de mi madre y de mi hermana, únicos
parientes cercanos que me quedaban, encontré en el castillo de Villers Hellon una
segunda madre y otras tres hermanas.
Al recordar mi pasado oí saludo
con la mano la mano y el corazón, Herminia y Luisa. No os he vuelto a ver después
de veinte años, hermanas mías; me han dicho que seguís siendo tan hermosas como
antes. En cuanto a mí, siempre os profeso el mismo cariño.
¡Oh! me acuerdo mucho de
vosotras. Cuando mis ojos, cansados del sol ardiente que abrasa la vida del
poeta, penetran en mi medio día y van a fijar una mirada en el azulado
horizonte de mis tiernos años, vuelvo a hallar en vosotras aquellas flores
perfumadas de mi infancia, reclinadas a orillas del agua como la purpurina lis,
rodeadas de hojas como las rosas y confundidas entre la verde yerba como las
violetas: ¡ay! Vosotras no os acordáis de mí; el aquilón me ha arrastrado a
otro mundo distinto del vuestro y del mío; ¡cómo no me veis, me habéis
olvidado, y habéis creído, ingratas, que a mi vez os he olvidado también!
Estas eran la joven y la niña
que, en un hermoso día del mes de junio a las cuatro de la tarde, se
aparecieron al pobre niño, cuyo porvenir a los ojos de todo el mundo era tan
oscuro y humilde como el suyo, aunque de una manera distinta.
Ahora me resta decir quién era el
joven en cuyo brazo se apoyaba Mad. Capelle, y que iba vestido de estudiante alemán.
Era hijo de un hombre cuyo nombre
será siempre fatal e ilustre en la historia de las monarquías, de un hombre que
fue íntimo amigo de Aukastroein y de Horn; era hijo, en fin, del conde de
Ribnig; era ese joven a quien todos conocen por Adolfo de Leuven, nombre con
que más tarde debía firmar una de las producciones que mejor éxito han tenida
en el teatro de la Ópera cómica y del Vaudeville.
Sumé las edades de tres personas,
y resultó que entre todas reunían 46 años, que es justamente la edad que tiene
en el día una de ellas.
Mad. Capelle me presentó al joven
que acompañaba; éramos de una misma edad. Desde aquel día trabamos una amistad
que no han alterado después ni los años, ni los contratiempos, ni las malas épocas
que todos tenemos, y cuando nos vemos hoy, nos saludamos con la misma sonrisa,
coa el mismo latido simpático de corazón que nos saludamos hace veinte y cinco años.
Adolfo de Leuven era un literato
distinguido.... Estaba desterrado con su familia. Debía permanecer en un radio
de veinte leguas de París. La estancia en esta capital le estaba prohibida a su
familia, desterrada por los Borbones de la rama primogénita.
Pero aunque muy joven, había
pisado el suelo de la capital: habia humedecido sus labios con el néctar de esa
copa embriagadora donde se bebe primero la esperanza, después la gloria y al
fin la amargura. Aún no había probado más que la esperanza.
Había querido trabajar para el
Gimnase, donde conocía a Pertei, el cómico por excelencia que todos los hombres
de treinta y cinco a cuarenta años han conocido; conocía también a una bella
joven cuyo nombre se entreabría como una rosa, Heudriet, que murió, según dicen, envenenada.
Todos estos nombres eran
enteramente desconocidos para mí, pobre provinciano, que no había salido de mi
pueblo más que para hacer una excursión a Paris en 1807, y cuyos recuerdos se
limitaban a volver a ver como al través de una nube, una representación de
Pablo y Virginia por Micha y Mad. de Saint-Aubin.
Sin embargo, en medio de todo,
las hayas del bosque de Vellers Cotterets, plantado por Francisco I y Mad. de
Etampes, bajo las cuales se sentaban Henri IV y Gabriela, estas hayas con su
sombra espesa y sus prolongados murmullos no eran mudas para mi.
Los poetas de esta época eran
Demoustier, Parny y Legouvé.
Los tres habían pasado bajo la
bóveda fresca y movible de ese inmenso parque que hoy día está abatido como
todas las grandes cosas, y cuando niño aun, pasaba yo bajo esa misma bóveda
persiguiendo las mariposas o cogiendo flores; más de una vez me había parado a leer
los versos que ellos mismos habían escrito en la corteza de los árboles, y que
todo el mundo veneraba y respetaba religiosamente.
Allí fue donde leí los primeros
versos en mi vida; en aquellos árboles, de los que parecían haber brotado como
brotan los frutos y las flores.
¡Ah! más de una vez había lanzado
en medio de la creación mis primeros gritos de poeta, inexpertos y discordantes,
así como la vibración de un harpa animada por los ágiles dedos de un buen
músico hace vibrar un laúd solitario, mudo, tirado en un rincón o colgado en la
pared.
Así, cuando sentado al lado de
uno de estos años los árboles, bañados por esa sombra secular que nos protegía a
los dos, cuyos padres habían nacido en los dos extremos del mundo, y que la casualidad
reunía para influir sobre nuestras mutuas existencias; cuando en lugar del porvenir
humilde y tranquilo de un empleado de provincia, de Leuven levantó el velo que
me cubría la vida de Paris ; cuando con su confianza de la juventud, traje
dorado que cada día de la edad madura arruga y empaña, me hizo ver la lucha, el
ruido, la fama, los aplausos del público, el delirio sublime del buen éxito,
tan doloroso, que sus goces parecen tormentos y su risa un gemido, dejé caer mi
cabeza entre las manos y murmuré:
—Sí, si, tenéis razón, de Louven;
es menester ir a París, pues no hay nada como París.
Sublime confianza que tiene el
niño en Dios.
En efecto, ¿qué nos faltaba para
ir a París?
A él la libertad.
A mí el dinero.
Él estaba desterrado y yo era
pobre.
Pero ambos teníamos diez y nueve
años, y diez y nueve años es la libertad, es la riqueza; mas, es la esperanza.
Desde este momento no vi más que
en la realidad, si no en un sueño, a la manera de un hombre que ha estado
mirando el sol, y que después, con los ojos cerrados, aun ve este astro deslumbrador.
Mis ojos se fijaron en un punto, del cual si se separaban, era para volver a
fijarlos con más pertinacia que antes.
Al cabo de un año, el destierro
del conde de Ribnig fue levantado. Adolfo vino a darme esta noticia y a
anunciarme que se volvía a París con su padre y su madre.
Yo era entonces el único que
quedaba desterrado. Desde este momento mi pobre madre perdió la tranquilidad.
La palabra París estaba en todas mis conversaciones, en todas mis caricias, en
todos mis besos.
He contado ya cómo se realizó
este ardiente deseo, cómo vine también a Paris, y cómo al bajar de la
diligencia me trasladé a un pequeño hotel de la calle des Viex-Augustins con
cincuenta y tres francos en el bolsillo, pero confiado y orgulloso como si
poseyera la lámpara milagrosa de Aladino, que se representaba justamente en la
Opera cuando yo llegué.
Al cabo de tres meses mi madre había
reunido unos cien luises, que era todo lo que había podido realizar, y había
venido a reunirse conmigo. Yo tenía mil doscientos francos de sueldo.
Los cien luises de mi madre con
los mil doscientos francos de sueldo duraron dos años.
Entonces empezó la lucha.
Apenas me vi frente a frente con
los primeros talentos que encontré, me convencí de que no sabía nada; ni
griego, ni latín, ni matemáticas, ni idiomas extranjeros, ni aun mi propio
idioma; nada de lo pasado, nada de lo presente; no conocía ni a los muertos, ni
a los vivos, ni la historia, ni al mundo; así fue que al primer choque se
desvaneció mi confianza en mí mismo; pero Dios quiso que conservara la
voluntad, y en el seno de esta voluntad florece la esperanza.
No obstante, de Leuven, mi
introductor en el mundo real y en el mundo ficticio, no me había abandonado. Habíamos
comenzado a trabajar, y mi ambición era corta por el momento. Se trataba de
hacer un vaudeville para el Gimnase.
Pues bien, por pequeña que fuese,
cuando después de dos horas de un trabajo que nos dejaba rendidos, nos
mirábamos cara a cara, no podíamos menos de confesar uno y otro que no podríamos
conseguir nuestro objeto.
Un día me propuso de Leuven que
nos reuniésemos a un amigo suyo, que tenía mucho talento para hacer canciones,
y cuya reputación era proverbial. Además, este personaje conocía a todos los
directores de los teatros de Paris, leía perfectamente y seducía a su comité.
Persuadido como mi amigo de
nuestra incapacidad, acepté su oferta. Aquella misma noche leímos el vaudeville
a nuestro futuro colaborador, en cuyo rostro seguía yo con ansiedad todas las
impresiones que producía en su alma la lectura de aquel manuscrito. De Leuven
era el que leía; yo me hallaba demasiado afectado para haberlo podido hacer.
Así que hubo concluido de
escuchar la pieza:
—Está bien, dijo; sacaremos algún
partido de ella.
En efecto, bajo la pluma de
nuestro colaborador, más práctico que nosotros, se redondearon las frases, las
coplas adquirieron más agudeza, brillaron algunas chispas graciosas en el diálogo,
y al cabo de ocho días se concluyó la obra.
Pedimos, o más bien, pidió
nuestro colaborador permiso para leerla en el Gimnase, y lo obtuvo.
La pieza fue desechada a
unanimidad de votos.
Pedimos en la Porte Saint Martin un permiso igual, y
tuvimos seis bolas negras y dos blancas.
La leímos en el Ambigú Cómico, y
fue recibida con un éxito brillante.
Esto era un desengaño terrible,
no para mi orgullo dramático, porque nunca he conocido eso que llaman
aristocracia del teatro, sino para mi bolsillo, pues mientras más pasaban los días,
más se aumentaban los apuros pecuniarios de mi madre y míos. Sin embargo, había
logrado que me hicieran un adelanto en mi oficina; tenía mil quinientos francos
al mes en vez de mil doscientos; pero también, menos novicio en algunas cosas que
en otras, mientras que con mucho trabajo habíamos podido escribir un vaudeville
entre tres, había tenido un hijo; la venida al mundo de Alejandro compensaba el
aumento de veinte y cinco francos, que debía a la liberalidad del duque de
Orleans. La gloria que debía producirme mi tercera parte de vaudeville, no era
despreciable sin duda; pero los primeros derechos como autor de esta tercera
parte, los esperaba mi bolsillo con tanta impaciencia, como mi frente las
primeras caricias de la fama.
Ahora bien; los derechos como
autor a un vaudeville representado en el Ambigú, eran doce francos por noche y
seis francos de billetes.
Lo cual nos proporcionaba unos
cinco francos por noche a cada uno.
De estos derechos futuros, un excelente
sujeto, que ha hecho más por los autores dramáticos de Paris, que Mr. de
Lostbeñe, de la Rechefoucauld, Mr. Cané o Mr. Charles Blanc-Porcher, un día que
no teníamos que comer en casa me prestó 50 francos.
Este préstamo de 50 francos fue
el primer dinero que gané con mi pluma.
El que me pagaba todos los meses
el cajero del duque de Orleans, lo ganaba yo con mi escritura.
En fin, llegó el día grande;
nuestro vaudeville fue representado y oído con agrado.
Un éxito de esta especie en el
Ambigú, en 1826, me proporcionó 150 francos.
La pieza se intitulaba: La caza y el amor.
En cuanto a nuestro colaborador,
se llamaba James Rousseau.
¡Qué extraña coincidencia! Veinte
y tres años después, también la noche de un triunfo, mi hijo Alejandro, que
apenas babeaba en 1826, me aguardaba en su casa para decirme:
—¡Nuestro pobre James Rousseau ha
muerto!
Durante estos veinte y tres años,
pobre James Rousseau, ¿qué fue la vida para ti, tan bueno, tan cariñoso, tan
lleno de ingenio?
Voy a decirlo.
¿No creéis que hay siglos como
hombres que tienen su juventud loca, su edad madura, grave, y su vejez sombría?
En efecto, ¿puede darse juventud más loca que la del siglo XVIII con su regencia,
Mr. de Orleans, Mad. deBerry, madama de Prie, Mad. de Chateauroux y Richelieu?
Edad grave, madura, aquella donde
nació la reputación del mariscal de Sajonia, de Mr. de Puntenoy, y de
Lowendhal, de Cbevert, que ganó las batallas de Raucoux; vejez sombría la que
comenzó por las guerras de Canadá, por el tratado de Paris por la gangrena del
rey, que se comunicó a la monarquía, y concluyó por los asesinatos de la Abadía,
los cadalsos de la plaza de la Revolución y las orgias del directorio.
Esto fue lo que sucedió a nuestro
siglo XIX. Waterlóo lo entristeció en un principio cual si fuera un pobre
huérfano; pero la restauración no tardó en devolverle su locura y alegría
pasadas. De 1816 a 1826, datan los últimos destellos de la alegría francesa,
las últimas canciones de Caveau, aquellas canciones que no tenían de ninguna
manera la pretensión de ser poesías, aquellas canciones firmadas por Armando
Gouffé, Devangiers, Rougeinont, Rochefort, Romieu y Rousseau.
En aquel periodo florecían
Potier, Brunet y Tiercelin. Tiercelin representaba admirablemente La esquina de la calle, Brunet Jocrisse amo y Jocrisse criado, y Potier Yo
hago mi farsa.
Aquella era, en efecto, la época
de las calaveradas; época espiritual que nosotros, hombres de cuarenta años,
hemos visto morir poco a poco, como se ve morir a un anciano a fuerza de sus
muchos años.
En aquella época se comía de
distinta manera, quiero decir, se comía a distintas horas; había artistas
fondistas que hablaban gravemente del arte culinario con Mr. Brillat Savariu y Monsieur
Grimod de la Reyniére, lo mismo que Mr. de Conde hablaba con Va tel. Unos habían
sido jefes de cocina en casa de Cambacéres, otros en casa de Aigremont, y se
llamaban Borel y Beauvilliers.
Hoy día se come en la fonda de
muy distinta manera.
Además entonces se cenaba; he aquí
otra tradición del siglo pasado que se ha agotado poco a poco en el presente.
¿Cuánto han perdido los franceses en la supresión de aquella comida encantadora
que se hacía a la luz de las bujías, a esa hora en que se sueña y en que se han
desvanecido completamente todos los disgustos y sinsabores del día?
Romieu, Rousseau y Enrique
Mounies eran entusiastas por la cena, y teniendo a veces mucho apetito y la
bolsa vacía, hacían esa vida vagabunda que tiene mucho del gitano y del
estudiante. Apenas veían la vistosa muestra de alguna fonda de buena apariencia
que fuese célebre en los fastos culinarios, sentaban en aquel sitio sus reales.
Más bien devoraban que comían; bebían Ponilly a falta de Champagne, y Beaugency
a falta de Chambertin, y cantaban alegres canciones. Luego salían a las dos de
la mañana riendo y cantando, y volvían a comenzar las calaveradas.
Estas calaveradas serán leyendas
para nuestra generación futura. Hay una infinidad de leyendas, entre otras la
del portero a quien se despierta a media noche para pedirle un mechón de
cabellos, episodios nocturnos que casi siempre acababan por ser conducidos a la
cárcel los autores de estas calaveradas.
Pero los comisarios encargados de
verificar estas prisiones, participaban también del espíritu de la época, y en
su juventud habían sido también calaveras; generalmente una ligera y paternal
reprimenda era el castigo de aquellas frecuentes infracciones a las reglas de
la policía municipal; cada cual tenía su comisario predilecto, a cuya casa pedía
que le condujesen.
Rousseau había adoptado el del
barrio del Odeón. Seis veces a la semana, desde el lunes hasta el sábado, es
decir, una vez cada noche, era conducido a casa de su protector, el cual, cansado
de que le despertase siempre a la misma hora, el mismo hombre y por la misma
causa, quiso enfadarse la gesta vez, es decir, el sábado.
Rousseau escuchó callado la
reprimenda, humilde y compungido; así que hubo terminado el magistrado:
—Es muy justo, señor comisario,
respondió Rouseau. Mañana haré que me lleven a otra parte. Preciso será que descanséis
al menos el domingo.
Esta alegre vida duró todo el
tiempo de la restauración. Era una época magnifica para todo el que tuviese un
poco de chispa, y Rousseau no carecía de ella, especialmente a los postres, aunque
nunca había impreso nada, excepto La caza
y el amor. Todos aquellos encantadores artículos que aparecían en el Fígaro, en la Pandore y el Journal Rose,
y que tanto entretenían en aquella época, no los firmaba nadie, pues se hacían
generalmente de sobremesa.
Llegó en esto la revolución de
julio; aquello fue una bomba para la banda de pájaros cantores; la política se
apoderó de los unos, los negocios de los otros, y la mayor parte tuvieron que recurrir
a las artes.
Rumieu fue nombrado subprefecto;
Monnier se hizo cómico; solo Rousseau quedó enteramente aislado. Desde entonces
se suspendieron las cenas.
Dicen, sin embargo, algunos, que
la suspensión de las cenas fue promovida por la ausencia de Rumieu, puesto que
cuando volvió a París, después de cuatro años de destierro encías provincias,
volvió a renacer aquella desenfrenada costumbre.
Rumieu volvió con la fama de ser
un excelente subprefecto. Algunas personas no comprendían cómo podía ser buen
subprefecto un hombre que había hecho tantas y tan ingeniosas calaveradas; pero
no era imposible, puesto que Rousseau lo había hecho. En cuanto a este,
vinieron los años, y aunque no perdió nada de su graciosísimo talento, se sentó
algún tanto su juicio. Siempre era el mismo hombre de las cenas, el chistoso
cancionero, el alegre bebedor, pero también el del trabajo jornalero. Las
calaveradas habían cesado con las cenas. Además se había hecho redactor de la Gaceta de los Tribunales. Él era quien
contaba con una gracia sin igual todas esas historietas de vagabundos,
jugadores, ladrones, etc., en las que representaba con tal verdad al
protagonista, que creía uno verle.
En 1839, si mal no recuerdo, se
casó Rousseau. Este nuevo estado sepia un poco su cabeza. Al cabo de poco
tiempo decidió irse a vivir a Neully.
Desde este momento se acabaron
las locuras y el libertinaje. Rousseau llegó a comprender que cuando vivía
solo, podía tener filosofía y sufrir las privaciones; pero que estas
privaciones no podía imponerlas a la mujer que había unido su existencia a la suya;
no obstante, a pesar de lo mucho que trabajaba, y a pesar de la retribución
mensual que le proporcionaba este trabajo, la vida tenía sus exigencias, y
muchas veces se veía Rousseau más pobre que en los dichosos tiempos en que, a
falta de dinero, tenía alegría.
Pero Rousseau no cantaba en estos
días aquella canción favorita suya de
¡qué dicha no tener dinero! estos días no tomaba ni aun siquiera el ómnibus,
sino que iba a Paris a pie: me iba a ver y me decía:
—Sigues en buena armonía con el
duque de Orleans, ¿no es verdad?
Ya sabía yo lo que quería decir
esto. Hacia una señal afirmativa con la cabeza, y le daba de la caja de mi
bueno y excelente príncipe un bono de doscientos o trescientos francos, según
sus necesidades. Asseline recibía este bono, y Rousseau volvía a pasar por mi casa
y me decía apretándome la mano:
— ¡Oh! estoy seguro de que en ti
tendré siempre un buen amigo hasta la hora de la muerte.
— ¡Pobre Rousseau! ¡Sus palabras
salieron ciertas!
El príncipe murió; Rosseau perdió
uno de sus mayores recursos.
Pero a falta del príncipe
quedaban los ministros.
Cuando en Neuilly volvían a
hacerse sentir los apuros y escaseces, volvía a ver a Rousseau.
—¿Cómo te encuentras con el
ministro de instrucción pública? me preguntaba.
—Bien, respondía yo si era Mr. de
Salvandy quien estaba en el ministerio; pero mal si eran Mr. Villemain o Mr.
Cousin.
Y cuando era Mr. de Salvandy le
daba una esquela a Rousseau, para el ministro, el cual; por tradición, respondía
a ella favorablemente.
Y cuando eran Mr. Villemain o Mr.
Ceusin, abría mi cajón y decía:
—Toma, amigo mío.
Y Rousseau tomaba sin vacilar de
mi dinero, como yo hubiera tomado del suyo si lo hubiese tenido.
Sin embargo, esto no se renovaba
con mucha frecuencia. Una vez cada dos años, o cuando mas una vez al año.
Llegó la revolución de febrero, y
la asignación de Rousseau en vez de aumentar disminuyó. ¡Ay! entonces no tenía príncipe
ni ministros.
Añádase a esto una enfermedad
cruel, una especie de afección al pecho, que los médicos no podían descifrar bien:
Entonces fue cuando conocí todo
el valor y la resignación de aquel corazón tan bueno, tan amante; obligado
cuando andaba a detenerse a cada cincuenta pasos para tomar aliento, salía Rousseau
todas las mañanas para asistir a su redacción de la Gaceta, fingiendo a veces
que tenía diez cuartos en el bolsillo para tomar el ómnibus y que su mujer no
se inquietase; y como no tenía tal dinero, iba a pie y volvía del mismo modo.
Este estado duró más de un año;
todo este tiempo estuve sin verle.
¡Pobre amigo mío! el infeliz conocía
cuánto me repugnaría ir a pedir a los que están en el poder actualmente, y a mí
no quería pedirme temiendo que no tuviese.
Al fin vino a verme hace quince días;
ya no pudo esperar más tiempo.
¿Conoces al ministro de…. ? me preguntó.
No le conocía; pero para que
James viniese a buscarme era preciso que fuesen muy grandes sus apuros; así es
que no vacilé.
—No le conozco, le dije; pero él
debe conocerme y voy a escribirle.
En efecto, escribí al ministro
de.... pidiéndole un socorro para James Rousseau, literato, autor dramático y
periodista.
Rousseau comió conmigo, me apretó
la mano y llevó la carta.
El jueves por la mañana recibí
una carta del ministro de.... pidiéndome en ella informes de Mr. James Rosseau.
El mismo día por la noche me
esperaba mi hijo para anunciarme la fatal noticia.
Cogí la pluma y escribí lo
siguiente al ministro de…
«Señor ministro:
Los únicos informes que puedo
daros de Monsieur James Rousseau, es que ha muerto esta mañana sin recibir ningún
socorro.»
He aquí cómo murió Rousseau:
Vino a Paris a pie y se dirigió a
la calle de Hailay, donde está situada la redacción de la Gaceta de los Tribunales, Llegó a las diez y cuarto, entró en la redacción,
y en el momento en que se hallaba leyendo los periódicos, arrojó un suspiro, se
levantó, extendió los brazos, abrió la boca, y comenzó a arrojar sangre por
ella.
—¡Una apoplejía fulminante! ya se
acabaron mis desgracias, dijo:
Después añadió:
—¡Pobre mujer mía!
Y cayó muerto al suelo.
Llevaba cinco cuartos en el
bolsillo del chaleco, y esto era todo cuanto poseía.
¡Oh! si, los literatos no sé
mueren de hambre; pero una vez muertos, se les encuentra por todo capital cinco
cuartos.
Al día siguiente por la mañana
fue Alejandro a Neuilly; llevaba a la viuda de nuestro pobre amigo el consuelo
de que no tenía que ocuparse de nada, pues nosotros, es decir, sus amigos, cuidaríamos
de todos esos tristes detalles que siguen a la muerte de una persona querida.
Pero por mucha prisa que se dio Alejandro,
se le habían anticipado otros amigos; los redactores de la Gaceta de los Tribunales, los cuales reclamaban el piadoso honor de
colocar el cuerpo de su colega en una mansión eterna.
No, los literatos do se mueren de
hambre; pero los conducen a su casa en el ataúd de los pobres, porque con cinco
cuartos no pueden llevarles ni aun siquiera en fiacre. No, los literatos no se
mueren de hambre; pero si fueseis a la mayor parte de sus entierros, veríais a
los usureros aguardando a que se lleven al cadáver para apoderarse de todo, y
les diríais lo que yo:
—¿Por qué no os lleváis el
cuerpo? ¡En la escuela de medicina os darían por él siete francos cuando menos!
¡Oh! ¡Pobre sociedad, mal
organizada, dónde el vivo no encuentra un pedazo de pan, dónde el muerto no tiene
sepulcro, y dónde los usureros esperan que se lleven el cadáver del marido para
despojar la casa de la infeliz viuda!
Tranquilizaos, pobre mujer;
llorad y rezad en paz, pobre viuda: cuando volváis a vuestro hogar, de donde os
sacaron desmayada, encontrareis cada mueble en el sitio en que le dejasteis.
Solo os faltará nuestro amigo,
pero me engaño; le encontrareis allá abajo, en ese precioso cementerio donde le
hemos hecho colocar cerca del camino, a la manera de un viajero que se sienta a
esperar y descansar de sus fatigas.
¡Dios os dé paz en la vida y
misericordia en la muerte!
Información sobre esta obra en la entrada James Rousseau 1849
James Rousseau relato completo
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